Se han cumplido en marzo pasado 75 años de la muerte de Emmanuel Mounier. Por ello compartimos aquí un artículo sobre el legado del filósofo francés. "¿Qué queda del personalismo de Mounier en el siglo XXI?" es la pregunta que dispara la reflexión de Giorgio Campanini, quien laescribió en el año 2000
Se trata de una cuestión abierta y de difícil solución. Los escenarios de la filosofía —y, en general, de la cultura— europea y mundial han sido modificados profundamente: aquel relativo primado que la filosofía había logrado reconquistar en el período de entreguerras en Europa, tras el fin de las ilusiones cientificistas de finales del siglo XIX, se ha disuelto en gran medida bajo los golpes de las ciencias exactas y de la técnica, hasta el punto de poner en crisis la misma autoconciencia de la filosofía en cuanto búsqueda de la verdad, y sobre todo de la verdad sobre el hombre. La categoría de persona ha ido debilitándose teóricamente, en el marco de una casi generalizada desconfianza por la categoría misma de lo humano. Los grandes interlocutores históricos del personalismo, sobre todo el existencialismo y el marxismo, aparecen casi como una herencia del pasado, con la cual se le confronta cada vez menos: con el riesgo de considerar, si no el personalismo como filosofía, la misma búsqueda de la persona como una especie de reducto del pasado.
Nada o casi nada queda, por tanto, del clima cultural en el que se generó el pensamiento de Mounier (...). Y, sin embargo, vuelve a asomarse aquella pasión de la persona que representa la gran y siempre insatisfecha pregunta del personalismo; la persona subsiste como exigencia, o quizás sólo como angustia, o como nostalgia. Quizás la deriva de la persona —anunciada ya por las filosofías de la segunda mitad del siglo XX— está apenas en los comienzos y el proceso de desmoronamiento y de corrosión de lo humano conozca, en el futuro, mayores aceleraciones. Pero precisamente por eso parece necesario reproponer el valor de la persona y prepararse para una necesaria refundación: empresa en vista de la cual el pensamiento de Mounier puede ser, a pesar de sus límites y de algunas incertezas teóricas, un válido compañero de camino.
Merecen ser recogidas y reactualizadas, bajo este punto de vista, algunas páginas poco conocidas del último Mounier, como las dedicadas a una preocupada reflexión sobre el destino del hombre en el contexto del emergente Estado del bienestar. ¿La sociedad escandinava de 1949 (y después la europea, según un movimiento que Mounier consideraba imparable salvo por una tercera guerra mundial) era y sería una sociedad de la felicidad, o más bien de un bienestar que potencialmente presagia la infelicidad? Para un hombre como Mounier, que había hecho del rescate de las masas populares y de la destrucción de la pobreza uno de los objetivos de su vida, un viaje a Escandinavia —lo que se deduce de las notas del diario que en aquella ocasión fueron redactadas por él— representó una exigencia de reexaminar sus antiguas posiciones de cara a la relación entre desarrollo y vida personal y superación de los condicionamientos negativos ejercitados sobre ella por la falta de los bienes materiales necesarios para la vida. Lo que le había parecido hasta entonces un éxito casi necesario —un mayor desarrollo de la vida personal en relación a la superación de los obstáculos de la miseria y la ignorancia— se le presentaba en su dimensión problemática. En la quieta, eficiente, bien organizada y pacífica Suecia de 1949 él veía realizadas muchas de las aspiraciones por las cuales tanto tiempo y tan apasionadamente se había empeñado: el pleno empleo y salarios decorosos; un Estado social eficiente que garantizaría la asistencia sanitaria, las pensiones, las estructuras de ocio y tiempo libre, la enseñanza gratuita y generalizada. Pero paradójicamente, frente a los éxitos de esta especie de exitosa revolución (y sin derramamiento de sangre), no llegaba a esconder sus inquietudes, sobre todo en orden al tipo de hombre que habría sido el fruto de esta silenciosa transformación.
Si, tras haber analizado la experiencia social demócrata sueca —e incluso subrayando cómo aquel socialismo serio, tenaz, constructor fuese tan lejano a los esquematismos y también a la arrogancia de los socialismos europeos— Mounier se preguntaba qué espacio, en aquel tipo de sociedad, quedaría finalmente para la persona. El riesgo que Mounier ya entreveía —el riesgo que en muchas partes del Occidente relativamente opulento de finales de siglo se había convertido en muchos casos en realidad— es el de un Estado social que ha erradicado la miseria y las enfermedades que derivan de ella, pero que no sabe afrontar no superar las enfermedades del bienestar, y sobre todo, el gran riesgo de la despersonalización, de una existencia privada del riesgo pero también del espíritu de la aventura, de la angustia pero también de la creatividad, de las incertezas y también de la fantasía. Los viejos problemas han quedado a nuestras espaldas, y los antiguos males han sido eliminados; pero nuevos interrogantes se abren ante nuestro futuro. La sociedad del bienestar no es, no podrá ser nunca la sociedad de la felicidad. Darse cuenta de esto significa pasar del mundo de las cosas al mundo de la persona, y, por tanto, a interrogarse sobre el futuro de un Occidente que se ha convertido en prisionero de las cosas y que se ha olvidado del sentido y del valor de la persona. Es necesario, por tanto, volver a la persona, desde la perspectiva abierta por Mounier, confiando al siglo que viene [NB: es decir, al siglo XXI] la tarea de continuar una búsqueda que nunca podrá tener fin, siendo la persona, por definición, inagotable.
Publicado en Avvenire—Alfa y Omega Nº 206, 30 de marzo de 2000
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