miércoles, 22 de agosto de 2018

La celebración de la misa: un examen de conciencia




LA CELEBRACIÓN DE LA MISA:

UN EXAMEN DE CONCIENCIA


Por Virgilio Noé


Publicado en “Notitiae”, revista de la Sagrada Congregación para el Culto Divino,
nº 249, abril de 1987




«La Iglesia, en su praxis, tanto litúrgica como pedagógica, invita a menudo a ponernos delante de Dios, como espejo en el cual cada uno puede ver cómo es, sin posibilidad de esconderse a sí mismo ni a los hermanos.

Por lo que respecta a la Liturgia de hoy, piénsese en dos casos que nos tocan cotidianamente. Cada día, al comienzo de la celebración eucarística, el que preside advierte a los presentes, y ante todo a sí mismo: «Hermanos, reconozcamos nuestros pecados, para que podamos celebrar dignamente los sagrados misterios»; en la noche de cada día, en el contexto de la celebración o recitación individual de Completas, se hace el examen de conciencia, para ver si se ha guardado la línea de lo propuesto en la mañana.



¡Pero cuántas otras fórmulas y gestos hay en la Liturgia de todo los tiempos, para expresar la necesidad de reconocerse peca­dores y de humillarse delante de Dios! (...)

La idea del pecado en la Misa es como una corriente subterránea, que acompaña a la celebración. Al comienzo de la misma está la confesión de las culpas (...). La fórmula más común es el Confíteor; otras fórmulas se pueden encontrar hasta en tiempos de Clemente Romano o de la Didaché. Está la costumbre de purificarse antes de entrar en la Iglesia, de ponerse de rodillas, de golpearse el pecho, de acuerdo con el modelo descripto por Cristo en el publicano de la parábola, para reconocer la propia indignidad y pedir perdón por los pecados propios; un instante antes de la comunión, la plegaria del Domine non sum dignus habla de la conciencia de la propia indignidad y la confianza en el recibimiento de Dios (...)


La realidad del pecado y su reconocimiento no son extraños al mundo de la Liturgia, con vistas a obtener la virtud de la “compunción” de la que en otro tiempo se hablaba con más frecuencia, y que debía llevar a «que podamos llorar nuestros pecados, y merezcamos, con tu misericordia, obtener su remisión» (cfr. la antigua Misa “pro petitione lacrimarum”).



Un examen...
de lo general a lo particular


En este examen general de conciencia, que cada día presenta la Liturgia, y que por la costumbre se transforma a veces en acto de inconsciencia, querría incorporar para mí personalmente lo que en el lenguaje ascético y de formación se llamaba en otro tiempo “examen particular” y miraba a un punto especial sobre el que se pretendía concentrar la atención y los esfuerzos. La materia del examen que hoy se me pone delante es mi vida litúrgica de sacerdote; o, si se quiere, soy yo, sacerdote, quien me pongo delante del espejo de la Liturgia renovada (¡no reformada!) conforme a las indicaciones del Concilio Vaticano II, para ver cómo me comporto en la celebración de mi Misa.

El examen de conciencia lo hago en primera persona, en voz alta, delante de mi confesor. Y el confesor tendrá la caridad de completar mi acusación, como hace cuando, en el secreto del confesionario, me da una ayuda para completar mi acusación, porque es demasiado superficial, o incluso escasa.

Comienzo mi acusación reconociendo que «he pecado mucho, de pensamiento, palabra, obra y omisión». En materia de Liturgia hoy debería empezar quizás por la última palabra: he pecado por omisión. Comenzando por el hecho más grave, que es éste: nunca he estudiado diligente y sistemáticamente los documentos con–ciliares que tienen relación con la Liturgia publicados desde el tiempo del Vaticano II en adelante. He oído hablar de ellos, y si he hecho algo, es porque lo he encontrado como “noticia” en algún diario o revista, que de algunos documentos han registrado sólo la aparición, con lo que de sensacional podía haber en ellos. (...) Pero nunca he leído los Prænotanda de los distintos libros litúrgicos, que sin embargo, manejo cada día: el Misal Romano, la Liturgia de las Horas, el Ordo de los distintos sacramentos.

No es que haya hecho algo nuevo procediendo así. Tal omisión ya la había yo realizado con respecto a los precedentes libros litúrgicos, como el Misal (1570) y el Breviario (1568) de San Pío V, y los Rituales de Pablo V (1614) y de Pío XII (1952).

Pío XII ya había deplorado esa ignorancia litúrgica también en los sacerdotes, y en la «Mediator Dei» de 1947 había indicado algunas pistas según las cuales aplicarse al estudio de la Liturgia (...). Si hubiese sido obediente a aquel Papa y a sus sucesores, y hubiese puesto por práctica el «considera lo que realizas» del día de mi ordenación, ¡cuántas faltas menos habría en este punto!

Es consecuencia de este pecado de omisión (¡es bien triste para mí, sacerdote, no estar en el amor de la ley!) la manera cómo me he encontrado ubicado cuando se inició la renovación de la Liturgia.

En la fase experimental del comienzo, más bien desprolija, no he dejado de aportar mi contribución a excesos y quizás a alguna iconoclasia: era necesario cambiar. Y el cambio no era el previsto por las normas (¡eso hubiera sido obediencia!) sino que era el que me sugería la fantasía desatada mía o de algún colega, y esto en nombre de la creatividad litúrgica. (En nombre de la “creatividad”, ¡cuántos crímenes contra la Liturgia!) (...)

La omisión se prolongó después en el período siguiente al de experimentación. Fue el tiempo de la “rutina” o en palabras más sinceras: el tiempo de la pereza litúrgica. Ya novedades no había más. Todo estaba establecido, todo estaba en regla. Junto a los libros litúrgicos he encontrado hojas y folletos que me ofrecían todo: me preparaban las moniciones, me sugerían los puntos para la homilía, habían hasta modelado las “intenciones” para la oración de los fieles (¡y no me percataba de que a veces no estaban en sintonía ni con el dogma!). Con todo lo que tengo que hacer, he bendecido esas ayudas, que me daban todo ya masticado, y que me dispensaban de emplear en la preparación de la Misa un tiempo que no tengo (...). En alguna reunión del clero han tratado de hacerme comprender que el peligro de la repetitividad, de la costumbre, puede atacar aun a la Liturgia especialmente en los “signos”. Si estos se hacen mecánicos, acostumbrados, descontados, no tienen ya mordiente sobre mí, Celebrante, y tampoco sobre los fieles (...).

Y luego, la homilía no la he preparado siempre, meditándola, adaptada a los presentes [1]. Debía ciertamente partir de la lectura proclamada, pero ¡cuántas veces me ha sucedido perderme en cosas genéricas y quizás banales y encontrarme alejado de aquellos textos! ¿El motivo? Los había mirado fugazmente sólo antes de comenzar la Misa. A menudo me ha venido a la mente que el orden de las lecturas está hecho mal, que debería ser totalmente rehecho, para ofrecer la ocasión de una catequesis más sustanciosa y sistemática, y al mismo tiempo, hacer notar mi cultura. Pero ¿tendré realmente razón yo? ¿No soy acaso presuntuoso al pensar que mi pa­labra va a ser más eficaz que la Palabra?

Viendo las consecuencias de este pecado de omisión, y cuánto bien he dejado de hacer por mi falta de competencia, obligatoria en el caso de la Liturgia, porque ella es esencial en la vida de un sacerdote (...), me vino el deseo de pedir al Espíritu Santo que ilumine a mi confesor para que me imponga, como penitencia saludable, la lectura meditada de los Prænotanda de los libros litúrgicos...




Un coloquio provechoso

He visto al confesor seguirme con su gesto de aprobación. Parecía decirme: ¡así va bien! Pero, inspirado quizás por el Señor, no se ha limitado a escucharme; me ha encarado y con sus preguntas me ha hecho reflexionar sobre otros puntos.

Es verdaderamente extraño descubrir que las omisiones no terminan nunca o casi nunca. Por cierto me había adherido con entusiasmo a la reforma litúrgica, y sentía la belleza de algunos textos nuevos, como las Plegarias Eucarísticas. Había hecho mía la afirmación de que el Canon Romano era monótono en su repetitividad. Pero ¡cuánto me ha quemado el sentir que me preguntaban: “¿Y por qué ahora no encuentras monótono repetir siempre la Plegaria Eucarística II?”! No podía esconder el motivo: porque es la más breve; verdaderamente es el “justo canon”: ¡a este punto había llegado la ironía de un colega!

También la observación sobre la concelebración y sobre el modo de “participación activa” más exigente, más interior, más “presbiteral” me ha venido a propósito. Me he dado cuenta de que concelebro sin profundizar ni el “signo”, ni el gesto, ni el rito.

En cuanto a educar para la Comunión, en el modo de darla, había reflexionado poco. No me había preocupado de crear el sentido de respeto, de favorecer el espíritu de una acción que es recibimiento de adoración, de llevar a los fieles a tener conciencia de estar entonces en el acto más alto y comprometedor de “su sacerdocio”. (...) He subrayado la exterioridad en un momento de tanto valor, que encierra y exige plenitud de participación.

Y contra toda tentación de indebida creatividad más allá de las adaptaciones permitidas, he bendecido al confesor cuando me ha recordado como propósito para hacer en esta confesión, la advertencia de la «Sacrosanctum Concilium», advertencia que no puede ser descuidada: «La reglamentación de la Liturgia es de la competencia exclusiva de la autoridad eclesiástica; esta reside en la Sede Apostólica y, en la medida que determine la ley, en el obispo... por lo cual nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la Liturgia». Tres verbos que recuerdan los de la bula «Quo primun» con la que San Pío V, el 14 de julio de 1570, promulgó el Misal Tridentino: a él «nada jamás sea añadido, o quitado, establecemos y ordenamos, so pena de Nuestra indignación».



Reflexiones y propósitos

Ahora que he sabido por mi confesor cómo llenar los vacíos dejados por mi pecado de omisión en mi vida sacerdotal, per­sonal y pastoral, vuelvo a verme en el momento más alto de mi ministerio sacerdotal. Soy sacerdote para la Misa. Como ella estuvo en el centro de la vida de Cristo, como ella es tesoro en la vida de la Iglesia, así la Misa debe estar en el centro de mi vida.

Cuando era joven, hubo quien me comentó la rúbrica del Ordo Missæ de San Pío V: «El sacerdote, una vez preparado, entra en el altar». Bajo aquella palabra, «preparado», ¡cuántas cosas habían sido comprendidas! Pío V enseñaba «las cosas que se requieren en el ministerio de la celebración: ante todo, intención; luego disposición del alma, disposición del cuerpo, disposición de las vestimentas, disposición en el ministerio mismo en cuanto a las cosas que en él puedan ocurrir».

«Preparado»: Estar ante todo en gracia de Dios. ¡Qué peso tenían las palabras de advertencia del famoso canon 807, transformado hoy en el 916!

«Preparado»: Era la preparación técnica, ligada a aquella “preparación para la misa que el sacerdote hará según la oportunidad”, de la que hoy me dispenso, porque los formularios ya no están en la Liturgia de las Horas y los han quitado también de la Sacristía (...). Pero el canon 909 me exhorta: «No deje el sacerdote de prepararse debidamente con la oración para celebrar el Sacrificio eucarístico, y dar gracias a Dios al terminar».

«Preparado»: Era el conocimiento de la Misa que se va a celebrar, con la búsqueda previa que se hará en el Misal. Hoy tanto más necesaria dicha búsqueda, cuanto la Misa tiene tantas posibilidades de oraciones, de lecturas (...). Quién sabe si tengo presente, en este punto, el capítulo de la Ordenación General del Misal Romano sobre la elección de las partes de la Misa, con las indicaciones que allí se dan para la eficacia pastoral de la celebración, y sobre la elección de la Misa, de las lecturas, de las oraciones, de los cantos, y de los formularios de Misas y oraciones que se pueden usar en distintas circunstancias de la vida cristiana: Misas rituales, Misas por diversas necesidades, Misas votivas... [2]

«Preparado»: El término indicaba aquellas vestiduras sagradas (¡entonces se llamaban ornamentos!) que decían a todos –in primis a mí, sacerdote– que aquella acción que cumplía era distinta de todas las otras de la jornada, que era para el decoro y la belleza de la acción sagrada (¡se trata de “sagrados misterios”!), y que querían ayudar a los fieles a recordar que, en aquella media hora, quien estaba en el altar no era ya un pobre hombre, sino alguien que actuaba «in persona Christi».

Hoy, de aquella preparación restan en mi jornada escasas señales. Voy al altar desde las más diversas actividades con las que lleno mi día, llego al presbiterio saliendo del automóvil (¡casi domicilio!); me acerco al altar, reduciendo, siempre más, las vestiduras mencionadas en los libros litúrgicos para la celebración de la Misa y de los sacramentos. Dejo de lado el Código, que manda en el canon 929: «Al celebrar y administrar la Eucaristía, los sacerdotes y los diáconos deben vestir los ornamentos sagrados prescritos por las rúbricas».

Ni me preocupo ya más por la formulación de la intención según la que debo celebrar la Misa. Antes decía: «Ego volo celebrare Missam...», y en la fórmula estaban comprendidas todas las intenciones. Hoy en cambio las conmemoraciones del Misal pro vivis y pro defunctis me toman de sorpresa y en un estado de mente distraído.

Dolorosamente sucede que la preparación para la celebración, hecha tan de corrido, es sólo el prólogo de una Misa despachada en pocos minutos: al volo [“quiero”] (...) lo he confundido, a causa del poco latín que conozco, con (...) volo [“vuelo”]. Mi Misa será una “volada”. Y entonces, tengo que contarme, lleno de vergüenza, entre aquellos celebrantes descriptos por Benedicto XIV: «De tal modo algunos realizan el sagrado sacrificio sin espíritu, sin afecto, sin temor, con un apuro increíble, como si no vieran a Cristo en la fe».



Estilo de la celebración

Si vuelvo a pensar ahora en mis celebraciones y en el estilo que uso en las mismas, me parece estar muy lejano de todo lo que discreta, pero claramente, me sugieren los documentos posconciliares.

Debería desenvolver mi servicio con exactitud, de acuerdo con las leyes litúrgicas, y eso sería ya un modo de tratar santamente las cosas santas. Es un límite que no debo traspasar, para comportarme en modo tal que pueda «inculcar el sentido de las cosas sagradas» (Instrucción «Eucharisticum Mysterium», nº 20).

Lamentablemente, mis gestos son cumplidos sin compromiso: las actitudes me resultan banalizadas, falsificadas, vaciadas de su significado. Los signos de la cruz ya no son tales; mis genuflexiones (...) no hablan de adoración y no convertirían a nadie; mi comportamiento general no expresa la convicción que debería existir en mí: estoy desempeñando el papel de Cristo Señor, pastor y salvador.

No presto toda la atención que debería a las palabras. No me he dado todavía cuenta de que el decir la Misa en lengua nacional no es para mí una facilitación, sino un compromiso. El latín, ¡todos saben cómo era pronunciado! Todo se concordaba con la tesis de San Roberto Belarmino: el latín de la Misa no debe ser comprendido por el pueblo; basta que lo comprenda Dios. (...) Y el pueblo había ido desinteresándose de la Misa. Ella era del sacerdote: “él se la dice, él se la entiende”. Hoy ya no puedo continuar así.

Los textos de la lectura debo proclamarlos cuidadosamente, y con una voz tan llena como para dar a cada palabra su valor; y la gente escuchará instintivamente [3]

Las oraciones debo proferirlas con voz alta y clara, de modo tal que despierten la atención de todos, y todos entiendan para poder comprender. Si “trago” la oración y la recito precipitadamente, desmiento mi invitación «Oremos»: demuestro no tener voluntad ni de orar ni de hacer orar.

Y debo reconocer que he destrozado todos los diálogos entre mí, Celebrante, y la asamblea de los fieles, con un modo lánguido de presentarlos. Mi tono de voz y la poca convicción con que me dirijo a los otros y los interpelo, han acabado por vaciar la comunión de espíritu que los diálogos intentan establecer entre el sacerdote y el pueblo.

Lamentablemente, no hago bien lo que debería hacer, y aprovecho mal las posibilidades de intervenir con brevísimas palabras durante el rito, para solicitar la atención de los fieles y hacer que se encuentren siempre en consonancia con el momento celebrativo.

No he sabido mantenerme dentro de los límites de una buena discreción. Me toma la enfermedad de la verborrea; mis intervenciones continuas, improvisadas, sin ninguna preparación, fuera de momento, transforman mi Misa en una prédica continua, y mi gente ya no logra soportarme. Hago de la Misa un momento de pésima “literatura”.

No me he dado cuenta de que los nuevos libros litúrgicos indican como parte de la celebración «el sagrado silencio». Su naturaleza depende del momento en el que tiene lugar en cada celebración. Así, durante el acto penitencial, después de la lectura y de la homilía, es una llamada a escuchar brevemente lo que se ha escuchado; después de la comunión, favorece la oración de alabanza y agradecimiento.

Otro punto culpable de mi celebración es que no me preocupo sufi­cientemente por el pueblo. Y sin em­bargo, la Liturgia renovada me lo reclama desde el comienzo de la celebración: «Una vez con­gregado el pueblo, el sacerdote y los mi­nistros... se dirigen hacia el altar» [4]. No hay momento de la Misa en que me pueda dispensar de esta atención al pueblo de Dios. Pero ¡cuántas veces olvido que es­toy «constituido en favor de los hombres» (Heb 5, 1), y entre los dis­pensadores de los misterios de Dios! Me acomete la tentación de tratar al laico, como se hacía antes del Concilio, “de rodillas ante el sacerdote que celebra; sentado bajo el púlpito del sacerdote que predica; con la mano en el bolsillo para abrir la cartera ante el sacerdote que pide” (...).

He descuidado el hacer de mi Liturgia una acción compuesta, en la cual cada uno de los presentes en la asamblea tiene el derecho y el deber de aportar su participación según lo que es de su competencia.


Conclusiones de mi confesor


Mi confesor, verdadero hombre espiritual, me ha escuchado pacientemente, hasta ahora, y por medio de algunas advertencias, traduce en positivo lo que le he contado, cosechado de entre los innumerables pecados, ofensas y negligencias mías en materia litúrgica.


Me recuerda que:


1) Algunas veces, al término de algunas celebraciones, se pide «que siempre permanezcamos en la acción de gracias». Me explica que no se trata de un simple agradecimiento: la ex­presión significa perma­necer en el espíritu de la misa. Por lo mismo, es necesario saber crear el puente que una a la cele­bración con la vida. Si se quiere conservar el espíritu de la celebración se debe pre­servar el tesoro encerrado en los textos, en los ritos y en parte en las ceremonias. Estas son parte de una acción que debe ser colocada en el marco de una actio más im­portante, como son la Mi­sa y los sacramentos. La I­gle­sia, como no las ha menos­preciado en el pasado, tam­poco las menosprecia hoy. Ritos y ceremonias tie­nen raíces en el fondo bíblico–humano, y son man­tenidos y mandados por la Iglesia para favorecer un encuentro con Dios en la oración más exacto y mejor. (...)

2) Segunda advertencia: mi confesor, para despertar mi atención sobre lo que hago en el altar, me cita un texto de la Oración sobre las ofrendas del 31 de julio: «...que estos misterios, fuentes de toda santidad, también nos santifiquen de verdad». Al margen del texto, me hace la pregunta: “¿Cómo explicas tú que, aun después de tantos años de sacerdocio, no todos hayamos aprovechado esta fuente, abundantemente?”. Y da dos respuestas, ejemplifi­cando: a) si voy a la fuente con un vaso, llenaré un vaso; si voy con un barril, llenaré un barril; si voy con una botella, llenaré una botella. Todo depende del recipien­te: de modo parecido, todo depende de mis disposicio­nes. (...); b) aun si llevara una botella, pero que tuviera un agujerito, ¿qué sucedería? El profeta Ageo me recor­daría la historia del jornalero que «ha metido su jornal en bolsa rota» (Ageo 1, 6). Cier­tamente, si no me decido a saciarme sólo de esta fuente, desmentiré muchas veces el «que cuantos recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, al partici­par aquí de este altar, seamos colmados de gracia y bendición» (Canon Romano).

3) Tercera advertencia: mi confesor tiende a despertar el espíritu de fe sobre un punto preciso: en la Liturgia, el celebrante actúa «in persona Christi» . Debe dar vida a otro Hombre, que es Cristo. Para que nazca este hombre, y prevalezca en todo, es necesaria para el Celebrante una «kénosis», el aniquilamiento y la sumisión de la parte humana a la divina. Cuando no se hace así, se cae en el conformismo, en el profe­sionalismo, y se es guarango en el cumplimiento de los gestos (por ejemplo, ¡beber el sagrado cáliz como el vaso en un bar!), se es superficial al pronunciar las palabras, así sean las del Evangelio o las de la Consagración. Evitar la rutina no es fácil, cuando todos los días los gestos son los mismos y los textos, al menos en parte, son repetidos. Sin embargo, la repetición de textos y gestos podría ayudar a penetrarlos, y debería llevar a interpretarlos, cada día mejor. Como sucede con un director de orquesta: dirige mil veces la misma obra, pero la interpretación es siempre nueva; cada vez se supera a sí mismo. Para nosotros es el misterio de Cristo, siempre nuevo y siempre presente; descu­briré por ello el modo de que todo sea igual y al mismo tiempo distinto; para que las palabras, que son siempre las mismas, provoquen efectos diversos, crecientes por la in­tensidad del amor. Nuestra gente espera que el sa­cerdote celebre bien la Liturgia, y no falsifique en el altar lo que la Madre Iglesia le ha confiado. No somos celebrantes sólo para nosotros, sino también para nuestros fieles: re­cogemos su plegaria, los unimos con la Iglesia Uni­versal, ofrecemos con nues­tra acción sacerdotal las ofrendas comunes. En efecto, el sacerdocio común tiene necesidad del sacerdocio mi­nisterial, para llegar a ser expresión del misterio de la Iglesia, unido a Cristo que se ofrece y es ofrecido en y por la Iglesia. Así lo servimos «in persona Christi», «in nomine Ecclesia».


Terminado todo lo que corresponde a la confesión, mi reflexión se amplía a algunos recuerdos. He leído alguna vez que el Papa Eugenio IV estuvo presente en Florencia en la consagración de Santa María del Fiore el 25 de marzo de 1436. El escribiente Vespasiano de Bisticci confió a su diario esta impresión suya: «Verda­deramente en esos momentos parecía lo que representaba».

Un escritor moderno ha narrado sobre un anticlerical en la Misa y sobre la impresión que ha sacado:

«El sacerdote se comportaba en la Misa como si estuviera cumpliendo algo verdadero... Celebraba la Misa de ver­dad: parecía convencido de tener a Dios en sus manos... No era el recuerdo de un sacrificio, sino un sacrificio verdadero... Se movía lentamente, su actitud era de vigilante humildad, que reproducía en los gestos... y en el modo de pronunciar las pala­bras... Salí conmovido, turbado, por la sinceridad de aquella celebración...».

Con la melancolía de no ser así, he debido repetirme a mí mismo lo que tal vez he dicho en un momento de fervor: “No me debo habituar ni a la Eucaristía ni a la Liturgia...”. Dolorosamente sucederá aún que en cada Misa celebrada, añada un párrafo al libro que estoy escribiendo desde hace años: “De los defectos en la celebración de mi Misa”».

La presente versión es la publicada oportunamente en la revista “Actualidad Pastoral”, con leves retoques de la traducción a nivel gramatical, ortográfico y lingüístico.



Notas
[1] cf. Ordenación de las Lecturas de la Misa, Prænotanda, nº 24, 26 y 41.
[2] cf. Ordenación General del Misal Romano, Cap. VII y VIII, nº 313-341.
[3] cf. OGMR, cap. I, nº 9; OLM, nº 4, 12 y 13).
[4] OGMR, cap. IV, nº 82)

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