miércoles, 15 de febrero de 2023

El Vaticano II como "evento"

Compartimos hoy fragmentos de una nota publicada originalmente en el blog Unam Sanctam Catholicam, firmada por "Bonifacio". La presente traducción al español de Agustín Silva Lozina fue publicada en enero en Caminante Wanderer


Hay un momento de epifanía en el camino hacia el Tradimundo que ocurre cuando te das cuenta de que al grupo progresista que controla la Iglesia en realidad no le interesa lo que dijo el Vaticano II. 

¡Recuerdo mi forma de pensar antes de esta revelación trascendental! Recuerdo haber argumentado que lo que necesitábamos era fidelidad a los documentos conciliares, volviendo a “lo que realmente quiso el Vaticano II”. Solía ​​publicar ensayos haciendo exégesis de los documentos conciliares en un intento de mostrar “lo que realmente querían decir”. Yo estaba completamente a bordo del tren conservador, con la esperanza, siempre vana, de una “verdadera implementación del Concilio”. Pensaba que la explicación paciente del “verdadero significado” de estos documentos era una respuesta suficiente a la crisis modernista; que la razón por la cual los sacerdotes y obispos permitieron tonterías sin control en sus iglesias fue porque honestamente no sabían que Sacrosanctum Concilium pedía la preservación del latín y el canto gregoriano, o sinceramente no entendían que quería decir realmente la participatio actuosa.

Pero, ¿cuántos años puede uno agotarse en tales búsquedas? ¿Por cuánto tiempo puedes golpear tu cabeza contra la pared? Sin duda, es importante entender los documentos desde una perspectiva teológica; pero otra cosa es si pensamos que explicar pacientemente los documentos con la esperanza de que surja el “verdadero Concilio” no es otra cosa que perseguir un escurridizo fuego fatuo. 

En cierto momento me di cuenta, como muchos de nosotros, que a los progresistas no les importa lo que dijo el Vaticano II. No ven al Concilio como una serie de enseñanzas; más bien, lo ven como un evento. Y no un acontecimiento cualquiera, sino un acontecimiento cuya naturaleza es metahistórica. No es simplemente un paso más en el largo camino del devenir histórico; es una revolución demoledora de paradigmas que rompe la cuarta pared de la historia, pretendiendo no solo cambiar la trayectoria histórica de la Iglesia, sino sacarla por completo de los límites de la historia y la tradición. ¿Qué les importa a personas de tan alta visión, de tan grandiosas pretensiones, la definición precisa de participatio actuosa, las rúbricas de la IGMR, o cualquier otra consideración que sea meramente textual?


Hace seis años, fui invitado a la casa de un apologista católico popular para dar una charla sobre el papel de la tradición católica. Allí argumenté —como sigo argumentando hoy— que tratar el Concilio como una colección de textos sin entenderlo como un evento histórico es la razón principal por la que los “conservadores” no avanzan contra la revolución progresista. Después de la charla, uno de los asistentes, un notable teólogo hiperpapalista, siguió sacudiendo la cabeza en desacuerdo, diciendo: “¡No, no, los documentos importan!”, como si fuera un mantra. (...) Seis años pasaron y sigue sacudiendo la cabeza y repitiendo el mismo mantra.

Respecto de las Sagradas Escrituras, Santo Tomás de Aquino dice que podemos tener una disputa significativa con un oponente sólo si admite al menos algunas de las verdades de la revelación. “Contra los que niegan un artículo de fe”, dice el Aquinate, “podemos argumentar a partir de otro”. Pero, ¿y si el oponente no concede ninguno de los artículos de la revelación divina? Entonces la discusión se vuelve imposible, ya que no hay un terreno común, porque, continúa el Doctor Angélico, “si nuestro oponente no cree nada de la revelación divina, ya no hay ningún medio de probar los artículos de fe mediante el razonamiento, sino solo de responder a sus objeciones” (STh I, P. 1, art 8).

De manera similar, si ha quedado claro que los progresistas no otorgan ninguna autoridad a los textos del Vaticano II, entonces, ¿en qué terreno común podemos estar? ¿Sobre qué base plantamos nuestros pies cuando nos atrevemos a explicar “lo que el Concilio realmente quiso decir” si a nuestros oponentes no les importa? No se trata de dos enfoques hermenéuticos diferentes de los documentos conciliares, sino de dos paradigmas diferentes del Concilio mismo, entre los cuales se ha creado tal abismo, que quienes quisieran saltar de un lado al otro puede que no sean capaces.

Puedo escuchar algunas objeciones: “¡Los tradis tampoco reconocen la autoridad de los textos del Vaticano II!” Es cierto que no les reconocemos autoridad infalible, pero esto no es novedoso; no es nada más allá de lo que enseñó el mismo Pablo VI, cuando dijo:

Hay quienes preguntan qué autoridad, qué nota teológica, quiso dar el Concilio a sus enseñanzas, sabiendo que evitaba emitir definiciones dogmáticas solemnes respaldadas por el magisterio infalible de la Iglesia. La respuesta la conocen los que recuerdan la declaración conciliar del 6 de marzo de 1964, repetida el 16 de noviembre de 1964. En vista de la naturaleza pastoral del Concilio, este evitó proclamar de manera extraordinaria cualquier dogma que estuviese marcado por la infalibilidad". (Pablo VI, audiencia general del 12 de enero de 1966)

Los católicos tradicionales son, de hecho, el único segmento de la Iglesia que intenta construir una interpretación precisa del Vaticano II, tanto en términos del significado como de la autoridad de sus documentos. Si bien la comprensión de los documentos fue solo una parte del fenómeno conocido como Vaticano II, seguimos afirmando que posee un contenido objetivo que por lo menos debe ser entendido. 

Esto es totalmente contrario a la manera progresista de utilizar los documentos. Los ejemplos son innumerables, pero para tomar uno reciente, podríamos recurrir a este artículo de la revista America , donde un cardenal jesuita habla con elocuencia sobre las “conferencias eclesiales” recientemente aprobadas en la Amazonía que reemplazarán a la conferencia episcopal regional. Estas nuevas conferencias incorporarán a laicos, hombres y mujeres, en el gobierno de la Iglesia. El cardenal dice que este arreglo “deriva del Concilio Vaticano II” y cita Lumen Gentium como justificación. Lumen Gentium no dice nada sobre laicos dirigiendo la Iglesia; dice específicamente que los obispos gobiernan la Iglesia por decreto divino, y que los laicos participan en la obra de Dios a través de su trabajo secular y vida familiar. (...) Al cardenal no le importa lo que enseña el Vaticano II. “Vaticano II” se convierte en una etiqueta vacía asignada a todas y cada una de las novedades.

Si se fijan, verán que las ridículas novedades que el Vaticano viene produciendo más rápido de lo que el Banco Central Argentino emite pesos, tienen más probabilidades de provocar mi risa que mi consternación hoy por hoy. Sin duda, estoy profundamente entristecido y consternado por el estado de mi Santa Madre Iglesia, pero no hay mucho que una persona pueda hacer antes de que su rostro desgastado por la batalla se rompa en una sonrisa, y luego se eche a reír por cada uno de los disparates que salen. Es una respuesta humana extraña pero adecuada a lo absurdo, especialmente en situaciones donde la severidad ha escalado hasta el punto de la ridiculez. Cárgame con una deuda de diez mil dólares y me preocuparé; ensártame una deuda de diez millones de dólares y es más probable que me ría en tu cara. 

No hay empeño más inútil que buscar “el verdadero Vaticano II”. Uno tiene mejores posibilidades de encontrar la Fuente de la Eterna Juventud o el Arca de la Alianza. Esto se debe a que no existe un “auténtico Concilio Vaticano II” que se pueda encontrar solo mediante el análisis documental, y es la búsqueda más estéril, más inútil pensar de otra manera. El Vaticano II no se puede encontrar únicamente en los documentos más de lo que se puede encontrar la Revolución Francesa leyendo la Declaración de los Derechos del Hombre.

Y así, ya no me preocupo intelectualmente sobre el “verdadero significado” del Vaticano II. Ciertamente reconozco un significado objetivo de los documentos, e incluso soy capaz de hacer extrapolaciones sobre él si he bebido lo suficiente. Pero hace mucho tiempo que salté del tren conservador, prefiriendo más bien andar por “las sendas antiguas donde está el buen camino” (Jeremías VI, 16), incluso si voy a paso de tortuga, porque prefiero el exilio del desierto al precipicio de la irrelevancia al que se dirigen los rieles del “auténtico Concilio”.

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