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El fresco de Giusto de’ Menabuoi, siglo XIV, que adorna la cúpula del Baptisterio de la Catedral de Padua [© Bienes culturales de la diócesis de Padua] |
Compartimos hoy los principales fragmentos de una nota de Lorenzo Cappelletti titulada "Luz refleja" publicada en la revista 30 Días (30 Giorni), número 9, del año 2009, y en su página web.
El artículo comienza con este párrafo: «La Iglesia es comparada con la luna porque no resplandece con luz propia, sino con la de Cristo. Fulget Ecclesia non suo sed Christi lumine, escribe San Ambrosio». A continuación transcribimos la nota con sus imágenes originales y con algunas más de nuestro propio archivo personal.
«En una homilía dedicada a San Ambrosio el 7 de diciembre de 1958, cuando era Arzobispo de Milán, Giovanni Battista Montini aludía a una serie de metáforas para describir el «concepto complejo y real de la Iglesia» de su santo predecesor en la cátedra milanesa: «El simbolismo más florido, resplandeciente de metáforas y analogías, insinúa la Iglesia dondequiera se manifieste un pensamiento de Dios sobre la humanidad que hay que salvar: la Iglesia es nave, la Iglesia es arca, la Iglesia es ejercicio, la Iglesia es templo, la Iglesia es ciudad de Dios; la Iglesia es comparada incluso con la luna, en cuyas fases de descrecimiento y crecimiento se reflejan las vicisitudes alternas de la Iglesia que decrece y que remonta y que nunca desfallece, porque “fulget Ecclesia non suo sed Christi lumine”, no resplandece con luz propia, sino con la luz de Cristo» (Discorsi e scritti milanesi, vol. II: 1954-1963, pp. 2462-2463).
Hugo Rahner, el gran patrólogo jesuita, hermano del famoso (por lo menos hasta hace algunos años) Karl Rahner, se dedicó durante esos mismos años a estudiar detenidamente algunas de estas imágenes de la Iglesia en los Padres griegos y latinos. Afrontó especialmente el problema de la relación que el cristianismo antiguo estableció con nociones y mitos sobre el sol y la luna tomados como imágenes de Cristo y de la Iglesia. Lo hizo en algunos textos que hoy son capítulos de dos de sus obras tituladas respectivamente Mitos griegos en interpretación cristiana de 1957 (edición española de 2003, que llamaremos Mitos) y Simboli della Chiesa. L’ecclesiologia dei Padri de 1964 (reciente reedición italiana de 1994, que llamaremos Simboli). Para simplificar diremos que, como rezan los títulos que se han dado a dichos capítulos, “El misterio cristiano del sol y la luna” y “Mysterium lunae”, el tema de uno es Cristo como verdadero sol, el del otro la Iglesia como verdadera luna. No pretendemos resumir los dos textos. Sería imposible e inútil. Ahí están a disposición. Simplemente queremos sacar de ellos algún que otro posible punto de reflexión.
Comenzamos diciendo que todo lo que la ciencia y la poesía antiguas, a partir de la observación más natural de cada día, habían desarrollado en torno al sol y a la luna lo hace suyo cierta exégesis griega, por lo menos, y también la exégesis de Ambrosio y de Agustín que remite a ella en parte –en parte, decimos, porque más que los peligrosos meandros de la alegoría, ellos usan el método de la analogía, es decir, el ir de la creación al Creador, de las figuras a la realidad–, para ilustrar el gran misterio de Cristo y de la Iglesia, como lo llama Pablo en la Carta a los Efesios 5, 32. Las palabras de Empédocles transmitidas por Plutarco: «Sin duda los rayos de Helios emanan una luz penetrante, pero la luz de Selene es suave y clemente»; o las de Prisciano: «la luna es débil, por eso es fecunda»; o las de Anaxágoras citadas por Platón y luego por Hipólito Romano: «la luna no tiene luz propia, sino que la recibe del sol» (cf. Simboli, pp. 160-162), tuvieron que resultar, junto con otras muchas, extremadamente evocativas para la ilustración de ese «gran misterio».
Contrariamente a esa opinión que tiende a ver en la adopción de imágenes propias del mundo pagano una señal de debilidad de la fe cristiana –escribe Rahner–, «esta autoconfianza de la fe en la verdadera resurrección de Cristo le daba al cristiano antiguo plena libertad para incorporar en el bello universo de sus imágenes el misterio de la muerte, del descanso en la tumba y de la resurrección del Señor» (Mitos, p. 127).
Como es sabido, según el calendario pagano el primer día después del sábado, el día de la resurrección del Señor, era el día del Sol. Bien pronto los cristianos antiguos lo vieron como una coincidencia providencial. Es suficiente pensar en lo que significó para el emperador Constantino, antiguo adorador del Sol, que gracias a ella pudo hacer suya y favorecer no sólo la celebración del domingo, sino también la solemne celebración dominical de la Pascua y de la Víspera santa en todo el Imperio. Por lo demás, dicha coincidencia no fue desestimada tampoco por Agustín, «que admite la inutilidad de esta lucha» contra el uso de los nombres planetarios de los días de la semana (cf. Mitos, pp. 122-123), o por Jerónimo, que escribe: «El día de la Resurrección, ese es nuestro día. Y si los paganos lo llaman el dies Solis aceptamos de buen grado esta denominación: pues hoy salió la luz, hoy brilló el sol de la justicia» (Mitos, pp. 123-124). Fe en la realidad de la resurrección y libertad, cabría decir, más que fe y cultura. Pero sigamos adelante.
Los antiguos cristianos no sólo supieron ver en el sol (Helios) la resplandeciente imagen del verdadero Sol de la justicia, sino que, alentados en esto por muchas concordancias en la Escritura, vieron en la luna (Selene) «el símbolo de aquel ser maternal que acoge y recibe humildemente la luz y que se materializó en María y en la Iglesia» (Mitos, p. 160).
Nos detendremos precisamente sobre la luna y sobre esas notas que los Padres vieron amoldarse a la Iglesia, notas que pueden evocar hoy también una imagen correspondiente a su naturaleza y a su tarea.
Rahner trata ante todo de la luna moribunda como imagen de Cristo y de la Iglesia. De Cristo, porque el crecer y el menguar de la luna no es un defecto, al contrario, es lo que ha establecido Dios para que crezcan semillas y plantas, rocíos y mareas. Como escribe Ambrosio en el Exameron (IV, 8, 32), «la luna mengua para llenar los elementos. Este es un gran misterio. Le ha dado esta facultad aquel que ha dado la gracia a todos. Para que pueda llenar, la ha anonadado [exinanivit] aquel que se anonadó también a sí mismo para bajar entre nosotros; bajó entre nosotros para hacer subir a todos: “subió por encima de todos los cielos”, dice la Escritura, “para llenarlo todo”. Aquel que había venido anonadado, llenó a los Apóstoles con su plenitud. Por eso uno de ellos dice: “de su plenitud hemos recibido todos”. La luna, pues, es mensajera del misterio de Cristo» (cf. Simboli, p. 212). Por tanto, como se presenta anonadada (exinanire), la luna anuncia el misterio de Cristo». [...] Ello es comparable a las fases lunares: «En el fenómeno de las fases lunares está representado simbólicamente el misterio de la Iglesia luminosa y moribunda» (Simboli, p. 173). Para la tradición ortodoxa tanto oriental, representada, por ejemplo, por Cirilo de Alejandría, como occidental, representada por Ambrosio, el morir de la Iglesia no es un desaparecer y ni siquiera un volverse superflua. Idea, en cambio, que apuntaba en Orígenes, que en una indebida anticipación de la escatología, amenazaba con hacer desaparecer el valor de la Iglesia en el tiempo y como reflejo eliminar la distancia entre los cristianos iluminados por Cristo y Cristo mismo. Ambrosio al contrario «ensalza la Iglesia como la verdadera luna: “Si la Luna, en la que en razón de los proverbios de los profetas vemos la imagen de la Iglesia, renace a su curso mensual, de entrada se nos oculta detrás de sombras oscuras. Poco a poco llena sus cuernos con luz y cuando se encuentra frente al sol, brilla con el resplandor de su esplendor”» (Mitos, p. 171).
Aún más que por sus fases, por tanto, la luna es imagen de la Iglesia porque brilla, pero no con luz propia. Cirilo: «La Iglesia está penetrada por la luz divina de Cristo, que es la única luz en el reino de las almas. Existe, pues, solo una luz: en esta única luz resplandece también la Iglesia, que, sin embargo, no es Cristo mismo» (Simboli, p. 197). Y repite con él Ambrosio: «Desde luego no es algo insignificante la luna, que tiene en sí la imagen de la Iglesia tan amada [dilecta]. […] La Iglesia no resplandece con luz propia, sino con la de Cristo y toma su resplandor del Sol de la justicia, de modo que puede decir “ya no soy yo que vivo, es Cristo quien vive en mí”. ¡Eres de verdad feliz, oh luna, porque has merecido una señal tan grande! Feliz no por tus novilunios, sino por ser señal de la Iglesia; con los novilunios, en efecto, prestas servicio [servis], por ser señal de la Iglesia eres amada [diligeris] (Exameron IV, 8, 32)». He aquí por qué la verdadera luna es la Iglesia: porque, parece decir Ambrosio, en ella se pasa de ser siervos a la bienaventuranza de ser amados. En fin, aún más que por sus vicisitudes alternas, la luna es imagen de la Iglesia porque recibe la luz del sol, del que deriva también su fecundidad.
La luna parturienta
Porque Cristo la ama, la Iglesia engendra. Es fecunda solo porque está unida a Él. También de esta verdad dogmática la luna ha podido ser una imagen fascinante. Efectivamente, gracias a la simple observación de las mareas y de los ciclos naturales, la relación de la luna con todo lo que es húmedo (es decir, ligado al agua) y cálido, y, por tanto, con la fecundidad de la creación, estaba bien presente en el imaginario griego y romano. Desde el filosófico-científico al poético. Desde Aristóteles a Plutarco, desde Apuleyo a Macrobio, la luna es «materna mediadora entre la intensa y brillante luz del sol y la tierra oscura; y fuente del rocío nocturno, señora y madre de todo lo que nace y crece» (Simboli, p. 232).
En este caso, sin embargo, los Padres no disponían de referencias en la Escritura, como para la luna moribunda, y además tuvieron que quitar de en medio la idea idolátrica ampliamente difundida entre los paganos de la naturaleza divina de la luna (cosa que hicieron mostrando, en el comentario al Libro del Génesis, que el sol y la luna fueron creados después de los animales y las plantas: señal de que su nacimiento y crecimiento depende ante todo de la bondad del Creador y no del influjo lunar).
Pero, tanto para la investigación científica, como para la observación común, era tan evidente que todo lo que tiene alguna relación con el agua, y, por tanto, con la fecundidad, depende de la luna (cf. Simboli, p. 253) que también esta simbología pudo tomar cuerpo para delinear la fuerza de vida que la Iglesia dispensa en el bautismo. Sobre todo en algunos Padres griegos, como Metodio de Filipos o Anastasio Sinaita, para quien el nombre Selene deriva de “selas nepion” que significa en griego “luz de los niños”; pero también en Ambrosio y en Máximo de Turín, por medio de los cuales la simbología de la luna parturienta llega luego hasta la Edad Media y Dante.
Pero la luna es materna dispensadora de un agua fecunda porque «a su vez está dominada por la penetrante y radiante luz de Helios» (Simboli, p. 258). Así como el poder fecundador del agua lunar reside en el hecho de que es templada, o sea en su relación con el sol, también en el bautismo el agua es generativa sólo porque Cristo la enciende. «El cristiano nace del “agua ígnea” (Firmico Materno) del bautismo, que fecunda el sol Cristo y que dispensó Selene, la Iglesia» (Mitos, p. 173).
Y es precisamente en razón del renacimiento bautismal por lo que la Pascua no se celebra en una fecha fija, sino en correspondencia de la luna nueva de primavera. Lo explica Agustín en la Epístola 55 respondiendo a una pregunta concreta que le habían planteado: «Es el principio de nuestro vivir, el hombre nuevo del que se nos manda revestir, al tiempo que nos desnudamos del viejo. Así nos limpiamos de la vieja levadura, para ser nueva aspersión, porque nuestra pascua es Cristo, que se nos ha inmolado. Por esa renovación de nuestro vivir se ha escogido el primer mes del año para poner en él esta celebración. En efecto, se le llama mes de las primicias [mensis novorum]» (3, 5). Y Rahner comenta: «El misterio pascual de muerte y resurrección se cumple sólo porque no es mera conmemoración histórica del acto de salvación de Jesús que aconteció en el mes de nisan sino presente de una naturaleza superior en el que se comunica la nueva luz solar en una iniciación sacramental» (Mitos, p. 135). La Pascua no es una invitación inútil a recordar el pasado, sino el paso de la muerte a la vida en el sacramento.
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La Inmaculada Concepción, José de Ribera, Columbia Museum of Art, Columbia (Carolina del Sur, EE UU) |
La luna radiante
Pero la regeneración bautismal es sólo el inicio: la meta del misterio de la Iglesia es la resurrección de la carne. Con otras palabras, el misterio de la Iglesia visible y terrena es de orden escatológico. Su realidad terrena puede percibirse realmente sólo mediante una mirada a su fin último. «El final permanere cum sole para Agustín es la esencia de la esperanza cristiana» (Simboli, p. 269).
Pues bien, también para esta verdad los Padres utilizaron las imágenes que les ofrecía la luna. Ante todo se contraponen a las burdas supersticiones y creencias que existían en torno a la luna, pero al mismo tiempo las usan para comunicar la esperanza del cumplimiento.
Efectivamente, Selene en la antigua cosmología era la estrella que marcaba el límite entre las regiones de la tierra y las del cielo. Todo lo que está por encima de ella era considerado santo e inmutable, pero todo lo que está por debajo de ella parecía dominado por el hado, marcado por la corrupción y por la volubilidad, por lo que los paganos temían que en los eclipses la misma luna pudiera caer en una oscuridad definitiva. Y se encomendaban a amuletos y magos para tener seguridad, para que les libraran de los demonios y del hado.
El anuncio cristiano es que en el bautismo se empieza ya a vivir como “por encima de la luna” y no sólo con el alma. La providencia de Cristo ocupa el lugar del hado sublunar. «Ya el Vidente de Patmos había enseñado a considerar la Iglesia como la gran mujer que está sobre la luna, por encima de toda volubilidad, de la corruptibilidad terrena, de la ley del hado, sobre el reino del espíritu de este mundo» (Simboli, p. 278). Y esto precisamente porque esa mujer, que es al mismo tiempo María y la Iglesia, «está revestida del sol, del sol de la justicia de Cristo», escribe Agustín en el Comentario al Salmo 142, 3 (cf. Mitos, p. 166). «La Iglesia está exenta de todo poder demoníaco porque participa del misterio de la inmutabilidad de Cristo. “No tienen ninguna eficacia los hechiceros donde cada día se canta el cántico de Cristo” (Ambrosio, Exameron IV, 8, 33). En efecto, como dice Ambrosio con una expresión más bien atrevida, la Iglesia, la espiritual Selene, “tiene como hechicero a su Señor Jesús”» (Simboli, p. 281). La Iglesia subsiste y resiste sólo por el “atractivo de Jesucristo”, podríamos decir con palabras ambrosianas de más reciente cuño.
Pero en segundo lugar –y así volvemos a las palabras del arzobispo Montini con las que abríamos el artículo– «la desaparición y renovación de la luna es “también para los hombres sencillos una figura clara de la Iglesia, en la cual se cree en la resurrección de los muertos”. El continuo cambio de la luna representa muy bien la naturaleza mortal de nuestro cuerpo» (Simboli, p. 284). El cumplimiento no pertenece a la tierra; también nosotros esperamos con toda la creación la redención definitiva de nuestro cuerpo. «La Iglesia ha podido así dirigir la mirada de sus fieles al bienaventurado reino del mundo del más allá donde brilla únicamente el etéreo fuego de Cristo» (Simboli, p. 285).
Como se ve, el mysterium lunae ofrece muchas sugestiones para comprender cuál es la naturaleza propia del la Iglesia y, por tanto, cuál es el actuar que le conviene. La Iglesia no puede pretender ser el término último de la mirada de los hombres. En efecto, la luz que la Iglesia refleja no es suya y el agua que la Iglesia sigue dispensando viene de lo alto. A la Iglesia y a su autoridad no se le puede nunca asignar la imagen del sol, aunque en algunos momentos de su historia haya existido esta peligrosa desviación [...].
En el Ángelus del pasado 4 de octubre Benedicto XVI, refiriéndose a la segunda Asamblea sinodal para África que acababa de inaugurar, decía con su acostumbrada e inequívoca sencillez: «No se trata de un congreso de estudio ni de una asamblea programática. Se escuchan relaciones e intervenciones en el aula, se habla en los grupos, pero todos sabemos bien que los protagonistas no somos nosotros: es el Señor, su Espíritu Santo, quien guía a la Iglesia».
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