Después de la pausa veraniega volvemos a encontrarnos con nuestros lectores.
En este Miércoles de Ceniza, compartimos una nota aparecida en el número 33 de la revista Gladius, de agosto de 1995: "Mansedumbre cristiana y pacifismo". Su autor, Federico Mihura Seeber, quien fue nuestro profesor a comienzos de los años 80, lamentablemente ha fallecido hace pocas semanas, a fines de diciembre pasado.
El artículo no tenía ilustraciones; le hemos añadido algunas.
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por Federico Mihura Seeber
Cristo es manso, el cristianismo lo es: “aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. Pero Cristo es fuerte, y lo es su Iglesia: ciudadela sobre el monte, “el poder del infierno no prevalecerá contra ella”. Cristo es vencedor de Satanás, el fuerte “armado”. Y para vencer al fuerte armado, es necesario, como dice Castellani, “opugnarlo, y quitarle sus preseas”.
Demasiado se nos ha agobiado, ya, con el tema de la debilidad y mansedumbre de Cristo. Pero ésta es, precisamente, la táctica privilegiada del enemigo: “¿Decís que sois mansos y humildes? Pues sedlo: deponed las armas, aflojad las defensas, no se incurra en el pecado de la violencia y la guerra... amad al enemigo... no hay enemigo”. Y el verdadero enemigo, valido del poder amplificador de una “propaganda fidei ” a la que ya ningún magisterio parece poder resistir, instrumenta la debilidad de Cristo, contra Cristo. (No es ésta novedad alguna, porque no hay tema cristiano y evangélico que no haya sido reinterpretado –“releído”, en la jerga progresista– torcidamente). A la Iglesia de Cristo, que lucha en el mundo, se le insinúa que, si lucha y se defiende, no es fiel a las enseñanzas de Cristo.
Aplica así, el enemigo, la conocida táctica que consiste en volver en su favor la fuerza del adversario. Porque es cierto que la mansedumbre cristiana constituye la médula de la fuerza cristiana. A ejemplo de Cristo, que venció en la cruz con Su pasión y muerte, la Iglesia obtuvo su triunfo histórico por la pasión de sus testigos. Pero lo que se sugiere hoy aviesamente al cristianismo y a la Iglesia no es la mansedumbre del mártir: es su asentimiento a la nueva fe del pacifismo y la tolerancia. Y la mansedumbre cristiana es algo diametralmente opuesto al pacifismo y tolerancia actuales. No pretendemos, en esta corta reflexión, una argumentación teológicamente rigurosa para determinar en qué se diferencian ambas actitudes, y por qué son diametralmente opuestas en sus propiedades y efectos. Contentémonos con diseñar ambas cosas, destacando algunas concomitancias.
Y empecemos por destacar la validez, en la visión cristiana, de la otra imagen de Cristo. No sólo la del Cristo “manso”, sino la del Cristo triunfador, del Cristo fuerte. La figura del jinete sobre el caballo blanco, el de la “espada aguda para herir a las naciones a las que regirá con vara de hierro” (Ap 19, 15). ¿Olvidaremos esa figura de Cristo, precisamente la última y definitiva?
Sabemos, los cristianos, que no es fácil asimilar una imagen a la otra. Que la validez simultánea de ambas, que la conservación de la segunda en la primera –del Cristo fuerte en el Cristo manso–, es el misterio del poder de Cristo. Pero para no corromper el espíritu de la verdadera mansedumbre cristiana, recordemos, al menos, que la figura del Cristo tremendo y “fiero” es tan válidamente cristiana como la del Cristo suave y pacífico.
La fuerza de Cristo es verdadera fuerza; no sirve quedarse con una sola de las facetas de Cristo. La paradoja central del cristianismo reside en el hecho de que el débil fue hecho fuerte; el colmo de la debilidad se unió a la apoteosis del poder. Y esta paradoja debe ser admitida en toda su aparente contradicción, en todo el rigor de los valores opuestos, sin desdibujar sus propiedades. La conciliación de ambas –de la mansedumbre y de la fuerza– en la persona de Cristo, sólo puede ser alcanzada con el auxilio de la fe. Porque sólo en ella, la mansedumbre es verdadera mansedumbre, y la fuerza, verdadera fuerza. El león y el cordero sólo pueden “casarse” en la perspectiva de la fe. “Casados” por la razón humana, la mansedumbre y la fuerza dan un monstruo. Es decir, la confusión de la debilidad con la fuerza da el monstruo de lo que hoy se llama “pacifismo”, el poder –aparente– de los –aparentemente– mansos y “pacíficos”. El león afeminado, junto al cordero que esconde el puñal.
Cuando la nube de la confusión de los espíritus se cierne sobre nosotros y sobre nuestra civilización, debemos aguzar la inteligencia iluminada por la fe, para el “discernimiento de espíritus”. En ello nos va todo: en distinguir al profeta del falso profeta; y al Cordero, del lobo disfrazado de cordero.
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El pacifismo: corrupción extrema de la mansedumbre y caridad cristianas. Táctica opuesta a la civilización cristiana, para invitarla a bajar la guardia. Y cuando las defensas exteriores de la ciudad han sido ya traspasadas, táctica dirigida a penetrar en la última ciudadela: el alma del hombre. Porque allí, efectivamente, es donde se dará la última batalla, si hay batalla: si los cristianos, muchos o pocos, oponen todavía, en su fuero íntimo, el no a esta solapada asimilación al enemigo. (Si hay todavía batalla en el fuero íntimo e individual, nada se ha perdido, aunque la ciudad se haya perdido; porque la ciudadela representa a la ciudad, y cada resistente cristiano representa a la Ciudad de Dios.)
El pacifismo, corrupción del cristianismo. Cristo mandó “amar a los enemigos”; pero –como dice también Castellani– no dijo que no hubiera enemigos, ni, mucho menos, que no debiéramos defendernos de ellos. La mansedumbre cristiana no es pacifismo, porque no es dilución de los límites entre la verdad y el error ni, por lo mismo, ignorancia de la enemistad. La mansedumbre cristiana no es otra cosa que la disposición a sufrir por sostener la Verdad; y ello cuando ya no queda otra cosa que hacer que decir la Verdad... y padecer por ella. Es, pues, todo lo contrario de la actitud pacifista, que aconseja evitar la enemistad, y ello por el camino más fácil que es el de la “tolerancia” y el “pluralismo”: dilución de los límites entre lo verdadero y lo falso, que hace innecesaria la lucha.
La mansedumbre cristiana es disposición a padecer por la verdad; pero ello supone definir los límites de la verdad, y decirla. Y es por ello que, necesariamente, supone la esperanza del triunfo –y triunfo cruento– de la verdad sobre el error. El Cordero de Dios aloja al León de Judá. Cristo paciente a Cristo guerrero y triunfante.
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Imagen obtenida mediante IA (Meta) |
Cristo es ambas cosas, y se hace difícil, por eso, explicar la diferencia entre el verdadero cordero y los falsos. La línea demarcatoria es sutil, porque también los falsos corderos son mansos y no-mansos. En cada uno de ellos, en cada pacifista de buenas palabras y sonrisa melosa, se aloja algo distinto a la apariencia. Sólo que en Cristo no es apariencia: Cristo es verdadero “cordero” y verdadero “león”, mansedumbre y fortaleza verdaderas, asombrosa, milagrosamente unidas, sin perder, cada una de ellas, nada de su integridad respectiva.
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Imagen en la iglesia de Santa Inés (Buenos Aires) (foto propia) |
Se nos dice que, en la Nueva Jerusalén, “el león habitará junto al cordero”. No quiere esto decir que, para entonces, el león habrá dejado de ser león, o el cordero, cordero. Significa la síntesis escatológica de dos polos de la moralidad –de la belleza moral– que el hombre no ha cesado de buscar en todas las épocas.
Porque es cierto que la conciencia ética natural ha valorado siempre ambas cosas, y ha anhelado su síntesis. Y la ha propuesto como ideal teórico. La conciencia natural no ignora que cada uno de estos polos, solo, puede conducir a tipologías morales perversas; que, en cierto modo, cada uno de ellos necesita del contrapeso del otro. Porque la mansedumbre aislada degenera fácilmente en la abyección de la cobardía o la timoratez; y la fortaleza aislada, en los extremos perversos de la crueldad.
“El león habitará junto al cordero” no significa sino esto: la armonía moral lograda; la aparente oposición de contrarios, asumida en la unidad de la integridad moral perfecta. Y esto mismo es Cristo, como modelo de la justicia y santidad humanas (*).
Pero lo que la conciencia moral de la humanidad ha reconocido como ideal teórico, nunca ha sido logrado fuera de Cristo. En todas las épocas pasadas, el león “se tragó” al cordero. Es la desviación más obvia y “natural”. Porque el león era el poder; y ¿cómo, en una perspectiva meramente humana, no sería privilegiado aquello que otorga el poder? Y aquel poder violento no se contentó con imponerse de hecho; buscó justificarse en principio. Esto lo logró por un camino igualmente obvio y natural: porque sólo una mente corrompida puede dejar de reconocer la belleza moral que posee la fuerza.
Por mucho tiempo, pues, el león campeó solo en los emblemas heráldicos. Y si el símbolo del Cordero inmolado –la cruz– atemperó sus excesos en todo el periodo de predominio cristiano, no fue de allí desalojado. El que había reinado solo debió, solamente, compartir la honra: “el león y el cordero pacerán juntos”. Y, ¿cómo sería de otro modo, si la Gracia sobreeleva a la naturaleza pero no la desaloja? El valor moral de la fuerza es de raíz natural, y así fue reconocido por los hombres de todas las épocas.
Pero desde que el Cristianismo anunció la asombrosa novedad del poder del Cordero, desde que la inmolación del Cordero prometió el triunfo... al verdadero Cordero le han surgido émulos. Al paradojal anuncio de que el poder estaba en la debilidad y la mansedumbre del Cordero, sucedió una imitación perversa. La “mona de Dios” parodió a Dios también en esto.
Y el “pacifismo” vio la luz: el pacifismo como espíritu animador del Poder. Y esto es –como el cristianismo– una novedad absoluta en la historia de la humanidad. Porque ahora es el cordero –no el verdadero, el verdaderamente manso– el que ha tomado las riendas del Poder de las naciones. Ahora el cordero, literalmente, “se ha tragado al león”. Basta analizar la ideología y la retórica de los poderes triunfantes en las últimas contiendas: no es precisamente el “belicismo”, sino el “pacifismo” el que ha triunfado. Asombrosa paradoja. Pero que el cordero no era auténtico cordero lo testimonian las más terribles hecatombes de crueldad que consolidaron su triunfo, seguidas de la generosa entrega al Gulag, después del triunfo, de la mitad del mundo. ¿Será aventurado interpretar este “pacifismo”, no bajo la imagen del auténtico cordero, sino bajo la figura de aquel que anuncian las profecías cristianas?: “Vi a otra bestia que subía de la tierra y tenía dos cuernos semejantes a los del cordero, pero hablaba como un dragón... e hizo que la tierra y todos los moradores de ella adorasen a la primera bestia” (Ap 13, 11).
Como dijimos, se nos impone el más sutil “discernimiento de espíritus”. Las palabras no significan lo mismo en distintos contextos doctrinarios. Hoy la “paz” que da –o “dice”– el Mundo –el “pacifismo”– significa todo lo contrario de lo que anuncia. No paz, sino violencia y dominación. Este cordero ha demostrado con creces que es capaz de violencia: es capaz de achicharrar pueblos enteros, vencidos, bajo diluvios de bombas (ha demostrado también, sin embargo, que guarda una hipócrita semejanza de cordero en esto: no le gusta ver sangre). Y si, por ahora, no somete a los cristianos más que con el suave yugo de la persuasión pacifista, no dudemos que llegará a mostrar sus garras en caso de que aquella táctica no baste para ablandarlos.
Y sepamos que no es para nosotros, ése, que se nos ofrece, el verdadero rostro de la paz y de la mansedumbre. Sepamos que la verdadera mansedumbre es hermana de la verdadera fuerza. Que si la fuerza y la nobleza no aparecen más en el horizonte de los valores promocionados por el mundo; que si la fuerza y la gallardía –el león– han sido denostadas, infamadas y ridiculizadas por la religión de la falsa mansedumbre, ello no invalida el hecho de que son valores excelsos y que, como tales, serán restablecidos. Tal vez no quepa encontrarlos más sobre la tierra. Quizás lo único que nos depare la historia en sus próximos actos sea, después de la parodia de la mansedumbre, la parodia temible de una fuerza tiránica, ejerciéndose sin resistencia sobre el rebaño acoquinado.
Sepamos –de todos modos– que la mansedumbre de Cristo aloja a la cólera de Cristo; que el león habita junto al cordero, en Cristo y en su Iglesia. Y no denostemos al león, porque es parte de nuestra herencia.
No temamos, tampoco, asumir la actitud del cordero, si el caso llega –guardémonos, solamente, de adoptar su apariencia hipócrita–. Porque, sea como sea que la Providencia tenga resuelta la antinomia entre la mansedumbre y la fuerza, como norma para la acción del cristiano, la última palabra la tiene el cordero. Es decir, la disposición a padecer por la Verdad cuando ya sólo queda decirla.
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(*) No dice esto, literalmente, la Escritura. O mejor: no lo dice así. La idea es la misma. Dice, en realidad, Isaías (11, 6): “Habitará el lobo con el cordero... y comerán juntos el becerro y el león”; y (65, 25): “... el lobo y el cordero pacerán juntos; el león, como el buey, comerá paja”. Aunque el león no figure en pareja con el cordero, sino el lobo; y el becerro o el buey junto al león, el sentido de la profecía es la misma armonía de contrarios que yo he querido trasladar del ámbito social, inmediatamente aludido (“Jerusalén redimida, visión de paz”) al psicológico-moral donde es igualmente válido [Nota del autor].
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