miércoles, 24 de abril de 2024

"Creo en el Espíritu Santo" (2 de 5)

Continuamos publicando el Capítulo I del libro ""Creo en el Espíritu Santo", del padre José Gallinger svd ¹. Añadimos fotos propias de imágens del Espíritu Santo en templos porteños.


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3. Espíritu de Jesucristo

Jesucristo es quien nos ha ganado el don del Espíritu Santo, por su muerte y su resurrección. Pentecostés es el fruto de la Pascua. La obra del Espíritu Santo, alma de la Iglesia, se puede decir que ha comenzado en un momento determinado: al ser abierto el costado de Cristo en la cruz. Cuando el oficial traspasó su pecho y abrió su corazón, salió sangre y agua.


Iglesia de Santa Isabel de Hungría


Hay que recordar un pasaje del Evangelio según San Juan: El último día de la fiesta, el gran día, Jesús,  en pie, clamaba: Si alguien tiene sed que venga a mí y beba quien cree en mí, según las palabras de la Escritura: manarán de sus entrañas (del Mesías) ríos de agua viva. Decía esto del Espiritu que debían recibir los que creyeran en Él (Juan 7, 37-39).

Hay una directa conexión entre este surgir del agua viva del costado de Cristo y lo que San Juan repetidas veces llama en su Evangelio, la gloria de Cristo o también "su hora". "Aún no ha llegado mi hora", le dice a su Madre en Caná de Galilea. Al final de su vida: "Es llegada mi hora... Padre, glorifica a tu Hijo".

La hora de Cristo y la de su Pasión, Muerte y Resurrección, es la hora de consumar su gran obra de la Redención. Aunque parezca la hora de su fracaso, es en realidad la hora de su triunfo definitivo, por eso también es la hora de su glorificación.

Pero, con su glorificación -en cierto sentido- terminaba su obra entre nosotros. En su glorificación entra su gloriosa ascensión a los cielos... El así lo dice  los Apóstoles y éstos se vuelven tristes porque no quieren estar sin Jesús. Pero Este los consuela: "Os conviene que yo me vaya, porque si yo no me fuere no vendría a vosotros el Espíritu de Verdad".

Hav, pues, una interrelación entre la Pascua v Pentecostés. Este es el fruto de aquella. En la historia de la Iglesia siempre de nuevo se vuelve sobre esta idea. Pentecostés no es el recuerdo de una fecha, es la celebración de un misterio. Es el misterio de Cristo prolongado en la Iglesia. Y así como el Espirita Santo lo conducía a Cristo en su vida -muchas veces leemos estas expresiones en los Evangelios- así el Espíritu Santo es el alma del Cristo Mistico, la Iglesia.

En el Credo enunciamos nuestra fe en el Espíritu Santo en una inmediata relación con la Iglesia. "Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica". Es casi como si dijéramos: "Creo en el Espíritu Santo en la Iglesia Católica".

Por eso, el Concilio Vaticano II, queriendo hacer frente al ateísmo del mundo de hoy, nada encontró mejor que profundizar la doctrina acerca del misterio de la Iglesia. El hombre de hoy día no quiere razonamientos abstractos. Le gustan las verdades encarnadas. Pues, esa es la gran realidad: Dios está como encarnado en la Iglesia. Es el Espíritu de Cristo quien sigue dinámico en ella. Cada cristiano por esta obra del Espíritu de Cristo tiene que ser como el rostro de Dios en la tierra para los hombres que no lo ven en espíritu.

Por obra del Espíritu Santo, Dios se encarnó y por obra de Este mismo divino Espíritu sigue encarnado en la pobre carne humana. Por eso a Dios se lo encuentra y a Dios se lo ha de amar en la carne de los hombres. Sólo así se entiende aquello que dice San Juan: "Quien dice amar a Dios a quien no ve y no ama a su hermano a quien ve, es un mentiroso", como si dijera: si Dios está en tu prójimo ¿cómo vas a encontrarlo fuera de él?

El Espíritu de Cristo debe ser el Espíritu de todos nosotros, para hacernos cada día más Cristos, para que cada día sea un poco más realidad, por la obra del Espíritu Santo con su gracia, que quien nos mire vea realmente en nosotros a Jesús y al Padre...

Continuará el próximo miércoles


¹ Ed. Guadalupe, Buenos Aires,  1970

miércoles, 17 de abril de 2024

"Creo en el Espíritu Santo" (1 de 5)

Desde hoy y hasta el miércoles anterior a la Solemnidad de Pentecostés iremos publicando el primer capítulo del libro "Creo en el Espíritu Santo", del padre José Gallinger svd ¹.

Se trata -como el mismo autor señala en el prólogo- de un hilo de reflexiones nacidas de un conjunto de «"pensamientos espirituales" ofrecidos a la Cofradía del Espíritu Santo de la Parroquia de Guadalupe» de la ciudad de Buenos Aires a fines de los años 60 y comienzos de los 70 del siglo pasado. Esos "pensamientos espirituales" terminaron convirtiéndose en  un «"pequeño tratado espiritual en que se medita el Amor de Dios hecho hombre "por obra y gracia del Espíritu Santo" y que sigue entre nosotros como Iglesia, "Sacramento universal de salvación", hecho carne en nuestra pequeñez humana, para mostrar el amor de Dios a los hombres».

Esta foto del índice del libro nos permite tener una idea panorámica del contenido de ese primer capítulo que iremos compartiendo en cinco entradas consecutivas:

Iremos ilustrando las cinco entradas con fotos propias tomadas en templos porteños.

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I. TEOLOGÍA DEL ESPÍRITU SANTO

1. El Espíritu Santo en el Plan de la Salvación

El plan de Dios sobre nosotros, tal como nos lo hace conocer la Revelación, puede decirse que sigue la estructura del mismo Dios. En el fondo, es el plan trinitario tal como se presenta en el Credo. Se destaca el orden en que aparecen las tres divinas Personas. La obra de Dios sobre nosotros también se agrupa en tres grandes momentos y que se apropian a cada una de las tres Personas divinas. Esos tres momentos son: la creación, la redención y la santificación o comunicación de la vida divina.

La Revelación nos muestra a Dios empeñado en una profunda obra de amor. Se inicia por la creación amorosa, se reconstruye por la redención y se consuma por la comunicación del amor, comunicando la propia vida de Dios. Es la historia del diálogo de amor que Dios lleva con sus creaturas, iniciado por el Padre que llama, el Hijo que es enviado por el Padre para hacer posible este diálogo a pesar del pecado y el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, que consuma este diálogo en la respuesta amorosa del hombre a Dios. El Padre crea, el Hijo trae la Palabra de Dios y el Espíritu Santo interioriza al hombre en la revelación del Hijo.

Basílica del Espíritu Santo

Estos tres momentos en el amoroso darse de Dios a los hombres se expresan a través de diversos ejemplos. Uno podría ser: el Padre es el brazo, el Hijo la mano y el Espíritu Santo el dedo que modela la imagen de Dios en nosotros. Así lo canta el "Veni, Creator Spiritus": "digitus Paternae dexterae", Dedo de la diestra de Dios. 


Basílica del Espíritu Santo

O bien ese otro: el Padre es la raíz, el Hijo el tallo y el Espíritu Santo el fruto. En las epístolas de San Pablo se habla de los frutos del Espíritu Santo. Es el final del movimiento de entrega de Dios a nosotros, es el producto postrero y sabroso del movimiento de la vida de gracia de la que gozamos.

Estas imágenes expresan bien la continuidad de la obra de Dios. Aunque adscribimos a cada una de las tres Personas divinas un estadio, un momento de esta obra, sin embargo, en el fondo es una y la misma continuada en su proceso de terminación. Siempre cuando se trata de una obra hacia afuera de Dios, actúa la propia naturaleza divina, obran las tres divinas Personas; pero es propio distinguir los diversos momentos para expresar las peculiaridades que surgen de las procesiones en Dios de cada una de las Personas divinas.

En este plan de Dios el Espíritu Santo entra en tercer término. Toda terminación del plan salvífico se atribuye a Él. Es Él quien acaba la obra de Cristo. Así comprendemos aquello de Jesús: "Os conviene que Yo me vaya... porque si no me fuere no vendría a vosotros el Espíritu de Verdad". Es como si dijera: Si no me voy, mi obra quedaría sin terminar, quedaría trunca.

Cristo anunció el Evangelio, la Palabra de Dios, y es el Espíritu Santo quien actualiza esta palabra y la conserva viviente en la Iglesia. Cristo instituyó la misión apostólica, pero es el Espíritu Santo quien inspira a la Jerarquía y coopera en el apostolado para hacerle producir sus frutos. Cristo a través de toda su vida idea y proyecta los Sacramentos y los instituye, pero es el Espíritu Santo quien les da su virtud vivificante en nosotros. 

Basílica del Espíritu Santo


2. Inevitable parcialización 

Tratar del Espíritu Santo no es hablar de un capítulo aislado de la teología, como podría hacerse del "Plan de la Salvación", de la "Resurrección" o de la "Escatología". 

El Espíritu Santo acaba el proceso intratrinitario de la vida en Dios. El Espíritu Santo es la "conditio sine qua non" para ubicar el misterio Trinitario en el campo de la teología. De alguna manera es fundamento y base de la teología. (Tal vez sea una razón por la que "no se lo conoce" y no se sabe qué hacer con el Espíritu Santo, el hecho de no haber insertado la doctrina acerca de Él en el todo de la teología, sino que se la agregó como un capítulo más, como para llenar los huecos que quedaban después de presentar al Padre Creador y al Hijo Redentor. Se habló del Espíritu Santificador, pero sin emsamblarlo con las dos primeras partes del Credo). 

Aunque se pueden presentar como "tres tiempos sucesivos"  -el del Padre, que se revela en la historia con el Pueblo de Dios; el del Hijo, que dice la Palabra definitiva del Padre al anunciar el Reino; el del Espíritu Santo, que prolonga la obra de Cristo en el misterio del nuevo Pueblo de Dios como "Sacramento de Salvación"-, con todo, si se leen bien las Escrituras, es la fuerza de Dios, su Espíritu, el que actúa vivificante en la historia de la Salvación desde el principio y constituye una unidad en el misterio de la Encarnación centrado en Muerte-Resurrección-Ascensión-y-Pentecostés. Todo es un proceso del DIOS presente por su Espíritu, Creador y Salvador. Permanente obrar del Dios presente, con nosotros, en la figura del Espíritu, como manifestación de Dios a Israel; en la manifestación personal en Jesucristo; y en la nueva y actual manifestación del Espíritu Santo en el tiempo postpentecostal. 

Hablar del Espíritu Santo es tener en cuenta toda la plenitud de la realidad trinitaria de Dios en las diversas formas de Revelación divina: del que obra en la creación e historia y del que se manifiesta en el Hijo. Siempre es el mismo presente Dios, Padre-Hijo-Espíritu, en la virtud y forma del Espíritu Santo. 

Pentecostés no es ni principio ni fin de la obra de Dios. Es la prolongada presencia del Creador y Redentor en el Espíritu Santo. De esa manera, teología del Espíritu es la comprensión integral del mensaje bíblico de la teología trinitaria que, superando el olvido o desubicación del Espíritu Santo, lleva a la plenitud del mensaje bíblico de la revelación o manifestación de Dios que obra en el Antiguo y Nuevo Testamento y en la Iglesia. (Pero, al mismo tiempo, esa concepción teológica integral pone al desnudo la mezquindad de una teología que ensayó la interpretación y ubicación de la Revelación dentro de los limitados márgenes del "Dasein" humano). 

De alguna manera siempre resulta parcializado hablar de una teología teocéntrica, cristocéntrica o pneumatocéntrica. Deberíamos librarnos de los "centrismos" unilaterales y parcializados. Teología integral siempre debe ser Trinitaria. 

Pero no es posible evitar del todo las parcialidades porque sólo de esa manera podemos proceder en los estudios especializados. (Tanto más, porque hemos entrado en la problemática especial de una teología existencial). 

Procedemos, progresivamente, de un artículo de la fe al otro:  "Creo en Dios - en Jesucristo - en el Espíritu Santo". Decimos el contenido de cada artículo de fe y analizamos su respectiva verdad, pero no logramos la profunda síntesis que los une y completa en su integración cabal hacia una auténtica teología trinitaria. Cada artículo tiene su dominante en la manifestación. Y para el tercero: "Creo en el Espíritu Santo", la dominante está constantemente en la Eclesiología. De ahí que se diga como a renglón seguido y sin separación: "Creo en el Espíritu Santo. La santa Iglesia católica...". 

Pero, precisamente, esa elaboración de la "función" del tercer artículo en la Iglesia no toca ni disminuye los dos anteriores, sino que los lleva a su mayor expresión y muestra bajo una nueva luz los problemas de la Iglesia visible e invisible, la justificación y la santificación, y la escatología como presente y futuro.

Basílica del Espíritu Santo


Continuará el próximo miércoles


1 Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1970

miércoles, 10 de abril de 2024

"La proclamación de la Palabra de Dios"

En línea con los que publicamos en nuestra entrada del 20 de marzo, compartimos hoy un viejo recorte de la revista Actualidad Pastoral referido a la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios


I. Monición introductoria a las lecturas

¿Es preciso "presentar" las lecturas por medio de una monición o introducción anterior a ellas? De hecho es una costumbre bastante generalizada. No es que sea indispensable, sobre todo cuando el sentido de los textos es accesible y los ritos de entrada han preparado suficientemente a la asamblea. Pero habrá ocasiones en que será conveniente y oportuna. ¿Cómo hacerla?

1. Esta monición no debe alguno un resumen de la lectura, que intenta decir por anticipado (¡doblándola!) y de mejor manera (!) lo que dirá la lectura misma.

2. Tampoco debe ser, a pesar de que tal el caso frecuente, una introducción banal, rutinaria, formalista, como si se tratara de algo obligado. Entonces es mejor suprimirla.

3. Ni es un prólogo exegético que gravita en torno a una información sobre el contexto y el libro bíblico de que está tomada.

4. Toda monición es un arte. Es el arte de suscitar el deseo, las ganas de algo, en nuestro caso de escuchar. Es el arte de despertar una simpatía, una resonancia de sintonía, de afinidad hasta afectiva.

5. Será, pues, sencilla, pero sugerente, partiendo de de los oyentes, de lo que sienten y piensan; tratará de introducirles en la Palabra mediante unos puntos suspensivos, una interrogación.

He aquí un par de ejemplos:

El día de la Epifanía, la primera lectura (Is 60,1-6) es introducida así:

"Una ciudad en la cumbre de una montaña. Está amaneciendo. El sol se levanta sobre el horizonte y el profeta se imagina que toda la humanidad, desde todas las direcciones del mundo, se pone en marcha para subir a esa cumbre. ¿Qué ciudad es ésta? ¿Por qué se ha convertido en centro de la tierra?".

El domingo 3° C, segunda lectura (2 Tim, 4):

"He aquí el testamento espiritual de San Pablo que él nos envía desde la prisión romana donde se halla encarcelado. Ahora más que nunca sabe Pablo en quién tiene puesta su esperanza"

El domingo 3° de Adviento A, segunlectura: (Santiago 5,7-10):

"¿Conocéis la historia del campesino que perdía la paciencia porque en el largo invierno no brotaba la semilla en su campo? El verdadero labrador es paciente. Pero más paciente todavía es Dios mismo".

6. A veces la monición dedicará parte de su su atención a despejar obstáculos, dificultades de inteligencia, equívocos, pistas falsas. Así, por ejemplo, cuando Pablo habla de la carne y del espiritu, vale la pena anticipar lo que esto significa. Si los meandros del pensamiento del autor son complicados, se puede facilitar la escucha dando algunas pautas esquemáticas.

7. La monición no debe hacerla el lector. Entonces se confunden el texto de la monición y el de la lectura, con detrimento del relieve que a ésta debe dársele. Debe hacerla pues, otra persona distinta de la del lector.


II. Proclamación de la Palabra

1. El lector debe ser consciente de estar ejerciendo un ministerio profético, un servicio a la Palabra y al Pueblo de Dios. A través de todo su modo de actuar debe  testimoniar, es decir, manifestar y hacer visible esa fe en la Palabra.

Pero esa fe no le ahorra el cuidar los aspectos técnicos de la lectura. 

2. El primer criterio "técnico" es que lea despacio, muy despacio. Para eso debe controlar sus nervios. Es penoso ver a tantos lectores que van a la carrera leyendo el texto y, cuando han acabado, salen casi corriendo para abandonar el lugar y volver a su sitio. La prisa es el defecto principal en la mayoría de nuestros lectores, al menos los jóvenes. Ciertamente esa prisa es sólo el signo externo de un sentimiento de inseguridad, de miedo.

Es muy difícil erradicar este defecto. Pero si no se erradica, se destruye casi todo el efecto de la liturgia de la Palabra. La únical manera de combatir este vicio es ensayar antes al lector repetidas veces e irle acostumbrando al autocontrol, a la confianza humilde en su rol frente a la asamblea.

Una forma de control puede ser: en cada uno de los puntos que siguen a cada frase, debe intercalarse una respiración completa (inspirar-expirar); y.en las comas, un inspirar.

3. El segundo criterio es vocalizar bien, pronunciar de modo claro y distinto cada silaba, forzando, si es necesario, el movimiento de labios, boca, etc. También es ésta una cuestión muy descuidada en general entre nosotros, incluidos los actores de teatro, los locutores de televisión, etc.

4. Si se vocaliza bien y se lee despacio, se oye también bien; no hay que forzar ni levantar la voz.

De todos modos hay que cuidar la cercanía al micrófono, cuando éste es necesario, así como su volumen.

A veces conviene tener un colaborador sentado en los últimos bancos para que, por señas, diga cuándo no se oye (cosa, por lo demás, increíblemente frecuente).

5. Un defecto muy generalizado es el de bajar la voz al final del párrafo. Quiere decirse entonces que la mayoría de los finales de frase los pierde el público. Lo cual es grave. Se le roba buena parte del texto.

6. Aunque se lea, la lectura debe hacerse como si se la hablara.

Esto quiere decir:  

a) debe conocerse bien el texto, incluso alguna frase ha podido aprenderse de memoria;

b) se debe mirar frecuentemente a la asamblea y con calma, como en una conversación se mira a los ojos de la persona conla que se habla, y a veces fijamente, cuando se quiere inculcar algo o darle una emoción especial;

c) es fatal estar todo el tiempo mirando al libro, que acaba convirtiéndose en pantalla o muro de separación;

d) para esto es preciso saber leer "por adelantado", es decir, recoger con la vista toda la frase frase escrita, grabarla en la mente e  irla diciendo mirando ya al pueblo; por tanto, sin mirar al libro; quizá con una mano  se puede ir señalando discretamente el lugar donde se estaba antes de levantar las e levantar la vista; así se evita el peligro de perderse al volver al libro para iniciar el nuevo párrafo;

e) la postura corporal debe ser digna, erguida, con la cabeza levantada, como la de quien está anunciando el mensaje de la "buena nueva"

7. Una lectura es una interpretación (análoga a la del actor que interpteta un texto teatral). Para eso es fundamental conocer el género literario a que pertenece el texto. (Puede ser un relato, una conversación, una parábola, una amonestación, una plegaria, un himno...).

Cada uno de estos géneros exige su tono de voz, su modulación, su timbre adecuado. Hay que saber matizar. 

miércoles, 3 de abril de 2024

"Nunca hemos visto algo así en dos mil años"

Monseñor Rob Mutsaerts es Obispo Auxiliar de la diócesis de 's-Hertogenbosch, en los Países Bajos. Ya lo hemos mencionado en otras ocasiones [por ejemplo aquí] por su clara posición en estos momentos de tanta confusión en la Iglesia.

Transcribimos algunas declaraciones suyas en una entrevista de Javier Arias para InfoVaticana y publicadas en Messaainlatino.



“Son tiempos sumamente confusos para la Iglesia. Una de las principales tareas del Papa es aportar claridad donde hay confusión. En cambio, el Papa Francisco es selectivo al responder preguntas (nunca respondió algunas dudas) y sus respuestas a menudo se prestan a múltiples interpretaciones. Por tanto, introduce más confusión y división”.

“Consideremos Amoris laetitia: ¿está permitido recibir la Sagrada Comunión a quienes no están en estado de gracia? La respuesta inequívoca de la Iglesia siempre ha sido un firme "no". En cambio, Amoris Laetitia contiene muchas declaraciones cuya ambigüedad permite interpretaciones contrarias a la fe o a la moral, pero sin declararlas explícitamente”.

“¿Puede un sacerdote bendecir a los pecadores? Obviamente, sí. ¿Puede bendecir el pecado? Obviamente no. Es en este sentido que la Fiducia Supplicans constituye una desviación. Dice que las uniones homosexuales pueden ser bendecidas, pero esta es una doctrina contraria a las enseñanzas de la Iglesia Católica y ha surgido una gran controversia. No ayuda que el cardenal Fernández, ante las críticas, distinga artificialmente entre pareja y unión, lo que no tiene sentido. Después de todo, tenemos pareja cuando hay unión. Tampoco ayuda la afirmación del Papa Francisco de que los sacerdotes en las cárceles pueden bendecir incluso a los criminales más grandes. Por supuesto que pueden, pero no bendecimos sus actividades. Puedo bendecir a los ladrones, pero no al robo. Puedo bendecir a los homosexuales, pero no su unión. No excluyo que el Papa Francisco dé nuevos pasos en la dirección adoptada. Sabemos que donde no hay continuidad hay ruptura con la Tradición. Nunca hemos visto algo así en dos mil años, y que hay una ruptura con la Tradición es evidente por las reacciones adversas. En dos mil años, nunca habíamos visto tanta gente –y mucho menos un continente entero– oponerse a una declaración romana”.

“"Todos, todos, todos", repite el Papa Francisco: todos son bienvenidos. ¿Pero estamos seguros? De hecho, parece que se hace una excepción con los tradicionalistas. El tono de Traditiones Custodes es duro. Basta pensar en los nombres que se usan con los que aman la Tradición: "rígido" es el más amable. Basta con pedir celebrar una misa tradicional para ser rechazado. Un hombre tranquilo como el obispo Strickland fue destituido, mientras que no había nada en contra de los obispos alemanes y belgas que repetidamente apoyan cambios en la doctrina y la moral de la Iglesia”.


Respecto a la galopante descristianización en Europa, el obispo cita a Chesterton en "El hombre eterno", donde el autor inglés describe los numerosos momentos de la historia en los que el cristianismo parecía destinado a desaparecer: 

En El hombre eterno, Chesterton describe las «Cinco muertes de la fe», los cinco momentos de la historia en los que el cristianismo estuvo condenado a desaparecer. Chesterton menciona: (1) el Imperio Romano, (2) la época en que los ejércitos islámicos conquistaron el Medio Oriente y el norte de África, (3) la Edad Media cuando el feudalismo desapareció y surgió el Renacimiento, (4) la época en que los antiguos regímenes de Europa desaparecidos y los tiempos convulsos de las revoluciones, y finalmente (5) el siglo XIX, el siglo de Marx, Darwin, Nietzsche y Freud.

A cada crisis le siguió un tiempo de renovación, un tiempo de renacimiento. Cada vez la fe parecía ir a los tiburones, pero cada vez fueron los tiburones los que no sobrevivieron. Cada vez, el resurgimiento fue totalmente inesperado. Incluso ahora, la Iglesia parece estar llegando a su fin, pero podría resultar diferente. La ortodoxia ha sido normalmente la respuesta que ha anunciado la recuperación. Por supuesto, siempre hay voces que piden adaptarse a los tiempos. La Iglesia ciertamente debería hacerlo, siempre que no implique una adaptación de la fe. En cualquier caso, la solución no es bajar el listón, simplificar la fe.

Agradar al mundo secular siempre termina en la evaporación de la fe. La Iglesia siempre ha sobrevivido donde permaneció su identidad, a través de la reforma, la purificación y la revitalización. Quizás la implosión financiera esté ayudando a volver al núcleo. Quizás la Iglesia no se encuentre en tan mal estado. La Iglesia ya no tiene una posición central en el espectro del poder social. La Iglesia ya no tiene poder. Así, mientras que antes un párroco podía hablar para conseguirle a un feligrés una plaza en un asilo de ancianos, esos días han quedado atrás.

El poder tampoco es algo que deberíamos querer tener. El mismo Jesús fue muy claro: “Vosotros sabéis que los líderes mundanos muestran su poder, pero entre vosotros no debe ser así”. La Iglesia ha sido empujada a los márgenes de la sociedad. Creo que eso es algo bueno. En su época, San Francisco, que vivió la pobreza evangélica hasta todas sus consecuencias, causó más florecimiento en la Iglesia que cualquier prelado influyente. De manera similar, en nuestro tiempo, el trabajo supremamente servil y desinteresado de la Madre Teresa y sus hermanas ha creado más atención y buena voluntad para Cristo y su Iglesia que toda la influencia social que la Iglesia tuvo en los años del rico catolicismo romano.

La Iglesia ya no tiene que servir a los intereses del gobierno o de la mayoría. Para que ya no tenga que hablar por boca de nadie. Puede hablar a favor de los impotentes, de los marginados, de los discapacitados, de la vida no nacida, de todos aquellos que no tienen voz. La Iglesia puede volver a abrirse a la palabra de Jesús: «No debéis gobernar, sino servir». La Iglesia no debería desempeñar el papel de rey, sino más bien el de bufón de la corte. Perdonamos lo imperdonable, ponemos la mejilla a los hambrientos de poder, nos atenemos a posiciones porque creemos en ellas, cueste lo que cueste. La Iglesia por fin podrá volver a expresar con claridad lo que más ama en su corazón: la salvación de las almas. Nada más. Esto acercará a la Iglesia al Evangelio. Y esta es una victoria. Entonces habrá oportunidades de crecimiento”.

“Permaneciendo en silencio no se contribuye a la unidad de la Iglesia. La ambigüedad expresada en los mensajes del Vaticano crea confusión. Pone en peligro la credibilidad de la Iglesia, hace que la gente pierda la fe y lleva a algunos a abandonar la Iglesia abatidos, pero debemos animarlos y exhortarlos a que nunca abandonen la Iglesia”.

miércoles, 27 de marzo de 2024

Meditación sobre el Canon Romano, de Benedicto XVI

En esta víspera del Triduo Pascual,   transcribimos la magistral homilía del llorado Benedicto XVI en el Jueves Santo de 2009, hace 15 años.  Hemos añadido algunas fotografías propias, tomadas en templos de Buenos Aires.

Basílica del Santísimo Sacramento


Qui, pridie quam pro nostra omniumque salute pateretur, hoc est hodie, accepit panem. Así diremos hoy en el Canon de la Santa Misa. «Hoc est hodie». La Liturgia del Jueves Santo incluye la palabra «hoy» en el texto de la plegaria, subrayando con ello la dignidad particular de este día. Ha sido «hoy» cuando Él lo ha hecho: se nos ha entregado para siempre en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Este «hoy» es sobre todo el memorial de la Pascua de entonces. Pero es más aún. Con el Canon entramos en este «hoy». Nuestro hoy se encuentra con su hoy. Él hace esto ahora. Con la palabra «hoy», la Liturgia de la Iglesia quiere inducirnos a que prestemos gran atención interior al misterio de este día, a las palabras con que se expresa. Tratemos, pues, de escuchar de modo nuevo el relato de la institución, tal y como la Iglesia lo ha formulado basándose en la Escritura y contemplando al Señor mismo.

Lo primero que nos sorprende es que el relato de la institución no es una frase suelta, sino que empieza con un pronombre relativo: qui pridie. Este «qui» enlaza todo el relato con la palabra precedente de la oración, «…de manera que sea para nosotros Cuerpo y Sangre de tu Hijo amado, Jesucristo, nuestro Señor». De este modo, el relato está unido a la oración anterior, a todo el Canon, y se hace él mismo oración. En efecto, en modo alguno se trata de un relato sencillamente insertado aquí; tampoco se trata de palabras aisladas de autoridad, que quizás interrumpirían la oración. Es oración. Y solamente en la oración se cumple el acto sacerdotal de la consagración que se convierte en transformación, transustanciación de nuestros dones de pan y vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Rezando en este momento central, la Iglesia concuerda totalmente con el acontecimiento del Cenáculo, ya que el actuar de Jesús se describe con las palabras: «gratias agens benedixit», «te dio gracias con la plegaria de bendición». Con esta expresión, la Liturgia romana ha dividido en dos palabras, lo que en hebreo es una sola, berakha, que en griego, en cambio, aparece en los dos términos de eucharistía y eulogía. El Señor agradece. Al agradecer, reconocemos que una cosa determinada es un don de otro. El Señor agradece, y de este modo restituye a Dios el pan, «fruto de la tierra y del trabajo del hombre», para poder recibirlo nuevamente de Él. Agradecer se transforma en bendecir. Lo que ha sido puesto en las manos de Dios, vuelve de Él bendecido y transformado. Por tanto, la Liturgia romana tiene razón al interpretar nuestro orar en este momento sagrado con las palabras: «ofrecemos», «pedimos», «acepta», «bendice esta ofrenda». Todo esto se oculta en la palabra eucharistia.

Iglesia Ortodoxa Rusa de la Santísima Trinidad

Hay otra particularidad en el relato de la institución del Canon Romano que queremos meditar en esta hora. La Iglesia orante se fija en las manos y los ojos del Señor. Quiere casi observarlo, desea percibir el gesto de su orar y actuar en aquella hora singular, encontrar la figura de Jesús, por decirlo así, también a través de los sentidos. «Tomó pan en sus santas y venerables manos». Nos fijamos en las manos con las que Él ha curado a los hombres; en las manos con las que ha bendecido a los niños; en las manos que ha impuesto sobre los hombres; en las manos clavadas en la Cruz y que llevarán siempre los estigmas como signos de su amor dispuesto a morir. Ahora tenemos el encargo de hacer lo que Él ha hecho: tomar en las manos el pan para que sea convertido mediante la plegaria eucarística. En la Ordenación sacerdotal, nuestras manos fueron ungidas, para que fuesen manos de bendición. Pidamos al Señor ahora que nuestras manos sirvan cada vez más para llevar la salvación, para llevar la bendición, para hacer presente su bondad.

"Monumento" del Jueves Santo en la Basílica del Espíritu Santo

De la introducción a la Oración sacerdotal de Jesús (cf. Jn 17, 1), el Canon usa luego las palabras: “elevando los ojos al cielo, hacia ti, Dios, Padre suyo todopoderoso”. El Señor nos enseña a levantar los ojos y sobre todo el corazón. A levantar la mirada, apartándola de las cosas del mundo, a orientarnos hacia Dios en la oración y así elevar nuestro ánimo. En un himno de la Liturgia de las Horas pedimos al Señor que custodie nuestros ojos, para que no acojan ni dejen que en nosotros entren las “vanitates”, las vanidades, la banalidad, lo que sólo es apariencia. Pidamos que a través de los ojos no entre el mal en nosotros, falsificando y ensuciando así nuestro ser. Pero queremos pedir sobre todo que tengamos ojos que vean todo lo que es verdadero, luminoso y bueno, para que seamos capaces de ver la presencia de Dios en el mundo. Pidamos, para que miremos el mundo con ojos de amor, con los ojos de Jesús, reconociendo así a los hermanos y las hermanas que nos necesitan, que están esperando nuestra palabra y nuestra acción.

Después de bendecir, el Señor parte el pan y lo da a los discípulos. Partir el pan es el gesto del padre de familia que se preocupa de los suyos y les da lo que necesitan para la vida. Pero es también el gesto de la hospitalidad con que se acoge al extranjero, al huésped, y se le permite participar en la propia vida. Dividir, com-partir, es unir. A través del compartir se crea comunión. En el pan partido, el Señor se reparte a sí mismo. El gesto del partir alude misteriosamente también a su muerte, al amor hasta la muerte. Él se da a sí mismo, que es el verdadero «pan para la vida del mundo» (cf. Jn 6, 51). El alimento que el hombre necesita en lo más hondo es la comunión con Dios mismo. Al agradecer y bendecir, Jesús transforma el pan, y ya no es pan terrenal lo que da, sino la comunión consigo mismo. Esta transformación, sin embargo, quiere ser el comienzo de la transformación del mundo. Para que llegue a ser un mundo de resurrección, un mundo de Dios. Sí, se trata de transformación. Del hombre nuevo y del mundo nuevo que comienzan en el pan consagrado, transformado, transustanciado.

Hemos dicho que partir el pan es un gesto de comunión, de unir mediante el compartir. Así, en el gesto mismo se alude ya a la naturaleza íntima de la Eucaristía: ésta es agape, es amor hecho corpóreo. En la palabra «agape», se compenetran los significados de Eucaristía y amor. En el gesto de Jesús que parte el pan, el amor que se comparte ha alcanzado su extrema radicalidad: Jesús se deja partir como pan vivo. En el pan distribuido reconocemos el misterio del grano de trigo que muere y así da fruto. Reconocemos la nueva multiplicación de los panes, que deriva del morir del grano de trigo y continuará hasta el fin del mundo. Al mismo tiempo vemos que la Eucaristía nunca puede ser sólo una acción litúrgica. Sólo es completa, si el agape litúrgico se convierte en amor cotidiano. En el culto cristiano, las dos cosas se transforman en una, el ser agraciados por el Señor en el acto cultual y el cultivo del amor respecto al prójimo. Pidamos en esta hora al Señor la gracia de aprender a vivir cada vez mejor el misterio de la Eucaristía, de manera que comience así la transformación del mundo.

Después del pan, Jesús toma el cáliz de vino. El Canon Romano designa el cáliz que el Señor da a los discípulos, como «praeclarus calix», cáliz glorioso, aludiendo con ello al Salmo 23 [22], el Salmo que habla de Dios como del Pastor poderoso y bueno. En él se lee: «preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; …y mi copa rebosa» (v. 5), calix praeclarus. El Canon Romano interpreta esta palabra del Salmo como una profecía que se cumple en la Eucaristía. Sí, el Señor nos prepara la mesa en medio de las amenazas de este mundo, y nos da el cáliz glorioso, el cáliz de la gran alegría, de la fiesta verdadera que todos anhelamos, el cáliz rebosante del vino de su amor. El cáliz significa la boda: ahora ha llegado «la hora» a la que en las bodas de Caná se aludía de forma misteriosa. Sí, la Eucaristía es más que un banquete, es una fiesta de boda. Y esta boda se funda en la autodonación de Dios hasta la muerte. En las palabras de la última Cena de Jesús y en el Canon de la Iglesia, el misterio solemne de la boda se esconde bajo la expresión «novum Testamentum». Este cáliz es el nuevo Testamento, «la nueva Alianza sellada con mi sangre», según la palabra de Jesús sobre el cáliz, que Pablo transmite en la segunda lectura de hoy (cf. 1 Co 11, 25). El Canon Romano añade: «de la alianza nueva y eterna», para expresar la indisolubilidad del vínculo nupcial de Dios con la humanidad. El motivo por el cual las traducciones antiguas de la Biblia no hablan de Alianza, sino de Testamento, es que no se trata de dos contrayentes iguales quienes la establecen, sino que entra en juego la infinita distancia entre Dios y el hombre. Lo que nosotros llamamos nueva y antigua Alianza no es un acuerdo entre dos partes iguales, sino un mero don de Dios, que nos deja como herencia su amor, a sí mismo. Y ciertamente, a través de este don de su amor Él, superando cualquier distancia, nos convierte verdaderamente en partner y se realiza el misterio nupcial del amor.

Para poder comprender lo que allí ocurre en profundidad, hemos de escuchar más cuidadosamente aún las palabras de la Biblia y su sentido originario. Los estudiosos nos dicen que, en los tiempos remotos de que hablan las historias de los Patriarcas de Israel, «ratificar una alianza» significaba «entrar con otros en una unión fundada en la sangre, o bien acoger a alguien en la propia federación y entrar así en una comunión de derechos recíprocos». De este modo se crea una consanguinidad real, aunque no material. Los aliados se convierten en cierto modo en «hermanos de la misma carne y la misma sangre». La alianza realiza un conjunto que significa paz. ¿Podemos ahora hacernos al menos una idea de lo que ocurrió en la hora de la última Cena y que, desde entonces, se renueva cada vez que celebramos la Eucaristía? Dios, el Dios vivo establece con nosotros una comunión de paz, más aún, Él crea una “consanguinidad” entre Él y nosotros. Por la encarnación de Jesús, por su sangre derramada, hemos sido injertados en una consanguinidad muy real con Jesús y, por tanto, con Dios mismo. La sangre de Jesús es su amor, en el que la vida divina y la humana se han hecho una cosa sola. Pidamos al Señor que comprendamos cada vez más la grandeza de este misterio. Que Él despliegue su fuerza trasformadora en nuestro interior, de modo que lleguemos a ser realmente consanguíneos de Jesús, llenos de su paz y, así, también en comunión unos con otros.

Iglesia de Santa Magdalena Sofía Barat

Sin embargo, ahora surge aún otra pregunta. En el Cenáculo, Cristo entrega a los discípulos su Cuerpo y su Sangre, es decir, Él mismo en la totalidad de su persona. Pero, ¿puede hacerlo? Todavía está físicamente presente entre ellos, está ante ellos. La respuesta es que, en aquella hora, Jesús cumple lo que previamente había anunciado en el discurso sobre el Buen Pastor: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla» (cf. Jn 10,18). Nadie puede quitarle la vida: la da por libre decisión. En aquella hora anticipa la crucifixión y la resurrección. Lo que, por decirlo así, se cumplirá físicamente en Él, Él ya lo lleva a cabo anticipadamente en la libertad de su amor. Él entrega su vida y la recupera en la resurrección para poderla compartir para siempre.


Señor, Tú nos entregas hoy tu vida, Tú mismo te nos das. Llénanos de tu amor. Haznos vivir en tu «hoy». Haznos instrumentos de tu paz. Amén.

miércoles, 20 de marzo de 2024

Acerca del ministerio del lector

Dos breves notas publicadas varios años atrás por la revista Actualidad Pastoral, ambas referidas al correcto desempeño del ministerio del lector durante la misa.


***

La primera ("Lecturas") se refiere a la liturgia anglicana; hemos omitido los párrafos en los que se mencionan indicaciones  que se aplican exclusivamente al culto de esa iglesia.


Lecturas

Deben ser proclamadas -no simplemente leídas- pausada y enfáticamente. Suponen una cuidadosa preparación. Sobre el ministerio del lector transcribimos lo publicado en "Anglicanos" nº 27 - setiembre 1990.

El ministerio del lector

Leer las Sagradas Escrituras en los oficios públicos de la Iglesia es un privilegio y una gran oportunidad que se les ofrece a muchos laicos. Por eso, es imprescindible que se haga de forma tal que el mensaje de las Escrituras pueda ser presentado con dignidad y claridad para que sea asimilado por todos los presentes. En consecuencia, muchas iglesias tienen clases especiales para lectores. A continuación ofrecemos algunas sugerencias:

Lea las lecturas con anterioridad. Normalmente en la Iglesia se sigue un leccionario de modo que se sabe exactamente cuáles son las lecturas que corresponden a determinado día. Lea esas lecturas con suficiente tiempo para que usted se familiarice con ellas y las comprenda. Hay personas que practican frente a un espejo para percatarse de algunos gestos. No es justo llamar a una persona tres minutos antes del culto y pedirle que tenga una lectura. El mensaje de esa lectura es tan importante que necesita ser articulado eficientemente.

Voz y entonación. Cada lectura debe hacerse con voz clara, pronunciando cada palabra y con la debida entonación. Siempre la naturalidad es mejor que la afectación. Lea despacio, pronuncie correctamente y haga los énfasis donde correspondan. Tome nota de los puntos y comas. Haga contacto visual con la congregación regularmente. Mucha de la literatura bíblica es poética y por eso requiere atención especial.

Postura. La persona que va a leer debe estar lista para el momento indicado. No es de buen gusto que el oficiante tenga que llamar al lector o lectora, además de que interrumpe la secuencia litúrgica. No se apoye en el atril o ambón. Permanezca de pie en forma crecta con la cabeza erguida y no se ponga las manos en los bolsillos. Al cruzar frente al altar es costumbre hacer una reverencia discreta. No hace falta mencionar aquí que el lector debe estar bien presentado y hacer la lectura con solemnidad. Este no es el momento de buscar lentes apropiados o desconocer qué fragmento de las Escrituras se debe leer. Si se va a usar micrófono vea que éste esté graduado y no se acerque demasiado. Las ropas indecorosas o extravagantes no tienen lugar en la Iglesia.

Cómo comenzar. (...) [Algunas lecturas] tienen unas líneas introductorias en las que sitúan el pasaje en el contexto adecuado. En este caso, haga una pausa antes de comenzar la lectura propiamente dicha. Las rúbricas (...) señalan claramente cómo se anuncian las lecturas y qué debe decirse al final de las mismas. Antes de decir esto, debe hacer una breve pausa para que la congregación pueda responder al unísono (...).

                                                        ***

La segunda nota ("Saber leer") fue publicada originalmente en la revista Actualidad Litúrgica de México.


Saber leer

"No todos los que leen saben leer. Hay muchos modos de leer, según los estilos de las escrituras. No se han de leer las oraciones de Cicerón como los anales de Tácito, ni el panegirico de Plinio como las comedias de Moreto. Quiero decir que el que lee debe saber distinguir los estilos en que se escribe, para animar con su tono la lectura, y entonces manifestará que entiende lo que lee, y que sabe leer.

Muchos creen que leer bien consiste en leer aprisa, y con tal método hablan mil disparates. Otros piensan (y son los más) que en leyendo conforme a la ortografía con que se escribe, quedan perfectamente. Otros leen así, pero escuchándose, y con tal pausa que molestan a los que los atienden. Otros, por fin, leen todo género de escritos con mucha afectación, pero con cierta monotonía o igualdad de tono que fastidia. Estos son los modos más comunes de leer, y ustedes irán experimentando mi verdad, y verán que no son los buenos lectores tan comunes como parece".

 de El Periquillo Sarmiento, novela de José Joaquín Fernández de Lizardi

miércoles, 13 de marzo de 2024

"11 años después", por Luis Holmes

Nuestro amigo Luis Holmes nos remite una reflexión sobre el 11° aniversario del papado de Francisco I, en que nos relata sus sensaciones aquel 13 de marzo de 2013, de triste memoria.


13 de marzo de 2013. Mi señora y yo, después de comer, nos tiramos a dormir una breve siesta. Pusimos el despertador, ya que un rato después debíamos ir a buscar a nuestro hijo a la salida del turno tarde de su colegio.

Minutos después, cuando sonó la alarma, lo primero que hicimos fue prender el televisor del dormitorio, para saber si había alguna novedad del cónclave que se estaba desarrollando en Roma. Y en efecto, todos los canales anunciaban que había habido "fumata blanca" y que en cualquier momento se anunciaría el nombre del elegido. Mientras nos preparábamos para salir, estábamos pendientes de lo que escuchábamos en la tele. 

Cuando apareció el Cardenal Protodiácono nos sentamos en el borde de la cama, expectantes, frente a la pantalla. Mirábamos de reojo el reloj, porque la hora de salida del colegio se aproximaba; ello duplicaba los nervios del momento.

No bien el Protodiácono dijo "Georgium Marium", me agarré la cabeza y miré, desencajado, a mi señora, que estaba igual de impactada que yo.

No podíamos creer lo que acababa de ocurrir. Me quedé en casa, desolado frente al televisor, mientras mi señora iba a buscar a nuestro hijo.

Algunos amigos comenzaron a llamar por teléfono, compartiendo la alegría que empezaba a circular en sectores católicos argentinos, y a todos les respondí lo mismo: "Estoy impactado". De ese modo no mentía, sin tampoco "pincharles el globo" a quienes manifestaban esa inocente e ignorante euforia. Mi ánimo en ese momento era muy distinto.

Minutos después, las primeras palabras y la primera bendición desde la loggia de San Pedro ya confirmaron mis peores presentimientos. Esa fingida humildad;  la falta de los ornamentos y aclamaciones habituales ("Buona sera" en lugar de "Sia lodato Gesù Cristo"); esa sospechosa insistencia por llamarse "Obispo de Roma" (le hablaba a su "comunidad diocesana", a esa "bella ciudad" y anunció que iría a rezarle a María para que "custodie a toda Roma") en vez de autodenominarse Papa; esa velada demagogia...

A mis amigos más íntimos, ya desde los primeros días, les confié mi angustia. Algunos no podían creer lo que les contaba.

***

Conocí a Bergoglio personalmente a fines de los 70, cuando era Provincial de los jesuitas. Con un amigo (él apenas pasaba los 20 años y yo ni siquiera llegaba a ese edad) fuimos a verlo al Colegio del Salvador para plantearle una situación de una institución católica. Queríamos su opinión y su apoyo para resolver un problema que hacía tiempo obstaculizaba la vida de esa asociación. Con juvenil inocencia, le contamos todos los detalles de una asamblea que iba a tener lugar pocas semanas después, en la que finalmente se resolvería esa vieja cuestión.

Bergoglio nos escuchó atentamente, nos alentó  y nos dio todo su apoyo en nuestra inquietud.

Pero cuando llegó el día de la anunciada reunión, aparecieron varios ignotos "delegados", todos ellos procedentes de San Miguel (en las cercanías del Colegio Máximo), dotados de sendas credenciales que los habilitaban para votar en esa asamblea. Nadie los conocía,  nunca antes se habían puesto en contacto con los organizadores, y por su número podían decidir cualquier votación que se hiciera. 

La asamblea terminó en un escándalo. Bergoglio (a quien todos sabían detrás de la sucia maniobra) no pudo salirse con la suya (su intención era hacerse con el control de la institución), pero la anhelada solución al antiguo problema que la aquejaba se postergó por varios años.

Mis padres, así como amigos de mis padres y otros conocidos, todos ellos pertenecientes a la institución de marras, a cuya rama juvenil pertenecíamos mi amigo y yo (los que nos habíamos entrevistado con Bergoglio), que tenían varios años de militancia parroquial y conocían el paño jesuita,  cobraron desde entonces un especial recelo hacia ese nefasto personaje que, tras su hipócrita actuación ante mi amigo y yo, había montado ese artero ardid. Me corrijo: más que recelo era bronca e indignación.  Mi padre directamente no lo soportaba, y esa sensación persistió incluso siendo Bergoglio, unos 20 años después, Arzobispo de Buenos Aires.

Saltemos unos años hacia adelante. Hacia 20o3 ó 2004 compartí la mesa de una reunión familiar, junto con otros amigos, con un ex jesuita, que había dejado la Compañía precisamente por serios enfrentamientos con Bergoglio. En un momento de la animada conversación dijo esta frase que cito en forma textual, porque quedó grabada en mi memoria de modo indeleble: 

"Bergoglio quiere ser Papa; 

y si para ser Papa tiene que matar a la madre, 

va a matar a la madre".


Como es de imaginar, esa frase resonó con fuerza en mi mente hace exactamente 11 años.

Conocíamos también de forma personal y directa su carácter hosco y "amargo". Nunca habíamos visto una sonrisa sincera en su rostro. ¡Y cómo cambió eso después del 13 de marzo!

Como dije, en aquel fatídico marzo de 2013,  les conté a unos pocos amigos más íntimos mi verdadera opinión sobre el papa argentino supuestamente "humilde" y "pobre para los pobres". Algunos de ellos no podían creer lo que les relataba, pero no pasó mucho tiempo antes de que, uno a uno, todos reconocieran que tenía razón sobre el nefasto personaje: un obsesionado por el poder, autoritario y cínico.

En ámbitos eclesiales, esa misma opinión circulaba ampliamente en secreto. Me consta.  Una anécdota: en julio de 2013, durante una visita guiada a una iglesia porteña, de la que participé,  un sacerdote casi anciano (que, como párroco, había tenido que lidiar con el primero Coadjutor y luego Arzobispo de Buenos Aires) se manifestaba indignado por la elección de Bergoglio: "no sé cómo pudieron haberlo elegido Papa".

Pasaron los años, y hoy ya prácticamente no queda católico medianamente instruido que no opine pestes sobre el papa compatriota. Hace rato que cayó su careta de humildad, sencillez y pobreza, y quedaron a la vista los desastres doctrinales y disciplinares, su perfil de dictador, sus vergonzosos nombramientos, su "magisterio" ramplón, vulgar y casi monotemático,  su odio contra la fe tradicional de los católicos, sus guiños a los enemigos de la Iglesia... y la lista podría seguir. En las notas periodísticas sobre el papa en la Red, suelen estar desactivados los comentarios, ya que de lo contrario se llenarían (como ya ocurrió) de insultos. Los argentinos que tenían alguna ilusión de que visitara nuestro país no sólo ya la han abandonado, sino que han perdido todo interés. 

En fin: esto es sólo un resumen. Esta entrada podría extenderse casi indefinidamente en el mismo sentido.

Van 11 años de ese día nefasto. 



Al día siguiente, en la primera misa como papa, en la Capilla Sixtina, Francisco I dijo algo que -no lo sabíamos entonces, pero lo advertimos ahora- era  su inquietante plan de gobierno:

Si no confesamos a Jesucristo (...) acabaremos siendo una ONG asistencial, pero no la Iglesia, Esposa del Señor. 

¿Qué ocurre cuando no se edifica sobre piedras? Sucede lo que ocurre a los niños en la playa cuando construyen castillos de arena. Todo se viene abajo. No es consistente. 

Cuando no se confiesa a Jesucristo, me viene a la memoria la frase de León Bloy: «Quien no reza al Señor, reza al diablo». Cuando no se confiesa a Jesucristo, se confiesa la mundanidad del diablo, la mundanidad del demonio.

Luis Holmes 


Van 11 años convirtiéndonos en una ONG asistencial que no confiesa a Jesucristo, que no edifica sobre la roca firme del Señor y de su Evangelio, que ha caído en la diabólica mundanidad.