miércoles, 18 de mayo de 2022

La liturgia es esencialmente belleza salvífica

Lo que voy a relatar ocurrió en mi parroquia, pero, tristemente, situaciones parecidas se dan en muchos templos argentinos.

En mi parroquia decidieron este año que en la Vigilia Pascual no se cantara el Pregón Pascual, que no hubiera más que dos lecturas del Antiguo Testamento, que no se entonara ni rezara el Gloria sino un burdo sucedáneo, que no se cantaran las Letanías de los Santos ("porque no hay bautismos"), que no se hiciera el saludo pascual a Nuestra Señora, que en un momento ingresara una ruidosa murga...

Casi nada de lo que constituye la esencia de la Noche Santa fue ofrecido a los fieles, siguiendo la tendencia que hace de la Vigilia Pascual una misa vespertina más, lo más breve, vulgar y pedestre que se pueda. Publicaría un par de videos tomados en la ocasión, pero dan vergüenza ajena.

Claro que no puede sorprender que la liturgia más solemne del año se haya convertido en algo tan burdamente lejano de lo que debe ser. La misa  misma -cualquier misa- se ha convertido en muchos lugares en un show vulgar, improvisado y feo.  "La belleza y el misterio han sido suplantados por la chabacanería y el peor de los gustos". Muchos de los que se ocupan de preparar las celebraciones (guionistas, cantores, sedicentes maestros de ceremonias...) no sólo carecen de los mínimos conocimientos litúrgicos, ¡sino que se niegan obstinadamente a aprender!

Para reflexionar sobre esta triste experiencia litúrgica pascual, nos parece oportuno compartir una nota publicada hace casi diez años en el blog Caminante Wanderer, referida a la ltiurgia como "belleza salvífica". Transcribimos hoy la parte principal de aquella nota, titulada originalmente "¡Es la belleza, estúpido!". La desesperante anécdota inicial ayuda a entender el marco de referencia personal que muestra la actualidad de lo señalado en el artículo. 


¡Es la belleza, estúpido!

(fragmento)

La liturgia es esencialmente belleza salvífica. La repetida sentencia de Dostoyevski – “La belleza salvará al mundo” , sólo puede ser entendida en ese sentido. A nosotros, racionales y mediocres conocedores de la escolástica medieval, la frase nos parece incomprensible y absurda. Sin embargo, como cristianos sabemos que la verdadera belleza es el rostro transfigurado de Cristo-hombre, y se trata de una belleza que tiene su origen en la voluntad salvífica de Dios Padre hacia la humanidad. Y es así que los Padres, tanto de la Iglesia oriental como de la occidental, afirman que la liturgia es la obra salvífica del Unigénito Hijo de Dios que continúa en nuestros tiempos.

Esta concepción de la liturgia como un entrocamiento sin solución de continuidad entre la vida del cielo y la de la tierra aparece con mucha claridad en la teología bizantina. Ellos ven que sus iglesias y la liturgia que en ellas se celebra es una imagen del mundo divino, tal como afirma San Germán de Constantinopla (s. VIII): “El templo es el cielo en la tierra, donde el Dios del cielo habita y se mueve”. Y por eso, cuando a fines del siglo X San Vladimir de Kiev envía a sus embajadores para que visitaran templos musulmanes, cristianos latinos y cristianos bizantinos a fin de decidir qué religión adoptaría el pueblo ruso, sus legados le dijeron: “Cuando visitamos a los griegos, vimos donde ofician en honor de su Dios, y no sabíamos si estábamos en el cielo o en la tierra, porque no hay sobre la tierra un espectáculo tan bello, y que no somos capaces de describir. Allí Dios habita con los hombres… Todavía no podemos olvidar tanta belleza”.

Es verdad que a nuestro oídos modernos nos suena un relato naïf  propio de pueblos primitivos como eran los habitantes de la Rus de Kiev en los umbrales del primer milenio. Pero prestemos oídos cristianos. Esta visión bizantina de la liturgia no es una fantasía, sino que proviene del misterio de la encarnación de Cristo, anunciado en las Escrituras y explicado en los textos litúrgicos. San Pablo les escribía a los filipenses: “Cristo Jesús, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor,  haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: "Jesucristo es el Señor"”. El Salvador del mundo es Jesucristo resucitado, glorificado, ascendido a los cielos y sentado en la gloria a la derecha del Padre. Más bello que Él nada existió, nada existe y nada existirá. Y su manifestación es la liturgia.

San Juan Damasceno (s. VIII) dice: “En los tiempos antiguos Dios, incorpóreo y sin forma, no podía ser representado bajo ningún aspecto. Pero ahora, porque Dios ha sido visto mediante la carne… yo represento aquello que de Dios ha sido visto”. En esta teología, el ritual eclesiástico constituye tanto una representación cuanto una re-presentación –hacer de nuevo presente la obra salvífica de Cristo sobre la tierra.

Es esta concepción la cualidad fundamental de la liturgia bizantina: trascendente, pero no distante; hierática, pero no clerical; común, pero no impersonal; tradicional, pero no formalista. Este equilibrado mosaico es muy fácil de romper pero implica que, para los orientales, la acción litúrgica no sea simplemente una “ceremonia” sino también un objeto de contemplación, una visión majestuosa, llena de misterio, frente a la cual nos prosternamos con temor reverencial.

Al ingresar a una iglesia tradicional rusa, se experimenta el encontrarse en un lugar de misterio, un lugar santo, separado del mundo e inundado de la presencia de Dios. La gran barrera del iconostasio se alza delante del santuario, donde está el Santo de los Santos y el trono de Dios. Nadie, a excepción de los ministros sagrados, puede pasar a través de las puertas de esta pared divisoria. Pero esta barrera, que en algunos momentos del oficio puede esconder el altar a nuestra vista, no es un obstáculo para la participación del pueblo en los misterios de la liturgia, sino más bien una ayuda. En efecto, la piedad oriental nace tanto del ocultamiento como de la manifestación, y las puertas y el velo del iconostasio son un testimonio tangible del misterio que se vive en la liturgia. Si siempre todo es manifiesto, no hay manifestación. De allí la necesidad del ocultamiento, y que Nicolai Gogol haya escrito: “En este momento, las puertas reales son abiertas solemnemente, como si fueran las mismas puertas del reino de los cielos, y delante de los ojos de los fieles reunidos aparece radiante el altar, semejante a la morada de la gloria de Dios y lugar de la sabiduría celestial de la cual desciende sobre nosotros el conocimiento de la verdad y la proclamación de la vida eterna”.

En nuestro mundo sublunar, es este el único modo –el simbólico en el que somos capaces de entrar “al interior del velo del santuario, donde Jesús entró por nosotros como precursor” (Heb. 9,11). Pero esta entrada no es menos real porque, desde el momento en que Cristo vino de una vez para siempre, se ha abierto una brecha en el muro del cielo y nosotros estamos en comunión con la liturgia celestial ofrecida por las potencias celestes en torno al altar de Dios.

La liturgia celebrada en esta atmósfera de profundo simbolismo, a través del cual el esplendor sobrenatural de la inaccesible majestad de Dios se hace cercano, se testimonia  la exaltación y la santificación de lo creado, la majestuosa aparición de Dios que nos inunda, nos santifica, nos diviniza a través de la luz transfigurante de su gracia celestial. No se trata solo de “recibir los sacramentos” sino de vivir habitualmente dentro de una atmósfera que nos envuelve en cuerpo y alma, transfigurando la propia fe en una concreta visión de belleza y gozo sobrenatural.

Peter Hammond escribe lo siguiente en su viaje a la campiña griega: “Para los cristianos griegos la más humilde iglesia rural es siempre el cielo en la tierra, el lugar donde hombres y mujeres, según su capacidad y su deseo, se aferran a la liturgia adorante del cosmos redimido, donde los dogmas no son abstracciones estériles sino himnos de exultante alabanza, y la obra salvífica de la compasión divina –la cruz, el sepulcro, la resurrección al tercer día y la ascensión al cielo se hace presente y efectiva a través de la obra del Espíritu Santo que fue, es y será”.

Insisto. Para nosotros, modernos latinos racionalistas, esto no parece más que poesía. Sin embargo, no es así. La liturgia es teofanía, terreno privilegiado de nuestro encuentro con Dios, donde los misterios son verdaderamente vistos con los ojos transfigurados de la fe. Es muy significativa la anécdota que relata un jesuita viajero en Rusia. Hablando con un batjushka, le explicaba que lo importante de ser cristianos es la conversión de los pecadores, la confesión, la enseñanza del catecismo, la oración. Agregaríamos nosotros el grupo parroquial, las marchas provida, los campamentos y muchas otras “manijas”. Y, en todas estas actividades, la liturgia juega sólo un papel secundario. El anciano maestro ruso le respondió: “Entre ustedes se trata solamente de una cosa secundaria. Pero entre nosotros no es así. La liturgia es nuestra oración común, introduce a nuestros fieles en el misterio de Cristo mejor que todo vuestro catecismo. Hace pasar delante de nuestros ojos toda la vida de Cristo… Para entender el misterio de Cristo resucitado, ni vuestros libros, ni vuestras predicaciones son de ayuda alguna. Para esto es necesario haber vivido con la iglesia bizantina la Noche Gozosa (la Pascua)”.

Cuando descendemos de este mundo al que nos ofrece nuestra liturgia romana heredada del papa Montini –¡al que algunos últimamente se les ha ocurrido hacer santo! nos pegamos un terrible porrazo. Creo yo que ni siquiera en el mejor de los casos, cuando es bien celebrada si es que esto es posible, puede transmitir un mínimo porcentaje de belleza. No fue pensada para eso por los reformadores. Ellos más bien querían una reunión festiva de fieles animada por un Piñón Fijo u otro showman presbiteral. Ni qué hablar de las liturgias parroquiales habituales, que están mal o, más frecuentemente aún, malísimamente celebradas. En ellas la belleza y el misterio han sido suplantados por la chabacanería y el peor de los gustos; lo sobrenatural por lo sociológico; el cielo por la tierra. Hoy, no es la belleza la que salva el mundo y ni siquiera la razón. Duele decirlo, pero pareciera que estos curas sostienen que es la fealdad popular la que salva.

Y así estamos. ¡Es la belleza, estúpido! 

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