miércoles, 22 de diciembre de 2021

Cómo celebrar la Navidad en el Hemisferio Sur



Cómo celebrar la Navidad en el Hemisferio Sur 

Estas líneas están dirigidas a quienes reúnen estas dos características: son católicos y viven en el Hemisferio Sur. 

Son sencillamente algunas propuestas para celebrar la Navidad aquí, en esta tierra que, en palabras de Rubén Darío, «aún reza a Jesucristo y aún habla en español».

Una Navidad sin nieve ni frío 

Como el 25 de diciembre coincide con los días del solsticio de invierno en el Hemisferio Norte, donde además nieva en muchos lugares, la iconografía “boreal” de la Navidad incluye nieve y muchas cosas vinculadas con la nieve y el frío. 

Pero en el Hemisferio Sur hace calor. Mucho calor. No es fácil explicar qué curioso “coloniaje cultural” hace que decoremos nuestras Navidades con nieve, medias de lana, trineos, bufandas y chimeneas, cuando la realidad es que aquí en diciembre soportamos temperaturas altísimas. 

Alguien podría alegar que la nieve está vinculada con la verdad histórica acerca del Nacimiento del Señor, ya que Jesús nació en el Hemisferio Norte, donde para esta época hace frío. Eso sólo podría aceptarse si creyéramos que Jesús nació en diciembre, pero, como sabemos, no existe ningún dato que nos permita inferir en qué época del año tuvo lugar el nacimiento. La fecha del 25 de diciembre fue elegida en relación con una fiesta pagana, la del Nacimiento del Sol, vinculada, es verdad, al solsticio de invierno septentrional; pero de ningún modo es lícito suponer que Jesús efectivamente nació en tal fecha. A partir de los datos bíblicos, más bien habría que pensar lo contrario, a saber, que el nacimiento no tuvo lugar en medio del crudo invierno, ya que no habría sido buena época para hacer un censo (los romanos eran muy prácticos para esas cosas), ni para que los pastores acamparan al aire libre cuidando «sus rebaños durante la noche» (Lc 2, 8). De modo que, ni el hecho histórico del nacimiento de Jesucristo estuvo vinculado con la nieve, ni nuestras celebraciones, que tienen lugar a fines de la primavera y a comienzos del verano, justifican que pongamos nieve (ni cristales de nieve, ni muñecos de nieve, ni gorros para nieve, etcétera...) en nuestros arbolitos, pesebres, vidrieras y decoraciones navideñas. 

Algo análogo hay que decir de las comidas que solemos preparar y deglutir para las Fiestas, como fruto de nuestra curiosa manía de imitar lo que hacen los del Norte: frutas secas, turrones, pavos... alimentos ricos en calorías y muy adecuados a tiempos de bajas temperaturas... pero totalmente inadecuados para los terribles calores de nuestro tórrido verano austral.



Una Navidad sin «Santa» 

Un personaje cuya vinculación con el verdadero sentido de la Navidad es prácticamente inexistente, pero que ha “copado” nuestras fiestas al calor del mismo “coloniaje cultural” a que hacíamos referencia antes, es Santa Claus.  

Pero vayamos por partes. 

Podemos distinguir tres “aspectos” o etapas en la conformación de la figura de Santa Claus. 
1) Originalmente, Santa Claus no es otro que San Nicolás, célebre obispo de Mira (en la actual Turquía), muerto a mediados del siglo IV y muy venerado desde tiempos antiguos tanto en Oriente como en Occidente. En su biografía (en la que se mezclan algunos datos históricos con numerosos elementos legendarios) sobresalen, ante todo, los numerosos milagros que se cree realizó durante su vida, y sus obras de caridad. En particular, recordemos tres episodios: vendió todos sus bienes y los repartió entre los necesitados; hizo posible el matrimonio de tres jóvenes pobres, condenadas por su padre a la prostitución, ofreciendo como dote tres bolsas de monedas de oro que arrojó por una ventana; resucitó a tres estudiantes (o niños) muertos, descuartizados y arrojados a un saladero por un carnicero (o, según otras versiones de la leyenda, por un posadero que no tenía qué servir a sus clientes y pensaba ofrecerles la carne de los niños). Como las reliquias de San Nicolás fueron trasladadas a Bari en el siglo XI, se lo conoce como San Nicolás de Bari. Su fiesta, al menos desde el siglo IX, se celebra el 6 de diciembre.
2) En el siglo XII se comenzó a regalar dulces a los niños la víspera de la fiesta de San Nicolás. Esta costumbre se relaciona con el recién mencionado milagro de los niños, así como con la temporada prenavideña (y también, al parecer, con la cercana fiesta de los Santos Inocentes). Pero en Alemania, por influjo de mitos germánicos, el folklore pagano sustituyó a San Nicolás por el “Hombre de Navidad” (Weihnachtsmann). Poco a poco, el nombre de San Nicolás de Bari fue sustituido por “Santa Claus”. La devoción, muy fuerte en los Países Bajos, pasó a América del Norte llevada por los numerosos inmigrantes holandeses que protagonizaron la fundación de los Estados Unidos. 
3) Pero lo más curioso de todo es que la figura de Santa Claus, tal como hoy la conocemos, es un invento de la empresa Coca-Cola. En efecto, la evolución iconográfica de Santa Claus culmina con un plan publicitario de esa empresa de bebidas, en la Navidad de 1930. Como cartel anunciador de su campaña navideña, la empresa publicó una imagen de Santa Claus escuchando peticiones de niños en un centro comercial. Aunque la campaña tuvo éxito, los dirigentes de la empresa pidieron a un pintor de Chicago, de origen sueco, llamado Habdon Sundblom, que “remodelara” el Santa Claus que habían usado. Sundblom tomó como primer modelo a un vendedor jubilado llamado Lou Prentice, e hizo a un Santa Claus más alto y gordo, de rostro alegre y bondadoso, con ojos pícaros y amables, y lo vistió de color rojo con ribetes blancos, que eran (y son) los colores oficiales de Coca-Cola. El personaje estrenó su nueva imagen, con gran éxito, en la campaña de 1931, y el pintor siguió haciendo retoques en los años siguientes. Los dibujos y cuadros que Sundblom pintó entre 1931 y 1966 fueron reproducidos en todas las campañas navideñas que Coca-Cola realizó en el mundo, y tras la muerte del pintor en 1976, su obra ha seguido difundiéndose constantemente. La “leyenda” de Santa Claus, ya en esta etapa comercial y secularizada, se fue completando progresivamente con elementos cuya vinculación con el nacimiento de Jesucristo es absolutamente nula: “Santa” vive en el Polo Norte, se desplaza en trineo tirado por renos que vuelan —todos tienen nombre y uno de ellos es especial, tiene nariz roja y se llama Rudolph (¿!!!?)—, es ayudado por gnomos, etcétera.
San Nicolás de Bari, naturalmente, es respetable y digno de devoción. Pero resulta chocante, y en algún punto vergonzoso, que un gorro invernal con los colores de la Coca-Cola, puesto sobre cualquier cosa, desde el logo de una empresa hasta una vedette con poca ropa, transforme a esa cosa en algo “navideño”. Y si nos referimos a la versión “latina” de Santa Claus, nuestro “Papá Noel”, hay que reconocer que ni siquiera guarda relación con la figura de San Nicolás: más bien habría que ubicarlo como resultado de la cruza entre el neutral y pagano “Hombre de Navidad” y la comercial y globalizante Coca‑Cola...


Una Navidad con un arbolito cristiano

Como sabemos, el árbol es uno de los símbolos más universales: prácticamente aparece en todos los pueblos y culturas expresando —entre otros significados— la vida inagotable que vence a la muerte, el vínculo entre lo subterráneo, lo terrestre y lo celestial, el “eje del mundo”, la fuente por excelencia de vida y de salud, de refugio y de alimento... 

También en la Sagrada Escritura aparecen innumerables árboles expresando los mismos significados o acompañando acontecimientos significativos de la historia del Pueblo de Dios. Pero son sobre todo «el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal» (Gen 2, 9), con las propiedades y consecuencias que todos conocemos, los que acaparan la atención de la iconografía y de la Liturgia, sobre todo por contraposición con la Cruz de Cristo, que es vista también como un árbol. La Liturgia del Viernes Santo lo proclama maravillosamente: 
«Esta es la cruz de nuestra fe,
el más noble de los árboles;
ningún bosque produjo otro igual en ramas, flores y frutos.
¡Árbol precioso, benditos clavos, 
que lleváis tan dulce carga! (...)

 El Creador tuvo compasión de Adán, nuestro padre pecador, 

            que al comer el fruto prohibido se precipitó hacia la muerte; 

                               y para reparar los daños de ese árbol 

                                       Dios eligió el árbol de la cruz. (...) 

                 En el plan de nuestra salvación estaba previsto de antemano 

                   que los engaños del demonio fueran desbaratados por Dios 

                                      sacando el remedio de un árbol, 

                                       así como vino de un árbol el mal». 


El Árbol de Navidad fue originariamente un símbolo pagano, procedente de los mitos germánicos,  y reunía ese múltiple significado que evocamos más arriba. Pero «independientemente de su origen histórico, el árbol de Navidad es hoy un signo fuertemente evocador, bastante extendido en los ambientes cristianos; evoca tanto el árbol de la vida, plantado en el jardín del Edén (cf. Gen 2,9), como el árbol de la cruz, y adquiere así un significado cristológico: Cristo es el verdadero árbol de la vida, nacido de nuestro linaje, de la tierra virgen Santa María, árbol siempre verde, fecundo en frutos. El adorno cristiano del árbol, según los evangelizadores de los países nórdicos, consta de manzanas y dulces que cuelgan de sus ramos. Se pueden añadir otros "dones"; sin embargo, entre los regalos colocados bajo el árbol de Navidad no deberían faltar los regalos para los pobres: ellos forman parte de toda familia cristiana» (Directorio sobre Piedad Popular y Liturgia, n. 109).  


En 1998, Juan Pablo II, agradeciendo el regalo de un gran árbol de Navidad para la plaza de San Pedro, dijo: 
«Cuando, en los días pasados, contemplé la plaza de San Pedro desde la ventana de mi despacho, el árbol suscitó en mi reflexiones espirituales. Ya en mi país amaba los árboles. Cuando los vemos, comienzan a hablar. Un poeta (...) veía en los árboles predicadores eficaces: “No imparten enseñanzas o recetas, anuncian la ley fundamental de la vida”. Con su florecimiento en primavera, su madurez en verano, sus frutos en otoño y su muerte en invierno, el árbol nos habla del misterio de la vida. Por este motivo, ya desde los tiempos antiguos, los hombres recurrieron a la imagen del árbol para referirse a las cuestiones fundamentales de su vida. (...) Al igual que los árboles, también los hombres necesitan raíces profundas, pues sólo quien está profundamente arraigado en una tierra fértil puede permanecer firme. Puede extenderse por la superficie, para tomar la luz del sol y al mismo tiempo resistir al viento, que lo sacude. Por el contrario, la existencia de quien cree que puede renunciar a esta base queda siempre en el aire, por tener raíces poco profundas. La Sagrada Escritura cita el fundamento sobre el que debemos enraizar nuestra vida para poder permanecer firmes. El apóstol San Pablo nos da un buen consejo: estad bien arraigados y fundados en Jesucristo, firmes en la fe, como se os ha enseñado (cf. Col 2, 7). El árbol colocado en la plaza de San Pedro orienta mi pensamiento también en otra dirección: lo habéis puesto cerca del belén y lo habéis adornado. ¿No impulsa a pensar en el paraíso, en el árbol de la vida y también en el árbol del conocimiento del bien y del mal? Con el nacimiento del Hijo de Dios comenzó una nueva creación. El primer Adán quiso ser como Dios y comió del árbol del conocimiento. Jesucristo, el nuevo Adán, era Dios; a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango y tomo la condición de esclavo, pasando por uno de tantos (cf. Flp 2, 6 ss): desde el nacimiento hasta la muerte, desde el pesebre hasta la cruz. El árbol del paraíso trajo la muerte; del árbol de la cruz surgió la vida. Así pues, el árbol está cerca del belén e indica precisamente la cruz, el árbol de la vida». 
Si nuestro “arbolito” asume estas características, si identificamos el pino navideño con el “cedro del Líbano” tantas veces elogiado por la Escritura (ver por ejemplo Ez 31), y si lo liberamos de la nieve, los bastones de caramelo y los hombrecillos de jengibre (cosas que un niño sudamericano jamás ha visto en la vida real) ¡descubriremos que el arbolito es un símbolo maravilloso de nuestra fe!




Una Navidad alrededor del pesebre 

Tendríamos que rescatar y revalorizar al pesebre, que no sólo nos acerca mucho más a la verdad histórica del nacimiento de Jesús, sino que además, con su rico simbolismo, encierra toda una “pedagogía” que nos introduce en el misterio que celebramos. En el pesebre están representados el amor familiar, el cosmos, los pobres, los ricos, los animales, los hombres, los ángeles... 

Y el que les trae los regalos a nuestros niños en la cálida noche de Navidad no debería ser el anciano norteamericano abrigado hasta la coronilla y propagandista de la Coca-Cola, sino el Niño Jesús, que es, él mismo, el principal regalo que Dios les hace a los hombres. 



Una Navidad adornada con jazmines y villancicos 

Cada cultura, cada pueblo, le aporta algo propio a la celebración de la Navidad. Entre nosotros no hay nieve, ni chimeneas, ni medias, ni renos... Pero sí hay jazmines y villancicos, entre otras cosas típicas de esta época del año. Y podríamos agregar muchas otras...


En resumen: ¿qué tal si dejamos de lado las imposiciones culturales, gastronómicas e iconográficas del Hemisferio Norte y celebramos «la Manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador, Cristo Jesús» (Tito 2, 13) de un modo más acorde a nuestra realidad, a nuestra cultura, a nuestro clima y —sobre todo— a nuestra fe?

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