miércoles, 2 de noviembre de 2022

"El moridero" o la agonía de la vida religiosa

En octubre pasado, el célebre blog católico Caminante Wanderer publicó la entrada que -con mínimos ajustes en el texto- transcribimos hoy. Su título original -"El moridero"- hacía referencia a la agonía de la vida religiosa después del Vaticano II. La experiencia de la protagonista, la hermana Clara, es la de muchos consagrados de ambos sexos en los últimos años. A continuación de la nota, añadiremos un par de reflexiones que proceden, algunas de los comentaristas del artículo original, y otras de nuestra propia experiencia.


El moridero

La hermana Clara es hija de una familia de inmigrantes europeos que llegó a Argentina hace un siglo y que en el término de pocos años, y en base al esfuerzo y al trabajo, se hizo de una pequeña fortuna que le permitió comprar algunos campos y dedicarse a la explotación agrícola. Enviaron a sus hijos a colegios religiosos, en régimen de internado, y en ese ambiente nació la vocación de Clara. A los quince años dejó su casa paterna, subió a un tren y, atravesando las pampas infinitas y polvorientas, llegó a Buenos Aires, donde haría su formación. Era el año 1943, y por veinte años no volvería a su tierra.

Eligió para seguir a Cristo la misma congregación de monjas enseñantes y aptas para todo servicio que regenteaba el colegio al que la habían enviado sus padres. Es una de las cientos de congregaciones femeninas y masculinas que nacieron durante el siglo XIX, fundadas por religiosos, obispos, párrocos o simples señoritas piadosas, y que fueron las protagonistas del gran impulso misionero decimonónico hasta bien entrado el siglo XX. Buena parte del planeta les debe a ellas la fe.

Terminado su proceso de formación, la hermana Clara fue destinada a diversas casas que su congregación tenía en Argentina, y que eran muchas. El inicio de los años ’60 la encontró en una diócesis pequeña cuyo obispo fue uno de los exponentes más destacados no solo del progresismo sino del tercermundismo. Y así, la hermana Clara, como la enorme mayoría de los religiosos católicos de la época, se deslumbró con las novedades del Concilio Vaticano II y abrazó entusiasmada los postulados de la nueva iglesia, de puertas abiertas, que estaba naciendo. Ella permaneció fiel, nunca se quitó el hábito ni dejó de recitar el oficio o el rosario, pero su mentalidad cambió, como cambió todo lo que la rodeaba.

Por su espíritu emprendedor y de liderazgo, a comienzo de los ’80 se le ordenó que fundara una nueva casa en un remoto pueblo patagónico, donde el viento jamás deja de soplar. Y allí fue, con dos compañeras, solas y desamparadas. Les dieron una pequeña casa, que apenas cumplía con las condiciones mínimas para ser un “convento”, y nada más. La hermana Clara debió emplearse como maestra en una escuela pública y otra de las hermanas como enfermera en el hospital para poder sobrevivir. Esa era su vida: por las mañanas, maestra de escuela y por las tardes actividades “pastorales” de todo tipo. Y, en los días libres, viajes a las profundidades del desierto patagónico, en busca de almas. 

Habían pasado casi diez años. Las autoridades de su congregación comenzaron a caer en la cuenta de que las vocaciones, que tan numerosas  habían sido en un momento, ya no lo eran más. El cierzo del Vaticano II estaba llegando también a ellas. Alarmadas, decidieron hacer lo que hacía el resto de las congregaciones: fundar en países periféricos, a fin de captar nuevas vocaciones que si no por amor a los consejos evangélicos, al menos por alcanzar una vida más cómoda, ingresarían a los noviciados vacíos. Y destinaron entonces a la hermana Clara a Bolivia. Allí fundó cuatro casas y un noviciado, y pasó cinco años viviendo en medio de la selva amazónica. Y cumplió el objetivo: varias jóvenes bolivianas ingresaron a su congregación.

La hermana Clara se estaba haciendo mayor. La llamaron nuevamente a Argentina, donde fue destinada a varias casas, a aquellas en las que había algún problema, pues se sabía de sus habilidades para arreglar entuertos. Y así siguieron pasando los años, mientras su congregación se agostaba. 

Hoy la hermana Clara es muy anciana. Vive en una ciudad pequeña, fea y húmeda del interior de la Argentina, donde su orden tiene un colegio. En su comunidad son cuatro monjas. La superiora, de 74 años, es piadosa y caritativa; la hermana Ana tiene 86, y camina escorada hacia la izquierda; la hermana Atilia tiene 87 y su cuerpo está curvado en ángulo de 90º, y la hermana Clara, con 95, aún mantiene su porte erecto y su lucidez. Han desaparecido los horarios que dispone la regla. Sólo están obligadas al almuerzo y a las vísperas en común. No tienen misa en el convento pues los dos curas del pueblo están en sus tareas y no pueden atenderlas; se contentan, entonces, con “participar” en alguna misa que encuentran en Youtube. El resto del tiempo lo pasan en sus celdas, durmiendo, o sentadas en el locutorio, que es también sala común y refectorio, y capilla a la hora de la misa; un lugar oscuro y sólo iluminado por anticuados tubos de luz fluorescente. Allí se entretienen con sus celulares, con los programas de TV, con el relato de sus enfermedades o con los chismes que siempre llegan puntuales.

La congregación fundó en la primera mitad del siglo pasado el colegio en el que viven,  y las monjas lo regentearon durante décadas; luego fueron las “animadoras pastorales”; hoy son apenas una suerte de inquilinas de algunas dependencias, meros fantasmas que transitan lentamente por las frías galerías; sólo son saludadas por  los más caritativos de los “laicos comprometidos” que se han hecho cargo de la institución.

La hermana Clara ha sido destinada a uno de los tantos morideros que tiene su congregación. Se está muriendo. De vez en cuando mira hacia atrás. Las seis casas que fundó a lo largo de su vida fueron cerradas. Del grupo de religiosas bolivianas que ingresó, no queda ninguna; todas abandonaron la vida religiosa luego de obtener algún título universitario en la Argentina. De las numerosas casas que tenía su congregación en Argentina, sólo quedan cuatro, y a fines de este año cerrarán una más. 

La vida de la hermana Clara es, sin duda, una vida ofrendada a Dios. Siendo muy joven se enamoró de un ideal; se enamoró del Señor, y lo siguió a lo largo de muchos años y muchos avatares. Perseveró. Está ya llegando a la meta y conservó la fe. 

Con la hermana Clara está muriendo también su congregación, que no tiene ya posibilidad de regeneración. Y mueren también todos los días otras congregaciones, masculinas y femeninas, que durante muchos siglos fueron una de las preseas más valiosas de la Iglesia católica. 

Por estos días se están “celebrando” los 60 años del inicio del Concilio Vaticano II; lo celebran, claro, los obispos y sacerdotes que más años acumulan en sus vidas y más escamas en sus ojos. “El Concilio Vaticano II fracasó en los términos establecidos por sus propios partidarios. Estaba destinado a hacer que la Iglesia fuera más dinámica, más atractiva para la gente moderna, más evangelizadora, menos cerrada, obsoleta y autorreferencial. No hizo ninguna de estas cosas. La iglesia declinó en todas partes del mundo desarrollado después del Concilio Vaticano II, tanto bajo papas conservadores como liberales, pero el declive fue más rápido donde la influencia del Concilio fue más fuerte”. Estas palabras las escribió la semana pasada Ross Douthat en una columna de opinión del The New York Times. La hermana Clara no necesita leer ese diario para saberlo.

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Encabezado de la nota de The New York Times


Hasta aquí, la encomiable nota del Caminante Wanderer.

La enriquecen algunos comentarios, como los que glosamos o transcribimos a continuación.


▀ Qué pintura tan estupenda del esplendor que la congregación de la hermana Clara supo tener un día y de este ocaso fatal que hoy la condena a la muerte. ¿Quién lo hubiera pensado en 1943? Porque ese "moridero" en que también se han convertido las casas que ella fundó, es una copia fiel del triste destino de tantas otras casas de religiosas/os que un día fueron y ya no son. Claro, algo pasó en el medio, porque cuando todo parecía sonreir, el Concilio "pastoral" empezó a dar sus primeros frutos...

▀ Alguna hermana Clara sufre profundamente y se pregunta si su vida sirvió para algo

▀ Recorriendo el país uno se encuentra con muchísimos cuadros similares, morideros parecidos. 


Y podemos añadir otros comentarios a esa nota original, formulando algunas preguntas a partir del texto:

1) ¿Todos los religiosos son concientes de lo que está pasando?

He conocido unas cuantas hermanas Clara que no se dan cuenta. Entre otras, la Madre R. (...) (calculo que debe andar por los 90 años). Mi madre hizo toda primaria y secundaria en el colegio de dicha congregación. Durante toda su primaria y al principio del secundario, sus maestras y profesoras eran las monjas. Tenían, además, pupilas, generalmente hijas de padres que vivían en campos del Oeste de la Prov. de Buenos Aires. Para cuando se recibió (1964) sólo quedaba una docena de monjas -que habían modernizado su hábito, las que todavía usaban- y habían tenido que contratar profesoras laicas. En los años siguientes, se enteró que muchas de las monjas más jóvenes habían abandonado para casarse, mudarse a vivir en una villa o, incluso, para sumarse a la guerrilla. Hoy sólo queda media docena de monjas en todo el país y el colegio -luego de una serie de escándalos económicos protagonizados por los laicos que lo regenteaban- cerró sus puertas y todo el lote con el edificio abandonado está en venta para demolición. La Madre R. sigue pensando que está todo bien.

2) ¿Cuál es la causa inmediata de esta situación? 

Cuando "un colegio conocido de Bella Vista" estaba buscando una locación para mudarse, un directivo 

visitó a una de estas congregaciones en San Miguel y, al ver que el inmenso lugar solo estaba habitado por 3 o 4 religiosas ancianas, quiso saber acerca de cómo habían llegado a esa situación. "¿Qué pasó, hermanas?" les preguntó. Y la hermana superiora, con un gesto inconfundible de resignación y con una cansada mirada dirigida al vacío, le contestó: "Pasó el Concilio".


3) ¿Qué pasa con los pocos sacerdotes y laicos que sí ven lo que está pasando y se animan a decirlo?

Soy un sacerdote de casi 50 años a quien, desde niño en la catequesis y después en el seminario, trataron de formar en el "espíritu del Concilio". Como a todos los de mi generación. Y tengo que confesar que durante algún tiempo llegué a pensar que era privilegiado por tener la oportunidad de vivir mi fe y mi ministerio sacerdotal en un tiempo de maravillosa renovación eclesial, de verdadera primavera cristiana...

Afortunadamente, siempre tuve algo de cabeza y sentido común, y esa brevísima primera impresión duró muy poco. Ahora sé que me ha tocado vivir mi sacerdocio en medio de la más grande crisis de la Santa Iglesia a lo largo de su historia, retratada magistralmente en la hermana Clara y su instituto religioso. Ese doloroso descubrimiento me decidió a ser siempre fiel a la Iglesia fundada por Jesucristo, no a la que se "fundó" en 1965 o mucho menos en 2013.

Muchas han sido ya las dificultades que he tenido que enfrentar a causa de esta determinación. Aún así, lo más doloroso es tener la convicción de que lo peor está por venir. Si me preguntan por qué creo esto, los remito a un artículo que se publicó en este mismo blog hace unas semanas, con el cual concuerdo plenamente: "No ver lo evidente". Es, en mi opinión, lo mejor que he leído aquí desde que sigo el blog, aún cuando he leído mucho y muy bueno.

Espero que Dios nos de a todos la fortaleza, la fe y la ciencia para seguir siendo fieles a Jesucristo Salvador en estos tiempos oscuros. Dios es siempre fiel y providente. Que se apague nunca nuestra confianza incondicional a Él.

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En este blog hemos relatado muchas veces abusos y aberraciones litúrgicas. Frecuentemente, por ejemplo, tengo la horrenda experiencia de ver a un sacerdote entrado en años celebrando la misa a misal cerrado, es decir, improvisando todo lo que dice, con total desparpajo y prácticamente sin signos exteriores de piedad. Es un fruto maduro de ese mal "espíritu" que ha envenenado la vida de la Iglesia. Pero mientras ese sacerdote hace su show casi pagano, las instituciones parroquiales languidecen, la asistencia a misa cae en picada, la edad promedio de los laicos comprometidos aumenta, y los pocos que ven el abismo y lo denuncian son (somos) sistemáticamente apartados de todo espacio de influencia en la vida de la comunidad.

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