miércoles, 29 de mayo de 2019

A la Iglesia que alegró mi juventud

Transcribimos un artículo publicado hace algunos años en El Cruzamante, que a su vez lo tomó de Semper Fidelis. Fue escrito hace ya algún tiempo por D. Rafael Gambra Ciudad y publicado en su momento en "Luz de Tradición", de la ciudad de Sevilla. Hemos hecho unas pequeñas correcciones al texto, allí donde encontramos erratas evidentes, concretamente algunos errores de tipeo

El artículo tiene el mérito de ir al meollo de la cuestión de la crisis actual de la Liturgia y de la religión en general: la falta de fe de muchos sacerdotes. A continuación el texto:




AL DIOS Y LA IGLESIA QUE ALEGRARON MI JUVENTUD


Siempre me admiró la forma como la Iglesia Católica se entrañaba en la vida de los pueblos y de las familias. Cómo sostenía sus costumbres, haciéndose carne en ellas, y cómo a la vez las santificaba. ¡Qué obra de arte, de armonía y de profundidad fue la civilización cristiana! Las plegarias cotidianas y los toques de oración señalaban las horas del día. Las fiestas y el año litúrgico marcaban los tiempos, las faenas y el descanso..

Cristianas eran las alegrías y cristianos los dolores del pueblo cristiano. Santo el nombre de cada humano, y su fiesta era de un santo. Un sacramento alumbraba la vida que nacía; otro, la plenitud gozosa del matrimonio; otro consolaba al que se iba de este mundo.

¡Qué fácil era para el cura de pueblo, desde la dignidad de su sotana, mantener el respeto reverencial y a la vez el gesto amable y paternal! ¡Qué figura venerable la del párroco de nuestra juventud! Cómo acudían a él los niños a besarle la mano, pronunciando el "Ave María Purísima". Y a escuchar de sus labios siempre una palabra de padre. Él era inequívocamente pastor, y a él acudían para consuelo y consejo las tribulaciones de la juventud y las penas de la vejez. Y aquellas gentes tenían como la mayor honra de su vida ver a un hijo suyo sacerdote.

¡Qué grandeza la de los templos que nuestra fe levantó! En cualquiera de nuestras aldeas su templo parroquial vale más que todo el pueblo junto.

Y qué dignidad y belleza la del culto divino, aun con los medios más modestos. El latín, el canto gregoriano, la solemnidad de la misa "de Angelis", obras de una tradición milenaria. Y en el funeral por el que se nos fue, qué estremecimiento íntimo en el oficio de difuntos, en el "Dies irae", en el responso final... Las devociones sinceras de la Virgen del lugar, las procesiones de santos, la romería anual... apostolado sencillo, religión entrañada y de verdad, que nos hizo llegar pujante y consoladora la fe de nuestros mayores, la del mismo Cristo...

Pero llegó el post-concilio y con él, el "nuevo cura". Ya todo terminó. Él sabe más que veinte siglos de catolicidad. En su inmenso portafolios lleva un nuevo culto, casi una nueva religión, que aprendió de maestros holandeses. Y un inmenso desprecio por la fe de aquel lugar.

Ya no vestirá sotana, vestirá como cualquiera, y con torpe desenvoltura tratará de hablar y de reír como los demás. Con él viene "la Iglesia de los pobres", pero él será el primer párroco con coche ("instrumento de trabajo" para no estar nunca en el pueblo). Para reconocer en él al cura es preciso apelar a nociones abstractas, porque lo que se ve es la antítesis, su negación misma.

¡Qué afrenta a la fe, que desprecio al pueblo fiel! Ya no hay unción ni respeto, ni devoción, ni fervor. Solo ruidos, innovación, petulancia e impiedad. Ya los niños no acuden al paso del sacerdote. ¿A qué fin?. Todo cuanto ha existido debe ser cambiado por "preconciliar". Ya no suenan las campanas del Angelus, ni el pueblo se reúne en la Misa Mayor. Fiestas y procesiones han sido alteradas o suprimidas sin el menor respeto; incluso el santoral ha cambiado. El culto divino se ha extenuado hasta su extremo. Ya no existe el latín, ni el gregoriano de la liturgia católica; toda la polifonía clásica ha sido extirpada. Salmos con ritmo protestante y ritmos irreverentes han ocupado su lugar. Y la estridencia, la improvisación constante, el mal gusto. Altavoces por todas partes con su resonancia metálica, altavoces de feria en el templo, hasta en los entierros. (Sordo debe ser su Dios, o no los quiere escuchar). El silencio, el recogimiento, la oración personal, no tienen ya cabida en el templo.

Y como substancia de toda esta siniestra algarabía, la prédica "social". ¡Que todos la escuchen callados, y que nadie se arrodille al comulgar...! Violencia a las almas, violencia a las conciencias y a la sensibilidad... todo en nombre de la libertad y del "hombre moderno". Mientras tanto, las costumbres se corrompen en los pueblos, y la fe se pierde en las almas. ¿Quién enderezará ya todo esto, qué sembrara de nuevo la fe? ¡Daños, Señor, paciencia y fortaleza para tantos males aguantar!

3 comentarios:

  1. Impecable escrito acerca de la devastadora realidad de la vida cristiana en occidente. Me quedo con una frase: "siniestra algarabía". Benedicto XVI decía que la crisis de la Iglesia se hace patente en la mundanización de la Liturgia. Con sencillas y profundas palabras el autor expresa la misma idea.

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  2. Al principio de mí vida (tengo 34 años) tuve la experiencia de conocer, en la parroquia de mí barrio a un cura de esos a la antigua. Siempre de sotana, a confesarse de rodillas y si entraba un perro a la iglesia paraba la misa para echarlo. Todos comentaban que era un viejo vinagre, pero a mí me parecía un tipo lógico. Con qué gusto me confesaria con el. Me marco. Hoy tengo que soportar en la capilla de mí barrio que cuando el cura hace la consagración una nena le tironea los pantalones y él no dice nada. En tan poco tiempo cambiaron mucho las cosas lamentablemente ¿Tendremos la oportunidad de volver a ver a otro Benedicto XVI como pontífice?¿Alguien que ponga un poco de orden? Eso espero

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  3. Coincido. Eso esperamos... contra toda esperanza.

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