miércoles, 8 de mayo de 2024

"Creo en el Espíritu Santo" (4 de 5)

Ofrecemos hoy la cuarta parte del capítulo inicial del libro "Creo en el Espíritu Santo", del padre José Gallinger svd. ilustrada con fotos propias de templos porteños



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5. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia


a) Como alma animante habitante

Los Santos Padres gustan mucho de presentar al Espíritu Santo como alma de la Iglesia. Lo que el alma es para el cuerpo del hombre, dice San Agustín, eso es el Espíritu Santo para el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Así como el Espíritu Santo cubrió con su sombra a la Virgen María para formar en su seno virginal el cuerpo histórico e individual de Jesús, así fue dado a la Iglesia en el día de Pentecostés para hacer de ella el Cuerpo espiritual o místico del Señor.

El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia según dos aspectos que es fácil distinguir: 

1° es el alma animante: es el principio de todas las actividades de santidad y de salvación que en la Iglesia se realizan a través de cada uno de sus miembros, los cristianos. Así, como dice San Pablo, el Espíritu Santo es el principio de mi oración, de mi amor, de todas mis pobres virtudes. Es el principio de los actos por los cuales el Sacerdocio y la Jerarquía alimentan y guían la Iglesia en la fe, la gracia y en la vida fraternal. 

2° es el alma habitante: no sólo actúa en la Iglesia, sino que también habita en ella. La casa del Señor no está hecha para mirarla solamente, sino para estar en ella. El Espíritu Santo es su dulce huésped. San Pablo nos recuerda frecuentemente esta inhabitación del Espíritu de Dios en nosotros.

Catedral Santa María del Patrocinio

Como "alma animante" es el Espíritu Santo quien impulsa a cada uno a cumplir con sus funciones específicas dentro del Cuerpo de Cristo. Es natural de que en un cuerpo organizado haya variedad de miembros, así es el caso de la Iglesia. No todos son absolutamente iguales. Hay simples fieles y hay sacerdotes; hay simples sacerdotes y hay Obispos que poseen la plenitud del sacerdocio... El Espíritu Santo a todos los anima y a todos ayuda a realizar sus funciones propias dentro del Cuerpo de la Iglesia. 

A los fieles los anima como a simples fieles: todos son animados y activos. El día de Pentecostés el Espíritu Santo no bajó sobre solamente los Apóstoles, sino sobre todos los que creían en Cristo y se hallaban reunidos como en cantidad de unas 120 personas. A través de ellos llega también hasta ti. También tú eres una célula viva del Cuerpo Místico de Cristo. No pienses ni digas que nada tienes que hacer en él. Todos debemos colaborar en la edificación del Cuerpo. Cada uno en su puesto y conforme a la medida que le ha sido acordada por el Espíritu Santo. Tu salud y tu vigor espirituales son necesarios al total del Cuerpo, a la realización de los deseos de Dios para con todos los cristianos. Nunca un miembro del cuerpo sufre sin que los demás padezcan por ello; es la ley de la comunión de los santos... 

A veces lo que menos aparece a los ojos de los hombres y que menos se aprecia es lo que más largos influjos desarrolla sobre la vitalidad de la Iglesia. Un caso: Teresa de Jesús de Lisieux. Era una carmelita oculta en el anonimato de su Carmelo y con todo cómo se expandió su vitalidad por toda la Iglesia, así que mereció el ser titulada Patrona de las misiones...

Así como a los simples fieles los anima el Espíritu Santo, así también y de manera muy especial anima a la Jerarquía. La función de ésta es guiar y alimentar a las almas. Necesita la asistencia especial para que su enseñanza nunca se descamine del recto camino de la verdad y para esto cuenta con la especial asistencia del Espíritu Santo de Verdad. Cuando se realizan las obras espirituales de santificación, como son los sacramentos, concurren simultáneamente la obra del sacerdote y la acción del Espíritu Santo, que con la gracia vivifica la obra espiritual. 

b) Como principio de unidad 

Comparar la Iglesia con un cuerpo humano, es iluminar muchos y muy diversos aspectos de la misma. Fundamentalmente se destaca que los miembros que la componen son múltiples, pero que su resultado es una preciosa unidad, así como los miembros del cuerpo humano son muy diversos y con todo, el resultado es de una inefable unidad. 

Cuando se habla de la unidad en la Iglesia, nunca hay que confundir unidad con unificación. Lo primero es la unidad en lo múltiple, en la diversidad; lo segundo sería quitar algo a la multiplicidad par realizar una relación forzada. Unidad de personas siempre debe serlo en libertad. Así como el alma unifica al hombre, así el Espíritu Santo, Alma de la Iglesia, produce su maravillosa unidad. 

Esta unidad es, primeramente, interior. Debe surgir desde el espíritu. Se puede tener un coro armoniosamente unido por fuera, en su forma de presentarse, en la armoniosidad de sus cantos y, con todo, sus componentes podrían odiarse. No puede ser el caso en la unidad espiritual. El principio esencial de unidad es la misma vida de Cristo o de Dios, la gracia, que alienta en todos, por obra del Espíritu Santo, como dice San Pablo: "La gracia de Dios ha sido difundida en nuestras almas, por el Espíritu Santo que nos ha sido dado". Antes de encontrarse en comunidad los fieles cristianos, ellos ya son la comunidad por la comunicación de la misma vida divina. 

Esta unidad es también externa, porque la primera manifestación de la gracia es la fe base de todo el cristianismo. Ella también es obra del Espíritu Santo. "Tened todos los mismos sentimientos, y que no haya divisiones entre vosotros. Vivid en perfecta armonía, teniendo el mismo espíritu, un mismo pensamiento", dice San Pablo a los Corintios (I, 1, 10). Y esto se logra esencialmente por la misma profesión de fe. Sin eso no hay verdadera Iglesia. Pero, se ve aquí que la unidad interna debe manifestarse por fuera. Los dos elementos, el interno y el externo que fluye de aquél, son indispensables para lograr la verdadera unidad en la comunidad cristiana. 

Un claro ejemplo de esta unidad leemos en las historias de los mártires de nuestros días. El testigo de este testimonio cristiano se hizo degollar por su fe. La policía comunista china decía a una católica a la que acababa de interrogar: -Sois todos los mismos, vosotros, los católicos: o calláis o repetís todos las mismas cosas. Ciertamente tenéis una organización secreta. ¿Cuál es esta organización? Shou Yi respondió: -Ya que me lo preguntáis..., nuestra organización secreta es el Espíritu Santo. En Manchuria, en África, en América y aquí, los católicos creen y dicen todos lo mismo, porque el mismo Espíritu habita en nuestros corazones y habla por nuestra boca. 

Y este principio de unidad que lleva a la  profesión por el testimonio de la palabra, también se manifiesta por el testimonio de la acción de amor. De esta unidad de almas y de corazones por obra del Espíritu de Amor, surge la pujante vida apostólica y misionera que impulsa a miles y miles a sacrificar su tiempo, sus descansos y hasta su dinero para empeñarse en las obras de apostolado. De este mismo Espíritu procede la unidad en la acción de las obras de caridad que las comunidades cristianas van desarrollando allí donde encuentran a quienes necesitan de ayuda. 

c) Como impulso misionero 

La Iglesia nació misionera. Cuenta con un dinamismo que la hace expandirse. Una misión es una tarea recibida con los poderes y con las gracias correspondientes. Jesús formuló esta tarea. "Así como mi Padre me ha enviado así Yo os envío a vosotros". "Id, haced discípulos a todas las naciones". "Id por el mundo a predicar el Evangelio a toda criatura". Y dar la fuerza y la gracia necesaria a quienes han recibido este mandato es obra del Espíritu Santo. En los Hechos de los Apóstoles, varias veces se anota esta realidad: "Entonces todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar" (2, 4). "Todos quedaron entonces llenos del Espíritu Santo y empezaron a anunciar la palabra de Dios con seguridad" (4, 31). 

Iglesia del Salvador

Para ser verdadero Apóstol, pues, es necesario primeramente contar con la gracia sobrenatural propia de esta misión. Es necesario ser santo. Desgraciadamente hoy se usa la palabra "apóstol" para cualquier quehacer. Así tenemos "apóstoles del deporte", "apóstoles de la profilaxis", etc. Una condición indispensable es que, juntamente, con la obra a realizarse, quien   la realice dé también el testimonio de su vivo ejemplo. El viejo adagio lo dice: "Las palabras conmueven, ¡pero el ejemplo arrastra!".

Jesús aplica a sí mismo la realidad de este principio... "el que el Padre ha santificado y enviado al mundo" (Juan, 10, 36). Por eso también reza en su Oración Sacerdotal de la Ultima Cena, que bien podríamos también llamar su Oración Apostólica: "Padre, les he dado tu palabra; el mundo los aborreció porque no son del mundo, como yo mismo no soy del mundo... Santifícalos en la verdad: tu Palabra es la verdad. Como Tú me enviaste al mundo, yo también los envío. Me santifico a Mí mismo por ellos, para que ellos también sean santificados en la verdad" (Juan, 17, 14 ss.). 

Un Apóstol, pues, es antes que nada un santificado. No es un simple propagandista. Él mismo es un eslabón vivo en el plan salvífico de Dios. Un apóstol es como una retransmisión de la caridad salvadora que, salida del corazón de Dios Padre, pasa por el Verbo Encarnado y se nos comunica por el Espíritu Santo (Rom 5, 5). El ministerio del apóstol es del orden de la santidad. Es notable que los dones que han de constituir al apóstol: santificación fortaleza, son los que en la Biblia aparecen como actos propios del Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento, sobre todo la fuerza; y en el Nuevo Testamento, la santidad más que la fuerza. En segundo término, el apóstol debe contar con la fuerza suficiente para poder realizar su misión. Muchas veces se subraya este concepto en las Escrituras sagradas. No hay verdadero testigo, no hay apóstol, sin una cierta fuerza o seguridad o cierta potencia espiritual. Esta fortaleza siempre la conecta la Escritura con el Espíritu Santo. ¡Es el Espíritu misionero, que da la fortaleza a los misioneros!

Basta mirar lo que eran los Apóstoles antes de Pentecostés y lo que son luego. De miedosos, cobardes, tímidos, desorientados, etc., se truecan en valientes, ubicados y claros. Son emprendedores y hacen frente  a las situaciones más encontradas.

Todos debemos ser apóstoles. Testigos de Cristo y proclamadores de su verdad. Para eso es necesario ponernos cada día en las manos del Espíritu Santo para que nos santifique y nos haga fuertes en vivir valientemente nuestro testimonio cristiano.   

Concluirá el próximo miércoles

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