miércoles, 14 de febrero de 2024

Tiempo de Cuaresma: "Qué testigos son necesarios"

Nuestro reencuentro después de la pausa veraniega coincide con el comienzo de la sagrada Cuaresma. Elegimos para la ocasión un texto de Hans Urs von Balthasar, un "sermón radiofónico" sobre temas de la Cuaresma, publicado en el libro "Tú coronas el año con tu gracia" ¹.

El fragmento que transcribimos hace referencia al texto de la Transfiguración, muy propio de este tiempo, que en la actual distribución del Leccionario corresponde en todos los ciclos al Segundo Domingo de Cuaresma. Le añadimos una ilustración (el texto original carecía de ellas). Se trata de una foto propia, tomada en la iglesia ortodoxa San Jorge del Patriarcado de Antioquía, ubicada en la Ciudada de Buenos Aires.


Testigo de Cristo no es el que ha experimentado algo y da cuenta de estas experiencias internas y externas suyas. Muchos experimentan muchas cosas y, en el nivel de la experiencia, han experimentado muchas cosas mucho más estrafalarias, más fantásticas, que los testigos de Jesús. Esta experiencia no es un criterio del testimonio.

Testigo de Cristo no es el que, en lo que tiene que testimoniar, procediendo correctamente o con valentía y estupendamente, ha aprobado el examen con la mejor nota. Hay muchos que han aprobado los exámenes de Dios con sobresaliente (o al menos lo creen así), mientras que esto no se puede decir, desde luego, de Pedro, Santiago y Juan (también éste se durmió en el monte de los Olivos y estuvo rendido de sueño en el monte de la transfiguración).

Testigo de Jesús no es la persona espiritualmente cultivada acicalada,  perfumada, adornada con todos los medios de la cosmética espiritual, refinada, pulida, atildada, sino ese pobre diablo que no es nada y no tiene nada, porque lo ha entregado y lo ha dejado todo a Dios, y sobre todo a sí mismo, con la esperanza de que, si busca a Dios, todo lo demás le será dado por añadidura.

Sí, esto es realmente decisivo. El que se preocupa por su personalidad cristiana y su autorrealización, siempre, lo quiera o no, estará inquieto por su propio crecimiento, mientras que el testigo de Cristo por excelencia pronunció estas palabras: «Es conveniente que él crezca y que yo disminuya». El que se preocupa por su personalidad cristiana, tarde o temprano, consciente o inconscientemente, de un modo manifiesto u oculto, terminará poniendo el ídolo de la psicología en el altar en que deberían estar la palabra, la teología de Dios. El hombre ético, el moral, el que está bien formado religiosamente es siempre, una vez más, el hombre, el santo yo, el sagrado egoísmo.

Jesús necesita testigos de la Iglesia. Hombres que se hayan hecho a sí mismos completamente indiferentes, porque en el Tabor y en el monte de los Olivos han visto y oído lo que «ningún ojo humano ha visto, ningún oído humano ha oído, lo que no ha llegado al corazón de ningún hombre»., es decir, lo que sucede en el corazón de Dios y lo que él ha concedido ver, oír, experimentar a sus elegidos. Sólo hombres así, que se hayan olvidado y perdido completamente a sí mismos, se hayan extraviado, hayan sido encontrados por Dios, influyen en los hombres como testigos de Cristo. Pablo era un hombre así, y en Pablo no se da una psicología, porque ya no vive siendo él, sino que es Cristo el que vive en él: ¿Es Cristo, es el Espíritu Santo y la gracia de Dios; son la fe, la esperanza, la caridad un hecho psicológico? A los hombres les convence de la fuerza y de la verdad del hecho cristiano justamente, lo que en último término escapa a las categorías de la psicología profunda y la psiquiatría, por mucho que éstas se esfuercen. Este hombre es distinto de los otros: ¿De dónde lo toma? ¿De qué vive? Está dispuesto inmediatamente a decírnoslo. si queremos oírlo: «Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor 5,15). «Todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él..., para conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos» (Flp 3,8-10). Si la existencia del cristiano no testimonia la verdad del cristianismo, a saber, que Cristo, Dios y Hombre, murió y resucitó por nosotros pecadores, ¿para qué sirven entonces la predicación y el catecismo y todas las bibliotecas teológicas? El cristianismo no quiere ser verdadero en sí, quiere ser verdadero en nosotros; nosotros mismos, en nuestra vida, en nuestra fe, esperanza y caridad, nuestro sufrimiento y victoria, debemos ser los testigos del Señor.


Jesús necesita testigos de la Iglesia. Los necesita también de sí mismo. No todo en el cristianismo hay que reducirlo a la eficacia social. Hay un excedente que no cabe en la obsesión de la racionalización y el racionamiento de nuestra época. Realmente es muy chistosa esta relación entre razón y ración. Donde la ratio, la razón calculadora, lo domina todo, pronto cada cual tendrá que contentarse con la ración que se le asigna racionalmente; donde la técnica tiene hoy la última palabra, mañana la tendrá el comunismo. El cristianismo, por el contrario, es la religión de la libertad para Dios, de la libertad que Dios trae y que Dios es. La caridad no cabe en ningún cálculo; tampoco en el de la Caritas organizada y la Iglesia. A ella se le escapa lo más importante: la libre elevación del corazón a Dios, la oración sobre todo, la adoración, el agradecimiento, el corazón que se entrega a sí mismo completamente a Dios. Esto es lo que el Señor llama lo único necesario y lo que, desde luego, se le escapa por las mallas a cualquier estadística. Yo no digo que toda estadística tenga por esto que ser del diablo, aunque ésta era la opinión del Antiguo Testamento, puesto que la ira de Dios se alzó contra David porque hizo que se llevara a cabo un censo de la población, naturalmente para exhibir su poder de rey y, por eso, de qué modo tan pomposo había traído ya a la tierra el reino de Dios. Pero pongámonos la mano en el corazón: cuando se registra estadísticamente la cantidad de confesiones y comuniones, ¿no sería entonces lo único necesario saber qué confesiones y comuniones son, o qué amor de Dios se expresa verdaderamente en ellas? Lo único necesario es que los hombres testimonien la gloria del amor de Dios al mundo. Que, dando testimonio, adoren, y, adorando, den testimonio. Tabor: desde muy antiguo, éste fue en la Iglesia el nombre y el lugar de la contemplación. Contemplar a Dios en su gloria, por sí misma. Tres son elegidos para esto: la vida contemplativa es elección. No se entra en el convento para ser llamados “perfectos”. No se entra por sí mismo, sino por Dios. No se entra porque uno quiere, sino porque se sabe que uno tiene que entrar, y por eso entonces también se quiere. Los conventos  contemplativos son como la cúspide de la torre de la Iglesia terrenal, como una bandera que ondea allá arriba, desplegada al viento de Dios, y testimonia sobre la tierra el amor de Dios. Cuando los cristianos hacen la pregunta: ¿Para qué sirven ya los conventos contemplativos?, otras personas harán mañana la pregunta: ¿Para qué sirven ya estas iglesias y catedrales, cuya conservación cuesta tanto dinero al Estado? Y otras, pasado mañana quizá: ¿Para qué le sirven a la humanidad los poetas, los artistas, los sabios que no son químicos y físicos? Son irracionales, no los necesitamos.

En el monte se transfiguró Cristo, y por eso necesita testigos. Testigos que arriesguen su existencia por dar testimonio, a los que les baste como meta de su vida atestiguar la luz en el monte, la ciudad en el monte, la libertad de Dios en el monte. Tal testimonio es más una carga que una dignidad. Exige una vida que conozca y propague el aire del monte, el aire de las alturas. Nada la puede sustituir; para la santidad no hay una lámpara bronceadora ni un vaporizador del ozono. Es auténtica, o no lo es de ninguna manera. Todo depende, en último término, de un sencillo cambio de agujas: el primer carril lleva al yo, a la personalidad cristiana; el segundo, a Dios y al testimonio de la fe. A la sencilla expresión: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu voluntad». A la sencilla expresión: «No como yo, sino como quieres Tú, Padre». Más difícil que esto no es el cristianismo.


¹ Hans Urs von Balthasar: "Tú coronas el año con tu gracia" - Sermones radiofónicos. Ediciones Encuentro, Madrid, 1997

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