¡No temáis!
¡Abrid, más todavía,
abrid de par en par las puertas a Cristo!
Todo católico que haya pasado la frontera del medio siglo de vida recordará seguramente esta frase emblemática de la homilía de Juan Pablo II en la misa de solemne inauguración de su ministerio petrino.
Los "ítems" de ambas "exhortaciones" (es decir, "no tengan miedo" y "abran las puertas") aparecieron varias veces más a lo largo del pontificado del papa polaco, y también en el de su sucesor:
- En esa misma homilía, el Pontífice dijo en dos ocasiones "¡No tengáis miedo!".
- En su primera encíclica hay un acápite (el 15) titulado "De qué tiene miedo el hombre contemporáneo".
- La Bula de convocación del Jubileo de la Redención se denominaba «Aperite portas Redemptori».
- En la homilía de inicio del pontificado de Benedicto XVI, el nuevo Papa recordó a su antecesor: "Todavía, y continuamente, resuenan en mis oídos sus palabras de entonces: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!”".
- Y la frase final de esa misma homilía, el 24 de abril de 2005, fue: "¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida. Amén".
***
¡No tengan miedo!
Pero no podemos evitarlo: tenemos miedo. El peregrinar de la Iglesia atraviesa ahora momentos tenebrosos y tortuosos. La Esposa de Cristo está herida y su rostro desfigurado. Parece que atravesamos continuamente las "oscuras quebradas" del salmo 22. ¿Hace falta hacer una lista de los males que nos aquejan y nos llenan de temor? Desde las mediocridades y desviaciones que llegan desde Roma hasta las aberraciones litúrgicas que vemos en casi cada parroquia; desde la veneración por la Pachamama hasta la tolerancia o la aceptación de cualquier error moral; desde la virtual apostasía de muchos obispos y cardenales hasta la pérdida de la fe en los niños y jóvenes.
La "columna" que debería ser el "fundamento de la verdad" (1 Tim 3, 15) parece estar colapsando. Y ¿quién no temería si viera ceder a la viga que sostiene su propia casa?
Cristo sufre nuevamente en su Cuerpo, como lo señaló con claridad el cardenal Ratzinger en el Vía Crucis de 2005:
(...) ¿No deberíamos pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia? En cuántas veces se abusa del sacramento de su presencia, y en el vacío y maldad de corazón donde entra a menudo. ¡Cuántas veces celebramos sólo nosotros sin darnos cuenta de él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! (...). La traición de los discípulos (...) es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón.
Pocos días después el mismo purpurado, en la misa de inicio del cónclave de 2005, comentando el texto de Ef 4, 11-16, dijo estas palabras luminosas y también proféticas:
¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento!... La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice San Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir a error (cf. Ef 4, 14). A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse «llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos.
Triste es decirlo, pero hay que hacerlo: la profecía de Joseph Ratzinger se está cumpliendo. Las "modas de pensamiento", las "corrientes ideológicas" y el "relativismo" que él denuncia ya no sólo zarandean "la pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos", sino que ahora afectan descaradamente a la alta jeraquía de la Iglesia. Ejemplos sobran, desde el Obispo de Roma para abajo.
Los católicos observamos, con desasosiego, lo que le pasa a la Barca y estamos gritando, como los apóstoles, "¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!", mientras, al parecer, Jesús duerme (cfr. Mt 8, 23-27). Y por eso tenemos miedo.
***
¿La Iglesia tiene miedo?
Cuando repetimos la pregunta de San Juan Pablo II en su primera encíclica: ¿De qué tiene miedo el hombre contemporáneo? advertimos que en realidad es la Iglesia la que parece tener miedo. La Iglesia "oficial", desde Roma para abajo, parece temer. Le teme a la desaprobación del mundo, que sólo aplaude a los cristianos cuando estos dicen lo que el mundo quiere escuchar. Le teme al enojo de los poderosos. Le teme a la condena de los medios. Les teme a los profetas de la corrección política. Teme anunciar la verdad completa sobre el hombre y el mundo. Teme condenar el pecado, aunque lo haga -como lo ha hecho siempre- acogiendo al pecador.
Podemos preguntarnos con inquietud: ¿Le teme al Evangelio? ¿Le teme a la Tradición? ¿Le teme a la Verdad?
Y lo que es peor: ¿pretende ocultar ese temor apelando a una supuesta "fe adulta", llamada a superar las certezas y las enseñanzas de una tradición que se percibe y describe como opresora, anticuada y pasada de moda? ¿Pretende la Iglesia disimular su temor adorando la novedad por sí misma y canonizando el cambio perpetuo?
También aquí resuenan las palabras luminosas de Joseph Ratzinger:
No es «adulta» una fe que sigue las olas de la moda y la última novedad; adulta y madura es una fe profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da el criterio para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad. (...)
***
Seamos capaces de rechazar la exhortación que, revirtiendo la famosa frase de Juan Pablo II el 22 de octubre de 1978, nos repite una y otra vez ¡Cierren las puertas a Cristo! ¡Tengan miedo!
Abrámosle nuevamente las puertas (hace mucho cerradas o al menos entornadas) y dejaremos de tener miedo.
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