miércoles, 2 de julio de 2025

"Nada es sagrado": una civilización moribunda


El suicidio de una civilización

por Anthony Esolen
(fragmento)



Supongamos que se le hiciera la siguiente pregunta a un antropólogo, apartado del ruido y furia de la política actual: ¿cuáles serían los signos de una cultura moribunda, o de una cultura suicida? (...) 

    Tal cultura se preocuparía más por la muerte que por la vida; y esa preocupación se manifestaría en varios modos. Promovería el derecho a morir según la propia voluntad, pero no el derecho a vivir, sino tan sólo el permiso de vivir, mientras uno posea ciertas cualidades que la gente reconozca como útiles o aceptables en el redil; y cuáles sean esas cualidades y cómo deban ser reconocidas cambiaría con las exigencias políticas y los sentimientos. La vida no es un don, sino meramente una cosa, para ser tirada a voluntad, como la basura. Nada es sagrado: ni el cuerpo, ni el alma, ningún lugar, ningún objeto, ningún nombre, ninguna persona humana, no lo es la historia, ni las canciones, ni Dios.



    Aún así, esta voluntad de morir no es ni valiente ni generosa. El joven audaz que guarda su puesto en el campo de batalla está dispuesto a morir, no porque esté cansado de su vida sino porque está tan lleno de vida, y tan conmovido por sentimientos de camaradería por sus hermanos de armas que puede entregar su vida en la trinchera. Los soldados que quieren morir ya han perdido. Cuando un anciano o un enfermo dice “No va más” da su negativa, como decía Chesterton, a todo el universo. Generalmente, corre hacia la muerte porque tiene miedo al sufrimiento, que en una cultura moribunda, ha perdido su significado. Nada es sagrado. (...).

    En una cultura moribunda, los que no se suicidan, no ven mayor belleza en la vida humana, ni siquiera en lo que el poeta ciego Milton dijo que más extrañaba: “el divino rostro humano”. Un artículo reciente identificaba como una fotografía del siglo pasado, la foto de un pequeño bebe en el útero, de apenas dieciocho semanas, pero la autora se apresuró a asegurar a sus lectores que sería un error usar esa fotografía como un argumento contra los “derechos reproductivos” de las mujeres. Los eufemismos, el sentimentalismo calloso, y las abstracciones saludan a los portones de la muerte: Abtreibung Macht Frei (El aborto os hará libres). Que la fotografía mostrara un ser de sobrepujante y misteriosa belleza, un don, un objeto de asombro, incluso un ser hecho a imagen de Dios, no podía imaginarlo la autora, o le resulta inconfesable. Nada es sagrado.

    Semejante gente, podríamos esperar, olvidaría el alma y estaría obsesionada con el cuerpo, pero no el cuerpo como poseedor algún significado intrínseco. Trabajarán el cuerpo, lo golpearán, lo agujerearán, lo plastificarán, garabatearán grafitis sobre el cuerpo, y en general lo reducirán a una herramienta del hedonismo o a un pobre intento de auto expresión en un mundo en el que no habrá nada importante que expresar. Nada es sagrado. Su arte no habitará amorosamente en el rostro humano o en la natural gracia y expresividad de las posturas humanas. Será carne por la carne misma y rostro por la carne misma. Hablarán del cuerpo como de una máquina y se referirán con escasa sinceridad a su “rendimiento”.

    En materia sexual no habrá asombro, ningún sentido de lo que son los sexos, ninguna gratitud del hombre hacia la mujer ni de la mujer hacia el hombre. La ingratitud, la impaciencia y la renuencia a soportar los defectos del sexo opuesto se manifestará en la esterilidad voluntaria, asumiendo tres formas. Primero, un odio o temor por la propia fertilidad, que llevará a la esterilización voluntaria, porque la esterilidad es, antropológicamente, vecina de la muerte. Segundo, un rechazo al matrimonio, o una completa falta de interés por él, sea el matrimonio ordinario del hombre y la mujer o el matrimonio espiritual que se abraza como religioso; la fiesta de bodas a la que Jesús compara el reino de Dios ya no tiene atractivo. Nada es sagrado. Tercero, una adhesión a un falso matrimonio por medio de una falsa unión sexual; la deliberada y sacrílega perversión de las propias aptitudes sexuales, tal como arrojar la semilla de la vida a una cloaca, el lugar de los residuos y la decadencia.

    Ellos que aplastarían, desmembrarían, o freirían en sal a ese niño asombrosamente bello en el útero de su madre, seguramente no tendrán escrúpulos en invadir el refugio de la bendita inocencia de un niño, durante el tiempo en que sus deseos sexuales están dormidos o latentes, ese largo tiempo en que los chicos necesitan aprender quienes son y qué son, destinados a crecer para ser maridos y padres, esposas y madres confidentes. Jesús tiene palabras duras para referirse a aquellos que escandalicen a los pequeños, pero, puesto que nada es sagrado, la gente de esta cultura moribunda estará ansiosa para unir a los niños a su corrupción y hedonismo sin sentido adornado como siempre con eufemismos, como lápiz labial y pelucas en una calavera. Una horrenda drag queen instruyendo a pequeños niños sobre cómo plegar sus testículos dentro de sus cuerpos y anudarlos allí - la muerte jactándose de la muerte.

    La gente de una cultura moribunda no produce ningún arte digno de ese nombre. El aburrimiento se entroniza pesadamente en el alma. Nada es sagrado. Los poetas románticos del siglo diecinueve, a menudo residualmente cristianos a lo sumo, creían que el impulso para el gran arte, la música y la poesía debía ser divino. ¿Qué los inspira? Aquellos que pierden lo divino pierden también lo humano. Es como dice Jesús, que a aquéllos que buscan el reino de Dios, les serán dados todos los bienes de la tierra. La inversa es también verdad: a aquéllos que tienen poco, a aquéllos que buscan sólo los bienes terrenos, incluso lo poco que tengan les será quitado. El arte de la cultura moribunda no sólo pierde su excelencia. Desaparecen variedades enteras de artes; a nadie le importan ya; a nadie le interesa aprender con gran paciencia y muchos errores, o apreciar, lo que también requiere paciencia, o preservar. Muchas de las habilidades que el verdadero artesano requería, a menudo habilidades sin nombre, conocidas por su mano, su ojo o su oído, se han olvidado. Los artistas y arquitectos se vuelcan a lo horrible, lo brutal e inhumano.

    El pueblo de una cultura moribunda no sólo ahoga su futuro en el vientre. Asesina también a sus ancestros. Mira con envidia a los grandes hombres de su pasado, hombres que, como todos los hombres, fueron imperfectos, pero que construyeron no sólo para sí mismos sino para su posteridad. Se burla de esos grandes hombres y disfruta “desenmascarando” sus leyendas. Nada es sagrado. Caen las estatuas en las plazas públicas, porque ya han caído en los corazones de los hombres. Y no es un hombre en particular el que debe ser pisoteado en el polvo. Todo el pasado del pueblo debe pisotearse; tal vez incluso, todo el pasado de la humanidad, no recibido como un don sino borrado como una carga. Abundan los esquemas utópicos, incluso aunque el decadente arte de la época no ve más que vastas redes de miseria humana por venir. Porque las torres utópicas están cimentadas en el odio por lo que es.

    Todo el humor de la cultura moribunda es gris. La acedia es su pecado dominante, manifestada en la inacción espiritual y en el trabajo incesante por el trabajo mismo, o el trabajo por fines bajos. No hay alegría en su humor. La trivialidad es su nota característica, la risa de los aburridos, lo sobre sofisticado, lo mundano y lo  cansino. Los niños no llenan las calles con sus alegres juegos y risas. Las iglesias están vacías. Las instituciones básicas de la sociedad son débiles, especialmente la familia. La confianza social ha desaparecido. La tradición, que es una forma de confianza social, la unión entre generaciones, es vituperada u olvidada. Nada es sagrado.

    Dante con perspicacia identifica el carácter del infierno como la pérdida de la esperanza, esa virtud teologal que confía en las promesas de Dios. La cultura moribunda podrá usar la palabra “esperanza”, pero nadie cree ya en ella, como lo demuestra espantosamente su fracaso en reemplazarse a sí mismo con los hijos. Nada es sagrado. El optimismo, sonriente y con dentadura de oro, hace su entrada para ocupar el lugar de la esperanza, no apoyando el perdón, la redención y el renacer, sino un juicio inmisericorde contra el pasado, y disertando sobre el cambio, vago y sin dirección definida; sobre algún cambio, cualquier cambio, como el cambio que busca una persona enferma en su cama sacudiéndose y girando tratando de encontrar un alivio que no llega. Los impacientes y enfermos están secretamente asustados de la esperanza, como lo están de la fe y del amor.  Así están preparados para comprar cualquier confianza que se les quiera vender: seremos salvados por la tecnología o por cualquier novedosa maquinaria política. Dennos libertad para alimentarnos y aburrirnos y llenar nuestras horas vacías como queramos, pero quítennos toda libertad que nos requiera exigencias, la verdadera libertad de un alma humana luchando en gracia para acercarse a Dios. 



¿Quién puede insuflar  la vida en semejante estado a fin de que pueda volverse un alma viviente? Sólo Dios puede, pero el pueblo prefiere creer en mentiras, que no hay nada sagrado, en vez de asumir los abundantes deberes y dones de la vida. Quiera Dios insuflar vida en nosotros, lo queramos o no.

(Traducción: Beltrán María Fos)

Leído originalmente en Wanderer

miércoles, 25 de junio de 2025

Vademécum del realista principante

VADEMÉCUM DEL REALISTA PRINCIPIANTE

(De Étienne Gilson, "El Realismo Metódico", Ed. Encuentro, Madrid, 1997, pp. 171 - 191, traducción de Valentín García Yebra. La edición original de la obra es de 1935.)



1. El primer paso en el camino del realismo es darse cuenta de que siempre se ha sido realista; el segundo, comprender que, por más que se haga para pensar de otro modo, jamás se conseguirá; el tercero,  comprobar que los que pretenden pensar de otra manera piensan como realistas tan pronto como se olvidan de que están desempeñando un papel. Si entonces se preguntan por qué, la conversión está casi terminada.

Etienne Gilson

2. La mayoría de los que se dicen y se creen idealistas preferirían dejar de serlo, pero no se reconocen este derecho. Se les hace observar que nunca saldrán de su pensamiento y que un más allá del pensamiento ni siquiera puede pensarse. Si acceden a buscar una respuesta a esta objeción, están perdidos de antemano, porque todas las objeciones del idealista al realista están formuladas en términos idealistas. ¿Qué tiene, pues, de extraño que el idealista quede siempre victorioso? La solución idealista de los problemas va siempre implícita en su planteamiento. Por consiguiente, lo primero que ha de hacer el realista es acostumbrarse a rehusar la discusión en un terreno que no es el suyo, y a no considerarse fracasado porque no sepa responder a cuestiones verdaderamente insolubles, pero que a él no se le plantean.


3. Es preciso comenzar por desconfiar de este término: el pensamiento; porque la diferencia mayor entre el realista y el idealista está en que éste piensa, mientras que el realista conoce. Para el realista, pensar es sólo ordenar conocimientos o reflexionar sobre su contenido, jamás se le ocurriría tomar el pensamiento como punto de partida de su reflexión, porque para él no es posible el pensamiento si no hay antes conocimientos. El idealista, por el hecho mismo de proceder del pensamiento a las cosas, no puede saber si lo que toma como punto de partida corresponde o no a un objeto; cuando pregunta al realista cómo llegar al objeto partiendo del pensamiento, el realista debe contestar inmediatamente que eso es imposible, y que precisamente aquí está la razón principal para no ser idealista, porque el realismo parte del conocimiento, es decir, de un acto del entendimiento que consiste esencialmente en captar un objeto. Así, para el realista, semejante pregunta no plantea un problema insoluble, sino un seudoproblema, que es muy diferente.


4. Siempre que un idealista nos exija responder a cuestiones que plantea el pensamiento, podemos estar seguros de que habla en nombre del Espíritu. Para él, el Espíritu es lo que piensa, como para nosotros el entendimiento es lo que conoce. Debemos, pues evitar en lo posible comprometernos con este término. Esto no siempre es fácil, porque dicho término tiene un sentido legítimo; pero vivimos tiempos en que se impone la necesidad de volver, antes de nada, a traducir al lenguaje realista todos los términos que el idealismo nos ha robado y corrompido. Un término idealista es generalmente un término realista que designa una de las condiciones espirituales del conocimiento, considerada en adelante como generatriz de su contenido.


5. El conocimiento, en lenguaje realista, es la unidad vivida y experimentada de un entendimiento y de algo real aprehendido. Por eso, el filósofo realista atiende siempre a esto mismo que es aprehendido y sin lo cual no habría conocimiento. Los filósofos idealistas, al contrario, por el hecho de partir del pensamiento, llegan muy pronto a elegir como objeto la ciencia o la filosofía. El idealista, cuando piensa verdaderamente como idealista, realiza en su forma perfecta la esencia del "profesor de filosofía", mientras que el realista, cuando piensa verdaderamente como realista, se ajusta a la esencia auténtica del filósofo; porque el filósofo habla de las cosas, mientras que el profesor de filosofía habla de filosofía.


6. Así como no debemos tratar de ir del pensamiento a las cosas (sabiendo que es imposible esta empresa), tampoco debemos preguntarnos si puede pensarse un más allá del pensamiento. En efecto, quizás no pueda pensarse un más allá del pensamiento; pero es seguro que todo conocimiento implica un más allá del pensamiento. El hecho de que este más allá del pensamiento sólo sea dado por el conocimiento en el pensamiento, no le impide ser un más allá; pero el idealista confunde siempre el "ser dado en el pensamiento" y el "ser dado por el pensamiento". Para quien parte del conocimiento no sólo puede pensarse un más allá del pensamiento, sino que este género de pensamiento es el único para el cual puede haber un más allá.

Santo Tomás
de Aquino

(Basílica del 
Santísimo Sacramento,
Buenos Aires)
(foto propia)


7. Es un error del mismo género lo que mueve al realista a preguntarse cómo, partiendo del yo, puede probarse la existencia de un no-yo. Para el idealista, que parte del yo, es éste el planteamiento normal, e incluso el único planteamiento posible de la cuestión. El realista debe desconfiar aquí por dos motivos: primero, porque él no parte del yo, y segundo, porque el mundo no es para él un no-yo (lo cual no es nada), sino un en-sí. Un en-sí puede ser dado en un conocimiento; un no-yo es a lo que se reduce lo real para el idealista, y esto no puede ser ni captado por un conocimiento ni probado por un pensamiento.


8. Tampoco hay que inquietarse ante la clásica objeción del idealista contra la posibilidad de llegar a un en-sí y, sobre todo, de tener de él un conocimiento verdadero. Vosotros, dice el idealista, definís el conocimiento verdadero como una copia adecuada de la realidad; pero, ¿cómo podéis saber que la copia reproduce la cosa tal cual es, siendo así que la cosa no os es dada más que en el pensamiento? La objeción no tiene sentido más que para el idealismo, que pone el pensamiento antes que el ser, y. no pudiendo establecer comparación entre ellos, se pregunta cómo puede hacerlo otro. El realista, por el contrario, no necesita preguntarse si las cosas corresponden o no al conocimiento que de ellas tiene, puesto que el conocimiento consiste para él en asimilarse a las cosas. En un orden en que la adecuación del entendimiento a la cosa, que el juicio formula, supone la adecuación concreta y vivida del entendimiento a sus objetos, sería absurdo exigir al conocimiento que garantizase una conformidad sin la cual el mismo conocimiento no podría existir siquiera.


9. Es preciso tener siempre presente que las dificultades con que el idealismo quiere cerrar el paso al realismo son obra exclusivamente del idealismo. Cuando nos desafía a que comparemos la cosa conocida con la cosa en sí misma no hace más que descubrir el mal interno que lo roe. Para el realista no existe el "noúmeno" en el sentido en que lo entiende el idealista. Toda vez que el conocimiento presupone la presencia de la cosa misma en el entendimiento, no hay por qué suponer, detrás de la cosa que está en el pensamiento, un doble misterioso e incognoscible, que sería la cosa de la cosa que está en el pensamiento. Conocer no es aprehender una cosa tal como ésta es en el pensamiento, sino, en el pensamiento, aprehender la cosa tal como ella es.


10. Por consiguiente, no basta comprobar que todo nos es dado en el pensamiento para tener derecho a establecer la conclusión de que necesariamente hemos de ir del pensamiento a las cosas y que es imposible proceder de otro modo. De hecho, procedemos de otro modo. El despertar de la inteligencia coincide con la aprehensión de cosas que, tan pronto como las percibimos, son clasificadas según sus analogías más patentes. De este hecho, que nada tiene que ver con ninguna teoría, debe tomar nota la teoría. Así lo hace el realismo, siguiendo en esto al sentido común. Por eso todo realismo es una filosofia del sentido común.


11. De aquí no se sigue que el sentido común sea una filosofía, pero toda filosofía sana lo presupone y se apoya en él, reservándose el derecho de apelar, siempre que sea preciso, del sentido común mal informado al sentido común mejor informado. Así procede la ciencia, que no es una crítica del sentido común, sino de sus aproximaciones sucesivas a lo real. La ciencia y la filosofía atestiguan por su historia que el sentido común es capaz de invención gracias al uso metódico que hace de sus recursos; por consiguiente, se le debe invitar a criticar incesantemente las conclusiones que ha obtenido, lo cual equivale a invitarlo a seguir siendo él, no a renunciar a sí mismo.


12. La palabra "invención" se ha dejado contaminar por el idealismo, como otras muchas. Inventar quiere decir encontrar, no crear. El inventor no se asemeja al creador más que en el orden de la práctica, y especialmente en el de la fabricación, tanto utilitaria como artística. Como el sabio, el filósofo no inventa más que encontrando, descubriendo lo que hasta entonces había permanecido oculto. Toda la actividad de la inteligencia consiste, pues, en su función especulativa de lo real: si la inteligencia crea, lo creado por ella nunca es un objeto, sino un modo de explicación del objeto en el interior de este objeto.


13. Por eso el realista no pide jamás a su conocimiento que engendre un objeto sin el cual no existiría el conocimiento mismo. El realista, como el idealista, usa de su reflexión, pero manteniéndola dentro de los límites de lo real dado. Por consiguiente. el punto de partida de su reflexión debe ser lo que efectivamente es para nosotros el comienzo del conocimiento: res sunt. Si profundizamos en la naturaleza del objeto que nos es dado, nos orientamos hacia una ciencia. coronada por una metafísica de la naturaleza; si ahondamos en las condiciones en que nos es dado el objeto, nos orientaremos hacia una psicología, que sería coronada por una metafísica del conocimiento. Estos dos métodos no sólo son compatibles, sino complementarios, porque reposan sobre la unidad primitiva del sujeto y del objeto en el acto del conocimiento, y toda filosofía completa implica la conciencia de esta unidad.


14. Por consiguiente, nada impide al realista proceder, por vía de análisis reflexivo del objeto dado en el conocimiento al intelecto y al sujeto que conoce. Muy al contrario, no dispone de otro método para asegurarse de la existencia y de la naturaleza del sujeto cognoscente. Res sunt, ergo cognosco, ergo sum res cognoscens. Lo que distingue al realista del idealista no es que uno se niegue a entregarse a este análisis mientras que el otro lo acepta, sino el hecho de que el realista rehúye considerar el término último de su análisis como un principio generador de lo analizado. De que el análisis del conocimiento nos lleve a un cogito no se deduce que el cogito sea el primer principio del conocimiento. De que toda representación sea, en efecto, un pensamiento no se deduce ni que dicha representación no sea más que un pensamiento, ni siquiera que el cogito condicione todas mis representaciones.


15. Toda la fuerza del idealismo nace de la coherencia con que desarrolla las consecuencias de su error inicial. Se equivocan, pues, los que para refutarlo le reprochan su falta de lógica; es, por el contrario, una doctrina que sólo puede vivir de la lógica, puesto que, en ella, el orden y la conexión de las ideas reemplazan al orden y a la conexión de las cosas. El saltus mortalis que precipita a la doctrina en el abismo de sus consecuencias es anterior a la doctrina misma, y el idealismo puede justificarlo todo con su método, excepto a sí mismo, porque la causa del idealismo no es idealista, ni está siquiera en la teoría del conocimiento: está en la moral.


16. Antes que toda explicación filosófica del conocimiento se encuentra el hecho no sólo del conocimiento mismo, sino también del ardiente deseo de comprender que tienen los hombres. Si la razón se contenta demasiadas veces con explicaciones someras e incompletas; si en ocasiones hace violencia a los hechos, deformándolos o pasándolos por alto cuando le molestan, es precisamente porque la pasión de comprender domina en ella sobre el deseo de conocer, o porque los medios cognoscitivos de que dispone son incapaces de satisfacerla. El realista no está menos expuesto que el idealista a estas tentaciones, ni cede ante ellas con menor frecuencia. La diferencia está en que el realista cede en contra de sus principios., mientras que el idealista sienta como principio que es legítimo ceder a ellas. En el origen del realismo se encuentra la resignación del entendimiento a depender de lo real que causa su conocimiento; en el origen del idealismo se encuentra la impaciencia de la razón que quiere reducir lo real al conocimiento, para estar segura de que su conocimiento no dejará escapar nada.


17. Si el idealismo se ha aliado muchas veces con las matemáticas, se debe precisamente a que esta ciencia, cuyo objeto es la cantidad, extiende su jurisdicción sobre toda la naturaleza material en cuanto que esta depende de la cantidad. Pero si el idealismo ha creído encontrar su justificación en los triunfos de la matemática, estos no deben nada al idealismo. No son, en modo alguno, solidarios suyos, y lo justifican tanto menos cuanto que la física más completamente matematizada mantiene todas sus construcciones en el interior de hechos experimentales que ellas interpretan. Un hecho nuevo, y, después de vanos esfuerzos para asimilárselo, toda la física matemática tendrá que reformarse para conseguirlo. El idealista rara vez es un sabio, y menos aun un hombre de laboratorio, y, sin embargo, el laboratorio es el que proporciona a la física matemática de mañana la materia de sus explicaciones.


18. Así, pues, el realista no tiene por qué temer que el idealista lo ponga en contradicción con el pensamiento científico, porque todo sabio, en cuanto sabio, piensa como realista. Un sabio no comienza nunca por definir el método de la ciencia que va a fundar; incluso éste es el rasgo por el que con más seguridad se reconocen las falsas ciencias: que se hacen preceder por sus métodos; porque el método se deduce de la ciencia, no la ciencia del método. Por eso ningún realista jamás ha escrito ningún Discours de la Méthode ; el realista no puede saber de qué manera se conocen las cosas antes de haberlas conocido, ni cómo se conoce cada orden de cosas sino después de conocerlo.


19. Entre todos los métodos, el más peligroso es e1 "método reflexivo"; el realista se contenta con la reflexión. Cuando la reflexión se convierte en método, ya no se limita a ser una reflexión inteligentemente dirigida, que es lo que debe ser, sino que pasa a ser una reflexión que sustituye a lo real, en cuanto que su orden se convierte en el orden de lo real. Cuando es fiel a su esencia, el "método reflexivo" supone siempre que el último término de la reflexión es también el primer principio de nuestro conocimiento: de donde resulta naturalmente que el último término del análisis debe contener virtualmente la totalidad de lo analizado, y en fin, que lo que no se puede volver a encontrar partiendo del último término de la reflexión, o no existe o puede ser legítimamente tratado como no existente. Así es como el idealista se ve obligado a excluir del conocimiento, e incluso de la realidad, aquello sin lo cual el conocimiento no existiría.


20. La segunda nota por la cual pueden reconocerse las falsas ciencias engendradas por el idealismo es que, partiendo de lo que ellas denominan el pensamiento se obligan a definir la verdad como un caso particular del error. Taine prestó un gran servicio al buen sentido definiendo la sensación como una alucinación verdadera, porque así mostró a dónde es conducido necesariamente el idealismo por la lógica. La sensación se convierte aquí en lo que es una alucinación cuando ésta no es tal alucinación. Por consiguiente, no hay que dejarse impresionar por los famosos "errores de los sentidos", ni asombrarse del enorme consumo que de ellos hacen los idealistas. Estos son gente para quien lo normal no puede ser más que un caso particular de lo patológico. Cuando Descartes afirma triunfalmente que ni siquiera un insensato puede negar este primer principio, "Pienso, luego existo", nos ayuda mucho a ver en qué se convierte la razón cuando queda reducida a este primer principio.


21. Por consiguiente, hay que considerar como errores del mismo orden los argumentos que los idealistas toman prestados de los escépticos sobre los sueños, las ilusiones de los sentidos y la locura. Hay, efectivamente, ilusiones visuales; pero esto prueba, ante todo, que no todas nuestras percepciones visuales son ilusiones. Cuando uno sueña no se siente diferente de cuando vela, pero cuando vela se sabe totalmente diferente de cuando sueña; sabe, incluso, que no se puede tener eso que llaman alucinaciones sin haber tenido antes sensaciones, como sabe que jamás soñaría nada sin haber estado antes despierto. Que algunos insensatos nieguen la existencia del mundo exterior, e incluso, pese a Descartes, la suya propia, no es razón para considerar la certeza de nuestra existencia como un caso particular de "delirio verdadero". El motivo de que estas ilusiones sean tan inquietantes para el idealista es que no sabe cómo probar que son ilusiones, pero no tienen porqué inquietar al realista, que es el único para quien son verdaderamente ilusiones.


22. No debemos tomar en serio el reproche que nos dirigen ciertos idealistas, según los cuales estaríamos condenados a la infalibilidad por nuestra teoría del conocimiento. Somos, sencillamente, filósofos para quienes la verdad es normal y el error anormal, lo cual no quiere decir que la verdad no sea para nosotros tan difícil de conseguir y conservar como una salud perfecta. El realista no difiere del idealista en que no pueda equivocarse, sino, primeramente, en que, cuando se equivoca, no un pensamiento infiel a sí mismo el que yerra, sino un conocimiento infiel a su objeto. Pero, sobre todo, el realista no se equivoca más que cuando es infiel a sus principios, mientras que el idealista sólo tiene razón en la medida en que es infiel a los suyos.


23. Decir que todo conocimiento es la captación de la cosa tal como ésta es, no significa, en absoluto, que el entendimiento capte infaliblemente la cosa tal como ésta es, sino que únicamente cuando así lo hace existe el conocimiento . Esto significa todavía menos que el entendimiento agote en un solo acto el contenido de su objeto. Lo que el conocimiento capta en el objeto es real, pero lo real es inagotable y, aun cuando el entendimiento llegara a discernir todos sus detalles, todavía chocaría con el misterio de la existencia misma. El que cree captar infaliblemente y de una sola vez todo lo real es el idealista Descartes; el realista Pascal sabe muy bien cuán ingenua es esta pretensión de los filósofos: "comprender los principios de las cosas y, partiendo de ellos, llegar a conocerlo todo con una presunción tan infinita como el objeto que se proponen". La virtud propia del realista es la modestia en el conocimiento, y. si no siempre la practica, por lo menos está obligado a practicarla por la doctrina que profesa.


24. La tercera señal por la cual se reconocen las falsas ciencias engendradas por el idealismo es la necesidad que éstas experimentan de "fundamentar" sus objetos. Es que, en efecto, no tienen la seguridad de que sus objetos existan. Para el realista, cuyo pensamiento se ordena al ser, el Bien, lo Verdadero y lo Bello son, con todo derecho, reales, puesto que no son más que el ser mismo querido, conocido y admirado. Pero tan pronto como el pensamiento pasa a ocupar el lugar del conocimiento, estos trascendentales comienzan a flotar en el vacío sin saber sobre qué posarse. Por eso el idealismo emplea su tiempo en "fundamentar" la moral, el conocimiento y el arte, como si lo que el hombre debe hacer no estuviese inscrito en la naturaleza humana, la manera de conocer, en la estructura misma de nuestro entendimiento, y el arte, en la actividad práctica del artista. El realista nunca tiene que fundamentar nada; lo que tiene que hacer siempre es descubrir los fundamentos de sus operaciones, y éstos los encuentra en la naturaleza de las cosas: operatio sequitur esse.


25. Por consiguiente, también hay que apartarse cuidadosamente de toda especulación sobre los "valores", porque los valores no son otra cosa sino trascendentales que se han separado del ser e intentan sustituirlo. "Fundamentar valores": la obsesión del idealista; para el realista, una expresión vacía.


26. Lo más duro para un hombre de nuestro tiempo es admitir que no es un "espíritu crítico"; sin embargo, el realista debe resignarse a ello, porque el Espíritu crítico es el lado fuerte del idealismo, y es aquí donde se lo encuentra a cada paso, no como principio o doctrina, sino como voluntad de servicio a una causa. El espíritu crítico expresa, en efecto, la resolución de someter los hechos al tratamiento conveniente para que nada en ellos pueda resistir ya al espíritu. La política que ha de seguirse para llegar a esto es sustituir siempre el punto de vista de lo observado por el del observador. La descalificación de lo real será proseguida, si es preciso, hasta sus últimas consecuencias, y, cuanto más viva sea la resistencia que ofrezca más se esforzará el idealista en desacreditarlo. El realista, por el contrario, debe reconocer siempre que es el objeto el que causa el conocimiento, y tratarlo con el mayor respeto.


27. Respetar el objeto del conocimiento es, ante todo, no querer reducirlo a lo que debería ser para ajustarse a las reglas de un tipo de conocimiento arbitrariamente elegido por nosotros. La introspección no permite reducir la psicología a la condición de ciencia exacta; esto no es razón para condenar la introspección, porque muy bien puede ser que el objeto de la psicología sea de tal naturaleza que no deba convertirse en una ciencia exacta, si es que quiere permanecer fiel a su objeto La psicología humana, tal como la conoce el perro, debe ser por lo menos tan segura como nuestra ciencia de la naturaleza; y nuestra ciencia de la naturaleza es aproximadamente tan penetrante como la psicología humana tal como la conoce el perro. Así, pues, la "psicología de la conducta" obra muy sabiamente adoptando el punto de vista del perro sobre el hombre, porque, tan pronto como la conciencia entra en escena, son tantas las cosas que nos revela, que la distancia infinita entre una ciencia de la conciencia y la conciencia misma salta a la vista. Si nuestro organismo tuviera conciencia de si, ¿ quién sabe si la biología y la física seguirían siéndonos posibles?


28. Por consiguiente, el realista deberá mantener siempre, contra el idealista, que a todo orden de lo real debe corresponder determinada manera de abordar y explicar lo real incluido en dicho orden. De este modo, habiendo rehusado entregarse a una critica previa del conocimiento, se encontrará libre, mucho más libre que el idealista, para entregarse a la crítica de los conocimientos, midiéndolos por el objeto de éstos; porque el "Espíritu critico" lo critica todo excepto a sí mismo, mientras que el realista, porque no es un espíritu crítico, no cesa de criticarse. El realista jamás creerá que una psicología que desde el primer momento se sitúa fuera de la conciencia para conocerla mejor pueda darle lo equivalente a la conciencia: ni, con Durkheim, que los verdaderos salvajes están en los libros; ni que lo social se reduzca a un constreñimiento acompañado de sanciones, como si la única sociedad que hubiéramos de explicar fuera la del Levítico. Tampoco creerá que la crítica histórica esté en mejores condiciones que los testigos invocados por ella para saber lo que les ha sucedido y discernir el sentido exacto de lo que ellos mismos han dicho. Por eso el realismo, al subordinar el conocimiento a sus objetos, pone a la inteligencia en las condiciones más favorables para el descubrimiento, porque , si es cierto que las cosas no siempre han pasado exactamente como sus testigos han creído, los errores relativos que éstos han podido cometer son poca cosa al lado de aquellos en que nos precipitaría nuestra fantasía, si reconstruyéramos, según mejor nos parezca, hechos, sentimientos o ideas que no hemos experimentado.


29. Tal es la libertad del realista, porque no tenemos más que dos caminos: o sujetarnos a los hechos y ser libres de nuestro pensamiento, o, libertándonos de los hechos, caer en la esclavitud de nuestro pensamiento. Volvámonos, pues, a las cosas mismas que aprehende el conocimiento, y a la relación de nuestros conocimientos con las cosas por ellos aprehendidas, a fin de que la filosofía, guiándose cada vez mejor por ellas, pueda progresar de nuevo.


30. Este es, también, el espíritu con que conviene leer a los grandes filósofos que siguieron antes que nosotros el camino del realismo. No es en Montaigne —escribe Pascal—, sino en mí, donde encuentro todo lo que aquí veo. Digamos también nosotros: "No es en Santo Tomás ni en Aristóteles, sino en las cosas, donde el verdadero realista ve todo lo que en ellos ve". Por eso no dudará en apelar a estos maestros, porque no son para él más que guías hacia la realidad misma. Y si el idealista le reprocha, como uno de ellos acaba de hacerlo amablemente, el vestirse ricamente con retales, por cuenta de la verdad, tenga siempre a punto esta respuesta: más vale vestirse ricamente con retales, por cuenta de la verdad de los otros, como hace el realista en caso de necesidad, que negarse a hacerlo, como el idealista, y andar desnudo.



miércoles, 18 de junio de 2025

La persona, ¿a la deriva? A 75 años de la muerte de Emmanuel Mounier

Se han cumplido en marzo pasado 75 años de la muerte de Emmanuel Mounier. Por ello compartimos aquí un artículo sobre el legado del filósofo francés.  "¿Qué queda del personalismo de Mounier en el siglo XXI?"  es la pregunta que dispara la reflexión de Giorgio Campanini, quien laescribió en el año 2000



    Se trata de una cuestión abierta y de difícil solución. Los escenarios de la filosofía —y, en general, de la cultura— europea y mundial han sido modificados profundamente: aquel relativo primado que la filosofía había logrado reconquistar en el período de entreguerras en Europa, tras el fin de las ilusiones cientificistas de finales del siglo XIX, se ha disuelto en gran medida bajo los golpes de las ciencias exactas y de la técnica, hasta el punto de poner en crisis la misma autoconciencia de la filosofía en cuanto búsqueda de la verdad, y sobre todo de la verdad sobre el hombre. La categoría de persona ha ido debilitándose teóricamente, en el marco de una casi generalizada desconfianza por la categoría misma de lo humano. Los grandes interlocutores históricos del personalismo, sobre todo el existencialismo y el marxismo, aparecen casi como una herencia del pasado, con la cual se le confronta cada vez menos: con el riesgo de considerar, si no el personalismo como filosofía, la misma búsqueda de la persona como una especie de reducto del pasado. 

    Nada o casi nada queda, por tanto, del clima cultural en el que se generó el pensamiento de Mounier (...). Y, sin embargo, vuelve a asomarse aquella pasión de la persona que representa la gran y siempre insatisfecha pregunta del personalismo; la persona subsiste como exigencia, o quizás sólo como angustia, o como nostalgia.           Quizás la deriva de la persona —anunciada ya por las filosofías de la segunda mitad del siglo XX— está apenas en los comienzos y el proceso de desmoronamiento y de corrosión de lo humano conozca, en el futuro, mayores aceleraciones. Pero precisamente por eso parece necesario reproponer el valor de la persona y prepararse para una necesaria refundación: empresa en vista de la cual el pensamiento de Mounier puede ser, a pesar de sus límites y de algunas incertezas teóricas, un válido compañero de camino.  

    Merecen ser recogidas y reactualizadas, bajo este punto de vista, algunas páginas poco conocidas del último Mounier, como las dedicadas a una preocupada reflexión sobre el destino del hombre en el contexto del emergente Estado del bienestar. ¿La sociedad escandinava de 1949 (y después la europea, según un movimiento que Mounier consideraba imparable salvo por una tercera guerra mundial) era y sería una sociedad de la felicidad, o más bien de un bienestar que potencialmente presagia la infelicidad?  Para un hombre como Mounier, que había hecho del rescate de las masas populares y de la destrucción de la pobreza uno de los objetivos de su vida, un viaje a Escandinavia —lo que se deduce de las notas del diario que en aquella ocasión fueron redactadas por él— representó una exigencia de reexaminar sus antiguas posiciones de cara a la relación entre desarrollo y vida personal y superación de los condicionamientos negativos ejercitados sobre ella por la falta de los bienes materiales necesarios para la vida. Lo que le había parecido hasta entonces un éxito casi necesario —un mayor desarrollo de la vida personal en relación a la superación de los obstáculos de la miseria y la ignorancia— se le presentaba en su dimensión problemática. En la quieta, eficiente, bien organizada y pacífica Suecia de 1949 él veía realizadas muchas de las aspiraciones por las cuales tanto tiempo y tan apasionadamente se había empeñado: el pleno empleo y salarios decorosos; un Estado social eficiente que garantizaría la asistencia sanitaria, las pensiones, las estructuras de ocio y tiempo libre, la enseñanza gratuita y generalizada. Pero paradójicamente, frente a los éxitos de esta especie de exitosa revolución (y sin derramamiento de sangre), no llegaba a esconder sus inquietudes, sobre todo en orden al tipo de hombre que habría sido el fruto de esta silenciosa transformación. 

    Si, tras haber analizado la experiencia social demócrata sueca —e incluso subrayando cómo aquel socialismo serio, tenaz, constructor fuese tan lejano a los esquematismos y también a la arrogancia de los socialismos europeos— Mounier se preguntaba qué espacio, en aquel tipo de sociedad, quedaría finalmente para la persona. El riesgo que Mounier ya entreveía —el riesgo que en muchas partes del Occidente relativamente opulento de finales de siglo se había convertido en muchos casos en realidad— es el de un Estado social que ha erradicado la miseria y las enfermedades que derivan de ella, pero que no sabe afrontar no superar las enfermedades del bienestar, y sobre todo, el gran riesgo de la despersonalización, de una existencia privada del riesgo pero también del espíritu de la aventura, de la angustia pero también de la creatividad, de las incertezas y también de la fantasía.  Los viejos problemas han quedado a nuestras espaldas, y los antiguos males han sido eliminados; pero nuevos interrogantes se abren ante nuestro futuro. La sociedad del bienestar no es, no podrá ser nunca la sociedad de la felicidad.  Darse cuenta de esto significa pasar del mundo de las cosas al mundo de la persona, y, por tanto, a interrogarse sobre el futuro de un Occidente que se ha convertido en prisionero de las cosas y que se ha olvidado del sentido y del valor de la persona. Es necesario, por tanto, volver a la persona, desde la perspectiva abierta por Mounier, confiando al siglo que viene [NB: es decir, al siglo XXI] la tarea de continuar una búsqueda que nunca podrá tener fin, siendo la persona, por definición, inagotable.  

Publicado en Avvenire—Alfa y Omega Nº 206, 30 de marzo de 2000

miércoles, 11 de junio de 2025

"La sagrada liturgia como fuente de la doctrina trinitaria en la Iglesia primitiva"


En esta entrada que sigue a Pentecostés, compartimos la nota de Robert Keim, publicada en inglés, en la Solemnidad de la Santísima Trinidad de 2023, en el sitio de New Liturgical Movement. Las imágenes son del artículo original.


La sagrada liturgia como fuente de la doctrina trinitaria en la Iglesia primitiva

(...) Hoy en día no se escuchan muchos argumentos sobre la naturaleza de la Santísima Trinidad. Aunque esto es seguramente un signo de la indiferencia posmoderna generalizada hacia las cosas metafísicas, el interés por la teología trinitaria, al menos en Occidente, empezó a decaer hace mucho tiempo. Los modos de pensamiento que predominaron durante el siglo XVIII eran hostiles a los detalles doctrinales “irrelevantes” que no tenían relación alguna con la sociedad utópica que pronto sería inaugurada por los científicos y filósofos seculares. Esta tendencia continuó hasta el siglo XIX, a pesar de un renovado aprecio por ciertos aspectos de la religión y la cultura medievales. Una especie de resurgimiento (por supuesto acompañado de debates estériles y especulaciones dudosas) comenzó en el siglo XX y ha continuado hasta el XXI; Karl Barth y Karl Rahner, ambos teólogos muy influyentes, publicaron obras sobre la Trinidad y ayudaron a alejar las doctrinas trinitarias de la periferia y acercarlas al centro de la teología cristiana. Este avivamiento es principalmente un fenómeno académico, pero no obstante nos da un pequeño sentido de afinidad con la Iglesia primitiva, que oró, estudió y trabajó incansablemente en respuesta a la más fundamental de las preguntas cristianas: ¿Cómo es Dios Uno y Trino?

Una iluminación del siglo XIV que representa a la Santísima Trinidad
como Padre, Cordero y Paloma.


Los tres siglos antes de Nicea

El Primer Concilio de Nicea, convocado en el año 325, no disipó por completo la oscuridad que rodeaba la comprensión que el hombre tenía de la Trinidad. Nada lo hará jamás, porque, como reconocieron Agustín y Tomás de Aquino, la naturaleza misma de la Divinidad es ser tres en uno, y nada en el ámbito material o psicológico proporciona una analogía que haga que tal naturaleza sea completamente comprensible para la mente humana. Sin embargo, Nicea fue un punto de inflexión. El Concilio habló con fuerza y ​​claridad contra los principales peligros de la época, declarando que el Hijo es eternamente engendrado, no creado, y que es consustancial al Padre (...) 

Dante y Beatriz adorando a la Santísima Trinidad.
“Mirando a Su Hijo con ese Amor que Uno y el Otro respiran eternamente,
el Poder –primero e inefable
hizo todo lo que gira por la mente y el espacio tan ordenado que quien contempla 
esa armonía no puede dejar de saborearlo 
(Paraíso  10; traducción de Mandelbaum)

Los trescientos años de cristianismo que precedieron a Nicea fueron un período de incertidumbres graves y a menudo polémicas sobre las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Durante los dos primeros siglos se produjo relativamente poco desarrollo doctrinal. La naturaleza trina de Dios fue establecida en las Sagradas Escrituras, invocada por los Padres Apostólicos (Clemente de Roma, Ignacio de Antioquía) y explicada por los Apologistas (Justino Mártir, Taciano, Teófilo de Antioquía), pero la Iglesia carecía de una comprensión precisa y filosóficamente sólida de sus creencias trinitarias. Por tanto, el dogma de la Trinidad existía, pero no siempre satisfacía a las mentes inquisitivas y era vulnerable a ataques teológicos potencialmente catastróficos, como el de cierto heresiarca llamado Arrio.

En el siglo III, los teólogos aportaron ideas que dieron mayor coherencia y claridad a la ortodoxia trinitaria, sentando así las bases para el triunfo de Nicea. Tres de los más destacados fueron Hipólito de Roma, Tertuliano y Orígenes. En este artículo me centraré en Orígenes, quien nos da un ejemplo temprano de la íntima relación entre ortodoxia y ortopraxis litúrgica (o, en otras palabras, entre la Verdad doctrinal y la Verdad poética que los cristianos comunes experimentan en el lenguaje expresivo y el arte multisensorial del culto público de la Iglesia).

Una interpretación iconográfica del siglo XVI
del Primer Concilio de Nicea


El Dios Trino en la Liturgia de la Iglesia Primitiva

Aunque los registros son escasos, la devoción litúrgica a la Santísima Trinidad estuvo presente, si no pronunciada, en los primeros tres siglos del cristianismo. Las tres Personas eran invocadas en la administración de los sacramentos. San Juan Casiano (muerto en 435) informa que los monjes egipcios terminaban su salmodia con un breve himno “en honor de la Trinidad” (Instituciones, II.8), y San Basilio (+ 397) indica que los fieles habían alabado durante mucho tiempo a la Santísima Trinidad al encender la lámpara de Vísperas:

Quién fue el autor de estas palabras de acción de gracias al encender las lámparas, no lo sabemos. El pueblo, sin embargo, pronuncia la forma antigua, y nadie ha considerado jamás impíos a quienes dicen: "Alabamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo de Dios" (De Spiritu Sancto , cap. 29)

Un pasaje fascinante del tratado de San Cipriano Sobre el Padrenuestro, escrito a mediados del siglo III, interpreta el horario litúrgico como símbolo y “sacramento” del Dios trino:

Al cumplir con los deberes de la oración, encontramos que los tres niños con Daniel, fuertes en la fe y victoriosos en el cautiverio, observaron las horas tercera, sexta y novena, como un sacramento, por así decirlo,  de la Trinidad... Así, tanto la primera hora en su avance hacia la tercera muestra el número consumado de la Trinidad, como también la cuarta hora procediendo a la sexta declara otra Trinidad; y cuando la séptima se mueve hacia la novena, la Trinidad perfecta se cuenta cada tres horas, lapsos que los adoradores de Dios en tiempos pasados decidieron aprovechar espiritualmente para tiempos determinados y apropiados para la oración (cap. 34).

 

Orígenes y la apelación a la sagrada liturgia

Vemos, entonces, que la comprensión intuitiva de la Iglesia sobre la Santísima Trinidad, tal vez en una amplia variedad de formas poéticas y rituales, se había filtrado en su vida de oración comunitaria. Los escritos de Orígenes nos muestran cómo estas manifestaciones litúrgicas de la creencia trinitaria podrían luego regresar al dominio teológico e influir en la formulación del dogma.

Un retrato de Orígenes atribuido a Guillaume Chaudière,
i
mpresor francés del siglo XVI 

En dos ocasiones, que yo sepa, Orígenes menciona las prácticas litúrgicas trinitarias de una manera particularmente significativa. No se limita a describir estas prácticas; apela a ellos como justificación de creencias trinitarias que, en aquellos días anteriores a Nicea, todavía no estaban resueltas. Un ejemplo se encuentra en De Principiis (I, 3.5):

Parece apropiado preguntar cuál es la razón por la cual el que es regenerado por Dios para la salvación tiene que ver tanto con el Padre como con el Hijo y el Espíritu Santo, y no obtiene la salvación sino con la cooperación de toda la Trinidad; y por qué es imposible llegar a ser partícipe del Padre o del Hijo sin el Espíritu Santo.

Aquí Orígenes invoca la práctica bautismal de la Iglesia al afirmar la unidad de la Trinidad y, más específicamente, la plena pertenencia del Espíritu Santo a esa unidad divina. La discusión fue de actualidad en la medida en que la comprensión prenicena del Espíritu Santo se desarrolló más lentamente que la del Padre y el Hijo. El mismo Orígenes, en el párrafo anterior (I, 3.4), cae sin querer en la heterodoxia: “Porque algo más existió antes del Espíritu Santo...”

La segunda instancia está en el Diálogo con Heráclides, documento descubierto en 1941 por soldados británicos que buscaban un lugar para almacenar municiones. El obispo Heráclides se vio atrapado en una controversia doctrinal relacionada de alguna manera con las oraciones utilizadas en la liturgia eucarística, y Orígenes insiste en que al orar debemos protegernos de las nociones heréticas respetando tanto la distinción de Personas como la divinidad unificada en la relación entre el Padre y Hijo. Él continúa:

La ofrenda se hace universalmente a Dios Todopoderoso a través de Jesucristo en la medida en que, respecto de su divinidad, es semejante al Padre. No hay doble ofrenda, sino ofrenda a Dios por medio de Dios.

Con admirable concisión, Orígenes presenta un profundo argumento sobre la naturaleza de la Santísima Trinidad llamando nuestra atención sobre las prácticas litúrgicas establecidas. La Iglesia ora al Padre a través del Hijo, y por tanto las Personas deben ser de alguna manera distintas; sin embargo, la oración no es una ofrenda dual y, por lo tanto, los Dos deben ser un solo Dios.

miércoles, 28 de mayo de 2025

"Los ángeles de la Ascensión"

En vísperas de la Solemnidad de la Ascensión, compartimos el capítulo titulado "Los ángeles de la Ascensión" del libro "La misión de los ángeles según los padres de la Iglesia", de Jean Danielou  (Paulinas, Buenos Aires, 1997).

Hemos ilustrado el texto con fotos propias, tomadas en iglesias porteñas. Al pie de cada imagen se señala a qué templo pertenece cada una.


Los ángeles de la Ascensión


Si el misterio de la Natividad inaugura la obra de Cristo, el de la Ascensión la consuma en plenitud. Así como los ángeles fueron los confidentes del primero, son también los admiradores del segundo, después de haber asistido a Cristo en todo el intervalo que va del uno al otro, y de la Tentación a la Resurrección. Gregorio de Nacianzo nos muestra a Cristo entrando al cielo, después de haber recuperado la dracma perdida, y “convocando a las potencias que le son amigas, para asociarlas a su gozo como las había asociado a su encarnación”. Y el Crisóstomo, hablando de la Ascensión, vincula también la participación de los ángeles en los dos misterios: “Cuando Nuestro Señor nació según la carne, al ver que se reconciliaba con el hombre, los ángeles clamaron: '¡Gloria a Dios en lo más alto del cielo!' ¿Quieres saber cómo se alegran de la Ascensión? Escucha al Señor que dice que 'suben y bajan continuamente'. He ahí la señal de que quieren contemplar un espectáculo extraordinario. Quieren ver el espectáculo inesperado del hombre apareciendo en el cielo. Así en todas las circunstancias se muestran los ángeles: cuando Cristo nace, cuando muere, cuando sube al cielo”.

Iglesia de Nuestra Señora de
Nueva Pompeya
Este texto del Crisóstomo afirma dos cosas. En primer lugar, que los ángeles están presentes en la Ascensión. Esto se afirma en los Hechos de los Apóstoles 1, 10. Cirilo de Jerusalén puede escribir: “Los ángeles asistían a su subida”. Los Hechos hablan solamente de una presencia de los ángeles. La tradición nos los muestra acompañando a Cristo en su subida. A veces lo llevan en triunfo sobre sus hombros. Esto en particular es que encontramos en los escritos populares antiguos, como la Ascensión de Isaías III, 15 y el Evangelio de Pedro 40-43. Esta representación volverá hallarse en los monumentos figurativos hasta la Edad Media.  A veces forman una escolta triunfal. Es así como Eusebio nos describe la Ascensión: “Las virtudes celestiales, al verlo elevarse, lo rodearon para escoltarlo, y proclamaron su Ascensión diciendo ‘¡Levántense, puertas eternas, y entrará el Rey de la gloria!’ (Sal 24, 9).  Estas cosas se cumplieron en lo que nos refieren los Hechos (1, 9): ‘Y diciendo estas cosas, se elevó ante los ojos de ellos’”. 

El Salmo 24, mencionado aquí, y que muy pronto ha sido aplicado a la Ascensión, ha contribuido a formar esta representación. Por otra parte, está el Salmo 47 que cita Eusebio: “En la Ascensión del Hijo de Dios a los cielos, convenía que los ángeles que lo habían servido durante su vida terrestre lo precediesen, le abriesen las puertas del cielo y profirieran las palabras angélicas que el Salmo llama júbilo y son de trompetas: ‘Dios ha subido en el júbilo, el Señor, al son de las trompetas’ (Sal 47, 6)”. 

Pero hay más. La relación de los ángeles con la Ascensión tiene una significación más profunda. Forma parte de la sustancia misma de los misterios. Éste no es solamente el hecho de una elevación de Cristo en su cuerpo en medio de los ángeles, sino que es más teológicamente la exaltación de la naturaleza humana, que el Verbo de Dios se ha unido, por encima de todos los órdenes angélicos que le son superiores. De ahí una inversión de situación que constituye para los ángeles un espectáculo “inesperado”.

Oratorio
San Francisco
de Sales
Esta teología de la Ascensión ha sido desarrollada por San Pablo en las epístolas de la cautividad. La Carta a los Efesios nos dice que Dios “ha manifestado su poder en Cristo resucitándolo de entre los muertos y haciéndolo sentarse a su derecha en los cie- los, por encima de todo Principado, de toda Potestad, de toda Virtud, de toda Dominación y de todo nombre que puede ser nombrado no solo en este mundo, sino también en el mundo futuro. ‘Todo lo ha puesto bajo sus pies’” (1, 20-22). Se trata pues ahí del establecimiento de la realeza del Verbo encarnado por encima de toda la creación. Se podrá observar que San Pablo nos deja entrever que las potencias angélicas son más numerosas que las que hemos nombrado. Es pues por encima de toda naturaleza angélica, conocida o desconocida, que la naturaleza humana ha sido exaltada en la persona de Cristo, en medio del estupor de las potencias celestiales.

San Pablo vuelve sobre esta idea en otra ocasión: “Dios -dice en la Carta a los Filipenses- ha exaltado a Cristo y le ha dado el nombre que está por encima de todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los infiernos, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (2, 9-11). Se observará que es al nombre de Jesús, es decir del Cristo hecho hombre, que debe doblarse toda rodilla en el cielo. La revelación asombrosa hecha a los ángeles en el misterio de la Ascensión no es la de que deban adorar al Verbo eterno, lo cual constituía ya el objeto de su liturgia, sino que deben adorar al Verbo encarnado. Lo cual constituye una inversión de jerarquías en el mundo celeste, como la Encarnación había sido una revolución en el mundo terrestre. 

Iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria

San Juan Crisóstomo desarrolla bien el pensamiento de San Pablo: “Nosotros, que parecíamos indignos de la tierra, hoy somos elevados al cielo, somos exaltados por encima de los cielos, llegamos hasta el trono real. Aquella naturaleza que causa de que los querubines custodiaran el Paraíso es la que hoy tiene su sede por encima de los querubines. ¿Acaso no era bastante con ubicarnos entre los ángeles? ¿No era ya ésa una gloria indecible? Pero se ha elevado por encima de los ángeles, ha superado a los arcángeles, se ha elevado por encima de los querubines, ha subido más alto que los serafines, ha dejado atrás a los tronos, y no se ha detenido hasta que ha alcanzado el trono señorial”. Es exactamente el comentario de lo que decía la Carta a los Hebreos. “Se ha sentado a la derecha de la Majestad en las alturas, hecho tanto más superior a los ángeles cuanto que ha obtenido un nombre más eminente respecto de ellos” (1, 3-4). 

Si el misterio de la Navidad es también el de la revelación hecha por los ángeles del cielo a los de la tierra, el de la Ascensión es el misterio de la revelación hecha por los ángeles de la tierra a los ángeles del cielo. Mientras en ocasión de la Natividad veíamos al Verbo descender, rodeado de los ángeles del cielo, y encontrar a los ángeles guardianes de la tierra, aquí, a la inversa, él sube, escoltado por los ángeles de la tierra, y encuentra a los ángeles guardianes de las puertas del cielo. Pero éstos no lo reconocen, porque aparece unido a la naturaleza humana que él ha asumido, y llevando las señales de la Pasión. Por eso interrogan a los ángeles que lo acompañan, preguntándoles quién es. Es éste un tema tradicional, que se apoya principalmente en dos textos bíblicos, el Salmo 24, 7-10, que ya hemos encontrado, e Isaías 63, 1: “¿Quién es éste que viene de Bosra, que viene de Edóm con sus vestidos teñidos de púrpura?”.

Ya Justino nos describe la escena: “Príncipes, alcen sus puertas levántense, puertas eternas, y pasará el rey de la gloria. Cuando Cristo resucitó de entre los muertos y subió a los cielos, los príncipes establecidos por Dios en los cielos recibieron la orden de abrir las puertas, a fin de que Aquel que es el Rey de la gloria entre y suba y vaya a sentarse la derecha del Padre, 'hasta que haya puesto a sus enemigos como escabel de sus pies'. Pero cuando los príncipes de los cielos lo vieron sin belleza, honor ni gloria en su apariencia, no lo reconocieron y dijeron: ‘¿Quién es este Rey de la gloria?’”. La aplicación del Salmo a la Ascensión es anterior a Justino. Remonta a los tiempos apostólicos. Se la encuentra ya en el Apocalipsis de Pedro. Pero es Justino el primero que desarrolla el diálogo entre los ángeles del cielo que no reconocen al Verbo hecho carne y los ángeles de la tierra que revelan su identidad.

Este comentario lo volvemos a encontrar en toda la tradición antigua. Así en Ireneo: “Que Él debía ser elevado al cielo, David lo dice en otro pasaje: ‘Alcen, príncipes, Sus puertas; levántense, puertas eternas, y entrará el Rey de la gloria’. Las puertas eternas son el cielo. Hecho invisible por su encarnación, se elevó a los cielos. Al divisarlo, los ángeles inferiores gritaron a los que están por encima de ellos: ‘Abran sus puertas; elévense, puertas eternas, que va a entrar el Rey de la gloria’. Y como los ángeles de arriba decían asombrados: ‘¿Quién es éste?’, los que lo veían lo aclamaron nuevamente: ‘Es el Señor fuerte y poderoso. Es el Rey de la gloria’”. Ireneo muestra efectivamente a Cristo elevándose entre las jerarquías de los ángeles, estupefactas. Éste es ciertamente el sentido profundo del misterio teológico de la Ascensión: la exaltación de la humanidad, que Cristo se ha unido por encima de todos los mundos angélicos. 

La misma tradición nos presenta Atanasio. Hay que observar, empero, que para este los ángeles que acompañan a Cristo en su subida no son los ángeles de la tierra, sino los que habían bajado con él: “Los ángeles del Señor, que lo siguieron sobre la tierra, al verlo subir lo anuncian a las virtudes celestiales para que estas abran sus puertas. Las potencias están estupefactas al verlo en la carne; es por esto que exclaman ‘¿Quién es éste?’ estupefactas de esta asombrosa economía. Y los ángeles, subiendo con Cristo, les respondieron El Señor de las virtudes es el Rey de la gloria que enseña a aquellos que están en los cielos el gran misterio: que Aquel que ha vencido a los enemigos espirituales es el Rey de la gloria”. La entrada del Verbo encarnado en el cielo aparece así una revelación inaudita hecha a las potencias celestiales. Volveremos a encontrar este aspecto.

Con Orígenes aparece el texto de Isaías 63 y la alusión a la sangre de la Pasión: “Cuando avanzó, vencedor, con su cuerpo resucitado de entre los muertos, algunas potestades dijeron: ‘¿Quién es éste que viene de Bosra, con sus vestiduras teñidas de rojo?’. Pero los que lo acompañaban dijeron a los que guardaban las puertas de los cielos: ‘Ábranse, puertas eternas’”. Este rasgo volverá a encontrarse en Gregorio de Nyssa. Después de haber descrito a los ángeles de la tierra que no reconocen a Cristo en su descenso, esta vez muestra, a la inversa, a “nuestros guardianes formando su cortejo y ordenando a las potencias hipercósmicas abrirse, para que Él sea nuevamente adorado en ellas. Pero éstas no lo reconocen, porque ha revestido la pobre túnica de nuestra naturaleza y sus vestiduras se han enrojecido en el lagar de los males humanos. Y son ellas, esta vez, las que exclaman: ‘¿Quién es este Rey de la gloria?’”. Igualmente, Ambrosio: “Los ángeles, ellos también, dudaron, cuando Cristo resucitó, al ver que su carne ascendía al cielo. Decían entonces: ‘Quién es este Rey de gloria?’. Mientras unos decían: ‘Alcen sus puertas, príncipes, y entrara el Rey de la gloria’, otros dudaban y decían: ‘¿Quién es éste que sube de Edom?’”.

San Gregorio de Nacianzo reúne toda esta tradición cuando escribe: “Únete a los ángeles que lo escoltan, que lo acogen, ordena a las puertas alzar sus dinteles, para volverse más altas a fin de recibir a Aquel que se ha hecho más grande por su Pasión. Responde a aquellos que dudan a causa de su cuerpo y de los signos de su Pasión a que no tenía al bajar y con los cuales sube, y los que a causa de eso se preguntan: ‘¿Quién es este Rey de la gloria?’ Respóndeles que es el Señor fuerte y poderoso en todo lo que ha hecho y lo que hace, y en su combate presente y en la victoria que ha ganado para la humanidad. Y da así una doble respuesta a la doble interrogación. Y si se asombran diciendo según el episodio dramático de Isaías: ¿Quién es éste que viene de Edom y de las regiones terrestres? o bien: ¿Cómo es que los vestidos del que no tiene sangre ni cuerpo están rojos como los de un viñador que ha pisado toda su vendimia?, muéstrales la belleza de la túnica del cuerpo que ha sufrido, embellecido por la Pasión y brillante con el resplandor de la divinidad, que no tiene nada que la iguale en belleza y en atractivo”. 

Basílica de
Nuestra Señora de los
Buenos Aires

Así, el misterio de la Ascensión sume a los ángeles del cielo en estupor. Es que, en efecto, se les revela verdaderamente un misterio hasta ahí escondido, una realidad absolutamente nueva y a primera vista desconcertante. La presentación cosmológica del descenso y de la subida no debe inducirnos a error. El verdadero misterio de la Natividad es el abajamiento de la persona divina del Verbo “un poco por debajo de los ángeles”. Y el verdadero misterio de la Ascensión es la exaltación de la naturaleza humana por encima de los mundos angélicos. Así, pues, la representación del descenso y de la subida en medio de los coros angélicos no es otra cosa que la representación dramática de este doble misterio. Pero esta pauarovyla, como dice San Gregorio de Nacianzo, no debe enmascararnos la realidad que está subyacente. Representa una alteración del orden natural de las cosas que es la revelación de una realidad absolutamente nueva, imprevisible. Y es por eso que sume a los ángeles en el estupor. 

Gregorio de Nyssa ha expresado admirablemente esta revelación que las paradojas de la redención de la Iglesia aportan a los ángeles: “Realmente por medio de la Iglesia la Sabiduría variada multiforme de Dios es conocida por las potencias hipercósmicas, esa sabiduría que obra sus grandes maravillas mediante los contrarios. Pues la vida es producida por la muerte, la bendición por la maldición, la gloria por el deshonor. En el pasado, las potencias celestiales conocían la sabiduría simple y uniforme de Dios, que obraba maravillas conforme a su naturaleza; pero no había nada de variado en lo que veían, pues la naturaleza divina realizaba toda la creación por su poder, produciendo todas las cosas por el solo impulso de su voluntad, y creaba bellas a todas las Cosas, como brotando de la fuente misma de la belleza. En cuanto al aspecto variado de la sabiduría, que consiste en la reunión de los contrarios, los ángeles han sido instruidos acerca de ello ahora por la Iglesia, al ver al Verbo hecho carne, la vida mezclada a la muerte, nuestras heridas curadas por Sus Llagas, la fuerza del adversario vencida por la debilidad de la cruz, el invisible manifestado en la carne. Todas estas cosas, obras variadas y que están lejos de ser sencillas, los amigos del Esposo las han conocido por medio de la Iglesia, y su corazón se ha visto conmovido al conocer así “en el misterio” un nuevo rasgo de la sabiduría de Dios.  Y -si me atrevo a expresarlo así- quizá, habiendo visto en la Esposa la hermosura del Esposo, han admirado a éste que es invisible e incomprensible para todos. Aquel que nadie ha podido ni puede ver ha hecho de la Iglesia su cuerpo, formando la Iglesia a su imagen, de modo que quizá por ahí, volviéndose hacia ella, los amigos del Esposo han visto más claramente en ella al que es invisible”. 


Basílica del Santísimo Sacramento