miércoles, 26 de febrero de 2020

Una magistral visión sobre la cuestión de la Liturgia después del Vaticano II


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No es la primera vez que esta humilde Escala de Jacob cita al excelente blog La Buhardilla de Jerónimo (inactivo hace ya mucho tiempo). En esta ocasión tomamos de allí un fragmento del prólogo de Vittorio Messori a un libro de monseñor Nicola Bux sobre la Liturgia. En este fragmento, Messori expresa de un modo magistral lo que muchos pensamos acerca de lo que pasó con la Liturgia en los años postconciliares; por eso tomamos prestadas sus palabras, claras y penetrantes. Los destacados son nuestros. Una buena reflexión para este Miércoles de Ceniza.




«La crisis litúrgica que ha seguido al Concilio Vaticano II ha causado un cisma, con excomuniones latae sententiae, ha provocado incomodidades, polémicas, sospechas, acusaciones recíprocas. Y, tal vez, ha sido uno de los factores – uno, digo, no el único – que ha determinado la hemorragia de practicantes, incluso los de Misa festiva únicamente. Y bien, podrá parecer singular pero, en lo que a mí respecta, una tempestad así no ha disminuido sino más bien aumentado mi confianza en la Iglesia.
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Trato de explicarme usando la primera persona singular, refiriéndome, por lo tanto, a una experiencia personal: una falta de modestia, según algunos; según otros, en cambio, el modo más simple para ser claros y directos. Ocurre, de hecho, que a pesar de la edad, no tengo más que un brevísimo recuerdo del culto “antiguo” de la Iglesia. Habiendo crecido en una familia agnóstica, educado en escuelas laicistas, descubrí el Evangelio – y, furtivamente, comencé a entrar en las iglesias como creyente y ya no sólo como turista – precisamente muy poco tiempo antes de la entrada en vigor de la reforma litúrgica que, en lo que a mí respecta, significaba solamente la “Misa en italiano”.
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En definitiva, prendí la historia por el final. Sólo algunos meses después hube encontrado los altares dados vuelta, con el nuevo kitsch de pacotilla en compensación, aluminio, plástico, para sustituir el “triunfalismo” de los altares antiguos, a menudo realizados por maestros, con oro y mármoles preciosos. Pero ya desde hacía algún tiempo veía – sorprendido en mi inocencia de neófito – las guitarras en el lugar de los órganos, los jeans del vicario asomándose por debajo de los ornamentos que se querían “pobres”, las prédicas “sociales” con debate, la abolición de lo que llamaban “incrustaciones devocionalísticas” como la señal de la cruz con agua bendita, los reclinatorios, las velas, el incienso. Además constataba la desaparición de las estatuas de los santos populares, incluso de los confesionarios que, descubrí luego, se habían puesto de moda -en las casas “lujosas”- transformados en barras de bar.
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Todo esto era realizado por clérigos que sólo hablaban de “democracia en la Iglesia” afirmando que ésta era reclamada por un “pueblo de Dios” al cual, sin embargo, no se preocupaban de consultar. El pueblo, se sabe, es “soberano”, debe ser respetado, más aún venerado, pero sólo si acepta los esquemas de la Nomenklatura, sea política, social o también religiosa. Si no está de acuerdo con quien tiene el poder de bajar línea debe ser reeducado según el esquema de la ideología triunfante en aquel momento. Para mí, que había apenas llamado a las puertas de la Iglesia muy contento de aceptar la stabilitas – tan atrayente y consoladora para quien no había conocido más que la precariedad del mundo –, esa devastación de un patrimonio milenario me tomaba de sorpresa y me parecía, más que moderna, anacrónica. Me parecía, sobre todo, vislumbrar un abuso de los sacerdotes contra la propia gente. La cual, por cuanto yo sabía, nada había pedido, no se había organizado en comités para la reforma, no había firmado cartas o cortado calles y caminos para terminar con el latín (“lengua clasista”, pero sólo según los intelectuales demagogos), o para tener de frente la cara del sacerdote durante toda la Misa, o para hacer lecciones políticas durante la liturgia, o para condenar como alienantes las prácticas de piedad que, por el contrario, les eran queridas como vínculo con los propios ancestros. La revuelta, en cambio, fue de algunos grupos de fieles enseguida silenciados y tratados por los medios católicos como incorregibles nostálgicos, quizás un poco fascistas – reunidos bajo el lema, venido de Francia, “on nous change la réligion”, nos cambian la religión. En resumen, a pesar de ser querida por los paladines de la “democracia”, la reforma litúrgica (dejando de lado los contenidos, hablo ahora del método) fue la menos “democrática”, no consultó a los fieles del presente y rechazó lejos a los del pasado. ¿No es, tal vez, la Tradición, como ha sido dicho, la “democracia de los muertos”? ¿No es el “dar la palabra” a los hermanos que nos han precedido?
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Antes aún, lo repito, del juicio de valor, se trató de una operación clerical de vértice, que fue bajada desde lo alto sobre el “pueblo de Dios”, habiendo sido pensada, realizada, impuesta a quien no la había pedido o, incluso, la aceptó con resistencia. Entre los fieles desorientados estuvo quien, no pudiendo hacer de otra manera, “votó con los pies”, en el sentido de emplearlos, los domingos, para alcanzar otras metas y no para ir a un culto que no sentía más suyo.
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Pero, para aquel novicio que yo era respecto a las cosas católicas, había otro motivo de estupor. No habiendo tenido, antes, particulares intereses religiosos y siendo extraño a la vida de la Iglesia, sabía que estaba en curso el Vaticano II por algunos títulos de periódico, sin introducirme en la lectura de los artículos. Nada sabía, por lo tanto, de los trabajos y de los largos debates, con desencuentros entre escuelas contrapuestas, que habían conducido a la Sacrosanctum Concilium, la Constitución sobre la liturgia que fue el primer documento producido por aquella Asamblea conciliar. Junto a las otras actas conciliares, el texto lo leí “después”, cuando la fe irrumpió de improviso en mi vida. Leí, y como decía, quedé sorprendido: la revolución que veía en la práctica eclesial no parecía tener mucho que ver con el prudente reformismo recomendado por los Padres. Leía cosas como: “Se conservará el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo derecho particular”; no encontraba ninguna recomendación de modificar la orientación del altar; no había nada que justificase la iconoclastia de cierto clero que provocaba la alegría de los anticuarios malvendiendo todo cuanto no hiciese la Iglesia desnuda y desadornada como un garaje. Lugar de asamblea participada, decían, de confrontación y de debate, no de culto alienante ni  ¡horror supremo! – insulto a la miseria del proletariado con el fulgor de los oros y la exhibición del arte.
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En fin, no comprendía: los ultras de la democracia eclesial la desmentían, imponiendo los propios esquemas teóricos al “Pueblo de Dios” sin ocuparse de lo que pensarían y aislando, ridiculizando a los disidentes. Y los ultras de la “fidelidad al Concilio” – y eran casi siempre las mismas personas – hacían lo que el Concilio no había dicho que se hiciera o incluso lo que recomendaba no hacer».

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