miércoles, 25 de octubre de 2023

La significación de las campanas

El 15 de octubre de 1972, en el templo parroquial de Santa Teresa de Caracas (Venezuela), el Arzobispo de esa ciudad, cardenal José Humberto Quintero, pronunció esta homilía con motivo de la consagración de cuatro campanas nuevas para esa iglesia. Ofrecemos aquí el texto de esa predicación, que fuera publicado en la revista Liturgia número 28/29 (enero/junio de 1977). Añadimos algunas fotos propias de campanas en templos argentinos (al pie de la nota están las referencias) y el escudo del purpurado.


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La solemne y rara función pontifical que hace poco presenciasteis, me brinda la oportunidad de proponer a vuestra consideración algunas sencillas reflexiones sobre lo que han significado y todavía significan las campanas en la historia milenaria de la Iglesia y en la vida individual de cada fiel cristiano. 

En una cálida noche de julio del año 64 de nuestra era, empezó en Roma, para entonces reina del mundo, un incendio que, estimulado por vientos impetuosos, rápidamente se fue propagando hasta abarcar, según lo refiere Tácito en sus Anales, diez de las catorce regiones en que se dividía la gran ciudad. Durante seis días con sus noches, nos dice Suetonio, ardieron sin remedio innumerables casas particulares; palacios de los antiguos generales, enriquecidos de gloriosos trofeos, los templos de los dioses, que se remontaban a la época de los reyes; y perecieron, consumidos por las llamas, miles y miles de habitantes, mientras los sobrevivientes se veían poseídos de una como repentina locura ante aquella inesperada y espantosa catástrofe.

Este trágico acontecimiento trajo una también trágica consecuencia. Apenas extinguido el fuego, humeantes aún las vastas ruinas, se trató de descubrir a los autores de aquel pavoroso incendio. Corría por entonces la especie de que los cristianos "fomentaban el odio al género humano". Dado este calumnioso prejuicio, fácil fue atribuir a ellos, aquel horrendo y dramático suceso. Y así se dio principio a la era sangrienta de las persecuciones que en breve se extendieron por todos los dominios de Roma. En esos años de zozobras, los cristianos celebraban sus reuniones litúrgicas en forma clandestina amparados por las sombras nocturnas o por las indecisas luces de la madrugada y utilizaban con tal fin ora la casa de algún fiel rico, que ofrecía comodidad por su amplitud, ora las criptas sepulcrales de las catacumbas cuando, arreciando la persecución, era mayor el peligro de ser descubiertos por las autoridades imperiales. La noticia de estas sagradas reuniones y la respectiva invitación a ellas pasaba de boca en boca, a media voz, como un secreto. Y así vivió nuestra Madre, la Iglesia, por casi trescientos años.

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Adquirida la libertad, ella ya pudo celebrar sus asambleas públicamente, a la plena luz del día. El crecimiento siempre mayor de sus hijos la obligó a construir templos capaces de abrigarlos. Y para llamarlos a las funciones sagradas necesitó inventar medios que alcanzaran a todos ellos. El instrumento adecuado para este fin fueron las campanas. Y para que sus sonidos pudieran expandirse vibrantes por un vasto espacio, surgieron las torres, que han sido compañeras características de nuestros templos y constituido uno de los mayores y más hermosos ornamentos con que la arquitectura cristiana ha embellecido las ciudades del mundo. Las campanas, pues, son un evidente signo de la libertad y del triunfo de la Iglesia. No está de sobra recalcarlo en nuestros días, ya que en medio de esta cerrada confusión de ideas y de valores que trata de envolvernos, ha surgido la tendencia de ocultar o callar ese triunfo, como si él fuera una nota deshonrosa o deprimente en la vida de la Esposa de Cristo, hasta constituir un motivo de rubor, cuando en realidad debe ser causa de santo júbilo, como tienen que serlo para el hijo bueno y amoroso las coronas y laureles alcanzados por la madre.

Y porque las campanas son signo evidente de la libertad y del triunfo de la Iglesia, cuando en algún país ha sido esta perseguida, los gobiernos se han apresurado a hacer que enmudezcan las torres. Baste por el momento recordar la persecución que, a finales del siglo antepasado, se desató en aquella nación que antes se había gloriado de ser apellidada "hija primogénita de la Iglesia". Durante diez años, los campanarios franceses permanecieron silenciosos. Pero en la Pascua de 1802, nuevamente de todas las torres volaron por los aires primaverales las jubilosas algarabías de los repiques. Se acababa de afirmar un Concordato que ponía fin a la persecución y restablecía la libertad de la Iglesia: una vez más ella obtenía una victoria contra la Potestad de las tinieblas. Y refieren las crónicas que hasta aquellos que se consideraban inmunes de toda emoción religiosa, por la incredulidad de sus mentes y la impiedad de sus vidas, cuando nuevamente oyeron las campanas, enternecidos hasta el extremo, no pudieron contener las lágrimas.

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Si en la historia de la Iglesia las campanas han sido un signo de libertad y de triunfo, en la vida de cada fiel cristiano ellas desempeñan una preciosa misión docente que quizás no sea claramente advertida pero que no por ello carece de eficacia.

En su primera Carta a los Corintios, expone San Pablo la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo, el cual está formado "por todos los que fuimos bautizados dice el Apóstol ya judíos, ya griegos, ya esclavos, ya libres", en el que se debe dar una unión tan perfecta como la existente entre todas las partes del organismo humano, unión que se obtiene "en la unidad de la caridad de Cristo", como la afirma el Concilio Vaticano Segundo (Decreto Christus Dominus, n. 15). Pues bien: esa doctrina la proclaman las campanas cuando convocan a los fieles para los actos de culto: ellas por igual se dirigen a ricos y a pobres, a jóvenes y a ancianos, a sabios y a ignorantes, sin acepción de personas. Y los convocan indistintamente a congregarse en el recinto del templo, que es el sitio donde de modo visible puede apreciarse esa unidad en la variedad que es característica del Cuerpo Místico de Cristo.

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El reconocimiento de la infinita excelencia y de la soberanía de Dios es deber primordial del cristiano. Y reconoce esa soberanía y excelencia mediante la adoración. Pero ésta ha de rendirse, no sólo individualmente, sino en forma comunitaria, dada la naturaleza social del hombre. A tal objeto está destinado el culto público, cuyo acto supremo e insustituible es el Sacrificio Eucarístico, del que "mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin", al decir del Concilio Vaticano (Constitución Sacrosanctum Concilium, n. 10). A ese supremo acto de adoración llaman diariamente las campanas. Son, pues, unas incansables maestras que con sus  potentes voces musicales inculcan en los fieles esa grave obligación de adorar y glorificar socialmente a la Majestad Divina. 

Además de llamar a los fieles a los actos litúrgicos, las campanas, al sonar distintas horas, a saber, al alba, a mediodía y al crepúsculo, invitan a esa otra oración indispensable, dicha al Padre en secreto, según lo enseñó nuestro Señor Jesucristo en el sermón de la montaña, que es la oración individual y privada. Y para inclinarnos con atrayente fuerza a esa plegaria, nos proponen dirigirla a una persona que poderosamente conmueve el corazón cristiano, o sea a María, Madre de Dios y Madre nuestra, en la certeza de que ello resulta inmensamente grato a nuestro Señor Jesucristo, pues Él, como buen hijo, tiene que complacerse de los homenajes rendidos a Su Madre. He ahí la lección que nos dan las campanas con el tradicional toque del Ángelus. 

Si ellas, con la música de los repiques, parecen repetirnos aquella lección de perpetua alegría que San Pablo daba a los fieles de Filipos: “Gaudete in Domino, iterun dico, gaudete, Alegraos en el Señor, de nuevo os digo, alegraos”, al lanzar los clamores fúnebres diríase que nos gritan aquella desoladora enseñanza del Eclesiastés: “Vanitas vanitatum et omnia vanitas, (“Vanidad de vanidades y todo vanidad, pero atemperada por aquella otra estimulante lección de la Epístola a los Hebreos: “Non habemus hic manentem civitatem, sed futuram inquirimus” (“No tenemos acá abajo ciudad permanente, sino que marchamos en busca de la futura”).

Finalmente, además de desempeñar esa misión de magisterio, las campanas se hallan estrechamente ligadas a nuestra propia existencia: ellas celebraron nuestro nacimiento a la vida de la gracia, cuando repicaron para anunciar nuestro bautismo; ellas celebraron el momento en que el Pontífice nos convirtió en soldados de Cristo, al administrarnos el Sacramento de la Confirmación; ellas celebraron asimismo aquella solemne y trascendental mañana en que Jesús, realmente presente en cuerpo, sangre, alma y divinidad bajo las especies eucarísticas, se  unió a nosotros en la primera comunión; y las campanas anunciarán también un día, con la melancolía de los dobles, nuestro inevitable tránsito de esta vida perecedera a la  la eternidad.

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Testimonio de triunfo en la vida de la Iglesia y maestras de verdades religiosas en la vida del cristiano: he ahí lo que son las campanas de nuestros templos. Concluyamos estas sencillas reflexiones con una plegaria cordial: Oh Dios omnipotente, Padre Nuestro, Soberano Señor de cielos y tierra: Bendecid y premiad al celoso Párroco que ha puesto singular empeño en dotar a este templo de esas lenguas de bronce que serán incansables pregoneras de la fe en esta céntrica parroquia de nuestra capital. Bendecid y premiad a los fieles que han colaborado generosamente con él para llevar a cabo esta dotación. Concede la gracia de que las campanas que hoy hemos consagrado, cumplan por siglos de siglos el ministerio que a ellas compete, es decir, que sean voces eficaces para congregar bajo estas naves al Pueblo de Dios, Cuerpo Místico de Cristo animado por la verdadera caridad; voces eficaces para estimular a los fieles de esta Parroquia a la oración individual diaria y al amor a la Madre celestial; voces eficaces que despierten en las almas, por sobre las cosas transeúntes de este mundo caduco, pensamientos de cielo y anhelos de gloria eterna e infinita. Y finalmente, os pedimos que estas campanas jamás enmudezcan, porque la Iglesia, que las ha consagrado por mano de este humilde Pontífice, no deje nunca de gozar en nuestra Patria del triunfo de su fe y del don inestimable de la libertad. Así sea.




José H. Quintero
Arzobispo de Caracas
Cardenal Presbítero 
del Título de los  Santos Andrés y Gregorio  del Monte Celio

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Referencias (todas las fotos son propias):

(1) Campana en el Santuario de Nuestra Señora de Fátima 
    (Nueve de Julio, Buenos Aires)
(2) Campana en la iglesia de San Ignacio
    (Ciudad de Buenos Aires)
(3) Placa referida a las campanas de la Catedral de Santiago del Estero
    (Santiago del Estero)
(4) Campanas en la iglesia de San José 
    (Cachi, Salta)
(5) Campana en la Basílica del Espíritu Santo
    (Ciudad de Buenos Aires)

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