miércoles, 26 de marzo de 2025
"María, la nueva Eva y nosotros"
miércoles, 19 de marzo de 2025
San José, «Patrono de la Iglesia Católica»
En la Solemnidad de San José, nos complace compartir aquí el fragmento final de la Exhortación Apostólica Redemptoris Custos, de Juan Pablo II, del 15 de agosto de 1889, referida al santo en el exacto centenario de la Carta Encíclica Quamquam pluries del Papa León XIII.
Los párrafos y las notas al pie respetan la numeración original. Hemos omitido algunas pocas palabras muy circunstanciales. Hemos añadido fotos propias tomadas en la Basílica de San José de Flores
28. En tiempos difíciles para la Iglesia, Pío IX, queriendo ponerla bajo la especial protección del santo patriarca José, lo declaró «Patrono de la Iglesia Católica» [42]. El Pontífice sabía que no se trataba de un gesto peregrino, pues, a causa de la excelsa dignidad concedida por Dios a este su siervo fiel, «la Iglesia, después de la Virgen Santa, su esposa, tuvo siempre en gran honor y colmó de alabanzas al bienaventurado José, y a él recurrió sin cesar en las angustias»[43].
¿Cuáles son los motivos para tal confianza? León XIII los expone así: «Las razones por las que el bienaventurado José debe ser considerado especial Patrono de la Iglesia, y por las que a su vez, la Iglesia espera muchísimo de su tutela y patrocinio, nacen principalmente del hecho de que él es el esposo de María y padre putativo de Jesús (...). José, en su momento, fue el custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia (...). Es, por tanto, conveniente y sumamente digno del bienaventurado José que, lo mismo que entonces solía tutelar santamente en todo momento a la familia de Nazaret, así proteja ahora y defienda con su celeste patrocinio a la Iglesia de Cristo» [44].
29. Este patrocinio debe ser invocado y todavía es necesario a la Iglesia no sólo como defensa contra los peligros que surgen, sino también y sobre todo como aliento en su renovado empeño de evangelización en el mundo y de reevangelización en aquellos «países y naciones, en los que —como he escrito en la Exhortación Apostólica Post-Sinodal Christifideles laici— la religión y la vida cristiana fueron florecientes» y que «están ahora sometidos a dura prueba» [45]. Para llevar el primer anuncio de Cristo y para volver a llevarlo allí donde está descuidado u olvidado, la Iglesia tiene necesidad de un especial «poder desde lo alto» (cf. Lc 24, 49; Act 1, 8), don ciertamente del Espíritu del Señor, no desligado de la intercesión y del ejemplo de sus Santos.
30. Además de la certeza en su segura protección, la Iglesia confía también en el ejemplo insigne de José; un ejemplo que supera los estados de vida particulares y se propone a toda la Comunidad cristiana, cualesquiera que sean las condiciones y las funciones de cada fiel.
Como se dice en la Constitución Dogmática del Concilio Vaticano II sobre la divina Revelación, la actitud fundamental de toda la Iglesia debe ser de «religiosa escucha de la Palabra de Dios» [46], esto es, de disponibilidad absoluta para servir fielmente a la voluntad salvífica de Dios revelada en Jesús. Ya al inicio de la redención humana encontramos el modelo de obediencia —después del de María— precisamente en José, el cual se distingue por la fiel ejecución de los mandatos de Dios.
Pablo VI invitaba a invocar este patrocinio «como la Iglesia, en estos últimos tiempos suele hacer; ante todo, para sí, en una espontánea reflexión teológica sobre la relación de la acción divina con la acción humana, en la gran economía de la redención, en la que la primera, la divina, es completamente suficiente, pero la segunda, la humana, la nuestra, aunque no puede nada (cf. Jn 15, 5), nunca está dispensada de una humilde, pero condicional y ennoblecedora colaboración. Además, la Iglesia lo invoca como protector con un profundo y actualísimo deseo de hacer florecer su terrena existencia con genuinas virtudes evangélicas, como resplandecen en San José» [47].
31. La Iglesia transforma estas exigencias en oración. Y recordando que Dios ha confiado los primeros misterios de la salvación de los hombres a la fiel custodia de San José, le pide que le conceda colaborar fielmente en la obra de la salvación, que le dé un corazón puro, como San José, que se entregó por entero a servir al Verbo Encarnado, y que «por el ejemplo y la intercesión de San José, servidor fiel y obediente, vivamos siempre consagrados en justicia y santidad» [48].
(...) El Papa León XIII exhortaba al mundo católico a orar para obtener la protección de San José, patrono de toda la Iglesia. La Carta Encíclica Quamquam pluries se refería a aquel «amor paterno» que José «profesaba al niño Jesús»; a él, «próvido custodio de la Sagrada Familia» recomendaba la «heredad que Jesucristo conquistó con su sangre». Desde entonces, la Iglesia —como he recordado al comienzo— implora la protección de San José en virtud de «aquel sagrado vínculo que lo une a la Inmaculada Virgen María», y le encomienda todas sus preocupaciones y los peligros que amenazan a la familia humana.
Aún hoy tenemos muchos motivos para orar con las mismas palabras de León XIII: «Aleja de nosotros, oh padre amantísimo, este flagelo de errores y vicios... Asístenos propicio desde el cielo en esta lucha contra el poder de las tinieblas ...; y como en otro tiempo libraste de la muerte la vida amenazada del niño Jesús, así ahora defiende a la santa Iglesia de Dios de las hostiles insidias y de toda adversidad» [49]. Aún hoy existen suficientes motivos para encomendar a todos los hombres a San José.
32. Deseo vivamente que el presente recuerdo de la figura de San José renueve también en nosotros la intensidad de la oración que (...) mi Predecesor recomendó dirigirle. Esta plegaria y la misma figura de José adquieren una renovada actualidad para la Iglesia de nuestro tiempo (...).
El Concilio Vaticano II ha sensibilizado de nuevo a todos hacia «las grandes cosas de Dios», hacia la «economía de la salvación» de la que José fue ministro particular. Encomendándonos, por tanto, a la protección de aquel a quien Dios mismo «confió la custodia de sus tesoros más preciosos y más grandes» [50] aprendamos al mismo tiempo de él a servir a la «economía de la salvación». Que San José sea para todos un maestro singular en el servir a la misión salvífica de Cristo, tarea que en la Iglesia compete a todos y a cada uno: a los esposos y a los padres, a quienes viven del trabajo de sus manos o de cualquier otro trabajo, a las personas llamadas a la vida contemplativa, así como a las llamadas al apostolado.
El varón justo, que llevaba consigo todo el patrimonio de la Antigua Alianza, ha sido también introducido en el «comienzo» de la nueva y eterna Alianza en Jesucristo. Que él nos indique el camino de esta Alianza salvífica (...)
Que San José obtenga para la Iglesia y para el mundo, así como para cada uno de nosotros, la bendición del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
[42] Cf. Sacr. Rituum Congr.., Decr. Quemadmodum Deus (8 de diciembre de 1870): l.c., p. 283.
[43] Ibid., l.c., pp.282 s.
[44] León XIII, Carta Encícl. Quamquam pluries (15 de agosto de 1889): l.c., pp. 177-179.
[45] Exhort. Apost. Post-Sinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 34: AAS 81 (1989), p. 456.
[46] Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 1.
[47] Pablo VI, Alocución (19 de marzo de 1969): Insegnamenti, VII (1969), p. 1269.
[48] Cf, Missale Romanum, Collecta; Super oblata en «Sollemnitate S. Ioseph Sponsi B. M. V.»; Post. comm. en «Missa votiva S. Ioseph».
[49] Cf. León XIII, «Oratio ad Sanctum Iosephum», que aparece inmediatamente después del texto de la Carta Encícl. Quamquam pluries (15 de agosto de 1889): Leonis , XIII P. M. Acta, IX (1890), p. 183.
[50] Sacr. Rituum Congr., Decr. Quemadmodum Deus (8 de diciembre de 1870): Pío IX, P.M. Acta, pars I, V p. 282.
miércoles, 12 de marzo de 2025
El programa de gobierno del Papa Francisco I, por Luis Holmes
Al día siguiente de su elección, en la primera misa como papa, en la Capilla Sixtina, Francisco I dijo algo que -no lo sabíamos entonces, pero lo advertimos luego- era su inquietante plan de gobierno:
El "plan de gobierno" se expresaba en las siguientes frases de aquella homilía: :
"Si no confesamos a Jesucristo (...) acabaremos siendo una ONG asistencial, pero no la Iglesia, Esposa del Señor".
1) Transformar la Iglesia en una mera ONG asistencial:
"¿Qué ocurre cuando no se edifica sobre piedras? Sucede lo que ocurre a los niños en la playa cuando construyen castillos de arena. Todo se viene abajo. No es consistente".
2) Hacer de la Iglesia algo inconsistente que se viene abajo:
"Cuando no se confiesa a Jesucristo, me viene a la memoria la frase de Léon Bloy: «Quien no reza al Señor, reza al diablo». Cuando no se confiesa a Jesucristo, se confiesa la mundanidad del diablo, la mundanidad del demonio".
3) En lugar de anunciar a Cristo, la Iglesia deberá preocuparse por temas mundanos.
Luis Holmes
miércoles, 5 de marzo de 2025
"Mansedumbre cristiana y pacifismo"
Después de la pausa veraniega volvemos a encontrarnos con nuestros lectores.
En este Miércoles de Ceniza, compartimos una nota aparecida en el número 33 de la revista Gladius, de agosto de 1995: "Mansedumbre cristiana y pacifismo". Su autor, Federico Mihura Seeber, quien fue nuestro profesor a comienzos de los años 80, lamentablemente ha fallecido hace pocas semanas, a fines de diciembre pasado.
El artículo no tenía ilustraciones; le hemos añadido algunas.
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por Federico Mihura Seeber
Cristo es manso, el cristianismo lo es: “aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. Pero Cristo es fuerte, y lo es su Iglesia: ciudadela sobre el monte, “el poder del infierno no prevalecerá contra ella”. Cristo es vencedor de Satanás, el fuerte “armado”. Y para vencer al fuerte armado, es necesario, como dice Castellani, “opugnarlo, y quitarle sus preseas”.
Demasiado se nos ha agobiado, ya, con el tema de la debilidad y mansedumbre de Cristo. Pero ésta es, precisamente, la táctica privilegiada del enemigo: “¿Decís que sois mansos y humildes? Pues sedlo: deponed las armas, aflojad las defensas, no se incurra en el pecado de la violencia y la guerra... amad al enemigo... no hay enemigo”. Y el verdadero enemigo, valido del poder amplificador de una “propaganda fidei ” a la que ya ningún magisterio parece poder resistir, instrumenta la debilidad de Cristo, contra Cristo. (No es ésta novedad alguna, porque no hay tema cristiano y evangélico que no haya sido reinterpretado –“releído”, en la jerga progresista– torcidamente). A la Iglesia de Cristo, que lucha en el mundo, se le insinúa que, si lucha y se defiende, no es fiel a las enseñanzas de Cristo.
Aplica así, el enemigo, la conocida táctica que consiste en volver en su favor la fuerza del adversario. Porque es cierto que la mansedumbre cristiana constituye la médula de la fuerza cristiana. A ejemplo de Cristo, que venció en la cruz con Su pasión y muerte, la Iglesia obtuvo su triunfo histórico por la pasión de sus testigos. Pero lo que se sugiere hoy aviesamente al cristianismo y a la Iglesia no es la mansedumbre del mártir: es su asentimiento a la nueva fe del pacifismo y la tolerancia. Y la mansedumbre cristiana es algo diametralmente opuesto al pacifismo y tolerancia actuales. No pretendemos, en esta corta reflexión, una argumentación teológicamente rigurosa para determinar en qué se diferencian ambas actitudes, y por qué son diametralmente opuestas en sus propiedades y efectos. Contentémonos con diseñar ambas cosas, destacando algunas concomitancias.
Y empecemos por destacar la validez, en la visión cristiana, de la otra imagen de Cristo. No sólo la del Cristo “manso”, sino la del Cristo triunfador, del Cristo fuerte. La figura del jinete sobre el caballo blanco, el de la “espada aguda para herir a las naciones a las que regirá con vara de hierro” (Ap 19, 15). ¿Olvidaremos esa figura de Cristo, precisamente la última y definitiva?
Sabemos, los cristianos, que no es fácil asimilar una imagen a la otra. Que la validez simultánea de ambas, que la conservación de la segunda en la primera –del Cristo fuerte en el Cristo manso–, es el misterio del poder de Cristo. Pero para no corromper el espíritu de la verdadera mansedumbre cristiana, recordemos, al menos, que la figura del Cristo tremendo y “fiero” es tan válidamente cristiana como la del Cristo suave y pacífico.
La fuerza de Cristo es verdadera fuerza; no sirve quedarse con una sola de las facetas de Cristo. La paradoja central del cristianismo reside en el hecho de que el débil fue hecho fuerte; el colmo de la debilidad se unió a la apoteosis del poder. Y esta paradoja debe ser admitida en toda su aparente contradicción, en todo el rigor de los valores opuestos, sin desdibujar sus propiedades. La conciliación de ambas –de la mansedumbre y de la fuerza– en la persona de Cristo, sólo puede ser alcanzada con el auxilio de la fe. Porque sólo en ella, la mansedumbre es verdadera mansedumbre, y la fuerza, verdadera fuerza. El león y el cordero sólo pueden “casarse” en la perspectiva de la fe. “Casados” por la razón humana, la mansedumbre y la fuerza dan un monstruo. Es decir, la confusión de la debilidad con la fuerza da el monstruo de lo que hoy se llama “pacifismo”, el poder –aparente– de los –aparentemente– mansos y “pacíficos”. El león afeminado, junto al cordero que esconde el puñal.
Cuando la nube de la confusión de los espíritus se cierne sobre nosotros y sobre nuestra civilización, debemos aguzar la inteligencia iluminada por la fe, para el “discernimiento de espíritus”. En ello nos va todo: en distinguir al profeta del falso profeta; y al Cordero, del lobo disfrazado de cordero.
***
El pacifismo: corrupción extrema de la mansedumbre y caridad cristianas. Táctica opuesta a la civilización cristiana, para invitarla a bajar la guardia. Y cuando las defensas exteriores de la ciudad han sido ya traspasadas, táctica dirigida a penetrar en la última ciudadela: el alma del hombre. Porque allí, efectivamente, es donde se dará la última batalla, si hay batalla: si los cristianos, muchos o pocos, oponen todavía, en su fuero íntimo, el no a esta solapada asimilación al enemigo. (Si hay todavía batalla en el fuero íntimo e individual, nada se ha perdido, aunque la ciudad se haya perdido; porque la ciudadela representa a la ciudad, y cada resistente cristiano representa a la Ciudad de Dios.)
El pacifismo, corrupción del cristianismo. Cristo mandó “amar a los enemigos”; pero –como dice también Castellani– no dijo que no hubiera enemigos, ni, mucho menos, que no debiéramos defendernos de ellos. La mansedumbre cristiana no es pacifismo, porque no es dilución de los límites entre la verdad y el error ni, por lo mismo, ignorancia de la enemistad. La mansedumbre cristiana no es otra cosa que la disposición a sufrir por sostener la Verdad; y ello cuando ya no queda otra cosa que hacer que decir la Verdad... y padecer por ella. Es, pues, todo lo contrario de la actitud pacifista, que aconseja evitar la enemistad, y ello por el camino más fácil que es el de la “tolerancia” y el “pluralismo”: dilución de los límites entre lo verdadero y lo falso, que hace innecesaria la lucha.
La mansedumbre cristiana es disposición a padecer por la verdad; pero ello supone definir los límites de la verdad, y decirla. Y es por ello que, necesariamente, supone la esperanza del triunfo –y triunfo cruento– de la verdad sobre el error. El Cordero de Dios aloja al León de Judá. Cristo paciente a Cristo guerrero y triunfante.
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Imagen obtenida mediante IA (Meta) |
Cristo es ambas cosas, y se hace difícil, por eso, explicar la diferencia entre el verdadero cordero y los falsos. La línea demarcatoria es sutil, porque también los falsos corderos son mansos y no-mansos. En cada uno de ellos, en cada pacifista de buenas palabras y sonrisa melosa, se aloja algo distinto a la apariencia. Sólo que en Cristo no es apariencia: Cristo es verdadero “cordero” y verdadero “león”, mansedumbre y fortaleza verdaderas, asombrosa, milagrosamente unidas, sin perder, cada una de ellas, nada de su integridad respectiva.
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Imagen en la iglesia de Santa Inés (Buenos Aires) (foto propia) |
Se nos dice que, en la Nueva Jerusalén, “el león habitará junto al cordero”. No quiere esto decir que, para entonces, el león habrá dejado de ser león, o el cordero, cordero. Significa la síntesis escatológica de dos polos de la moralidad –de la belleza moral– que el hombre no ha cesado de buscar en todas las épocas.
Porque es cierto que la conciencia ética natural ha valorado siempre ambas cosas, y ha anhelado su síntesis. Y la ha propuesto como ideal teórico. La conciencia natural no ignora que cada uno de estos polos, solo, puede conducir a tipologías morales perversas; que, en cierto modo, cada uno de ellos necesita del contrapeso del otro. Porque la mansedumbre aislada degenera fácilmente en la abyección de la cobardía o la timoratez; y la fortaleza aislada, en los extremos perversos de la crueldad.
“El león habitará junto al cordero” no significa sino esto: la armonía moral lograda; la aparente oposición de contrarios, asumida en la unidad de la integridad moral perfecta. Y esto mismo es Cristo, como modelo de la justicia y santidad humanas (*).
Pero lo que la conciencia moral de la humanidad ha reconocido como ideal teórico, nunca ha sido logrado fuera de Cristo. En todas las épocas pasadas, el león “se tragó” al cordero. Es la desviación más obvia y “natural”. Porque el león era el poder; y ¿cómo, en una perspectiva meramente humana, no sería privilegiado aquello que otorga el poder? Y aquel poder violento no se contentó con imponerse de hecho; buscó justificarse en principio. Esto lo logró por un camino igualmente obvio y natural: porque sólo una mente corrompida puede dejar de reconocer la belleza moral que posee la fuerza.
Por mucho tiempo, pues, el león campeó solo en los emblemas heráldicos. Y si el símbolo del Cordero inmolado –la cruz– atemperó sus excesos en todo el periodo de predominio cristiano, no fue de allí desalojado. El que había reinado solo debió, solamente, compartir la honra: “el león y el cordero pacerán juntos”. Y, ¿cómo sería de otro modo, si la Gracia sobreeleva a la naturaleza pero no la desaloja? El valor moral de la fuerza es de raíz natural, y así fue reconocido por los hombres de todas las épocas.
Pero desde que el Cristianismo anunció la asombrosa novedad del poder del Cordero, desde que la inmolación del Cordero prometió el triunfo... al verdadero Cordero le han surgido émulos. Al paradojal anuncio de que el poder estaba en la debilidad y la mansedumbre del Cordero, sucedió una imitación perversa. La “mona de Dios” parodió a Dios también en esto.
Y el “pacifismo” vio la luz: el pacifismo como espíritu animador del Poder. Y esto es –como el cristianismo– una novedad absoluta en la historia de la humanidad. Porque ahora es el cordero –no el verdadero, el verdaderamente manso– el que ha tomado las riendas del Poder de las naciones. Ahora el cordero, literalmente, “se ha tragado al león”. Basta analizar la ideología y la retórica de los poderes triunfantes en las últimas contiendas: no es precisamente el “belicismo”, sino el “pacifismo” el que ha triunfado. Asombrosa paradoja. Pero que el cordero no era auténtico cordero lo testimonian las más terribles hecatombes de crueldad que consolidaron su triunfo, seguidas de la generosa entrega al Gulag, después del triunfo, de la mitad del mundo. ¿Será aventurado interpretar este “pacifismo”, no bajo la imagen del auténtico cordero, sino bajo la figura de aquel que anuncian las profecías cristianas?: “Vi a otra bestia que subía de la tierra y tenía dos cuernos semejantes a los del cordero, pero hablaba como un dragón... e hizo que la tierra y todos los moradores de ella adorasen a la primera bestia” (Ap 13, 11).
Como dijimos, se nos impone el más sutil “discernimiento de espíritus”. Las palabras no significan lo mismo en distintos contextos doctrinarios. Hoy la “paz” que da –o “dice”– el Mundo –el “pacifismo”– significa todo lo contrario de lo que anuncia. No paz, sino violencia y dominación. Este cordero ha demostrado con creces que es capaz de violencia: es capaz de achicharrar pueblos enteros, vencidos, bajo diluvios de bombas (ha demostrado también, sin embargo, que guarda una hipócrita semejanza de cordero en esto: no le gusta ver sangre). Y si, por ahora, no somete a los cristianos más que con el suave yugo de la persuasión pacifista, no dudemos que llegará a mostrar sus garras en caso de que aquella táctica no baste para ablandarlos.
Y sepamos que no es para nosotros, ése, que se nos ofrece, el verdadero rostro de la paz y de la mansedumbre. Sepamos que la verdadera mansedumbre es hermana de la verdadera fuerza. Que si la fuerza y la nobleza no aparecen más en el horizonte de los valores promocionados por el mundo; que si la fuerza y la gallardía –el león– han sido denostadas, infamadas y ridiculizadas por la religión de la falsa mansedumbre, ello no invalida el hecho de que son valores excelsos y que, como tales, serán restablecidos. Tal vez no quepa encontrarlos más sobre la tierra. Quizás lo único que nos depare la historia en sus próximos actos sea, después de la parodia de la mansedumbre, la parodia temible de una fuerza tiránica, ejerciéndose sin resistencia sobre el rebaño acoquinado.
Sepamos –de todos modos– que la mansedumbre de Cristo aloja a la cólera de Cristo; que el león habita junto al cordero, en Cristo y en su Iglesia. Y no denostemos al león, porque es parte de nuestra herencia.
No temamos, tampoco, asumir la actitud del cordero, si el caso llega –guardémonos, solamente, de adoptar su apariencia hipócrita–. Porque, sea como sea que la Providencia tenga resuelta la antinomia entre la mansedumbre y la fuerza, como norma para la acción del cristiano, la última palabra la tiene el cordero. Es decir, la disposición a padecer por la Verdad cuando ya sólo queda decirla.
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Imagen obtenida mediante IA (Meta) |
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(*) No dice esto, literalmente, la Escritura. O mejor: no lo dice así. La idea es la misma. Dice, en realidad, Isaías (11, 6): “Habitará el lobo con el cordero... y comerán juntos el becerro y el león”; y (65, 25): “... el lobo y el cordero pacerán juntos; el león, como el buey, comerá paja”. Aunque el león no figure en pareja con el cordero, sino el lobo; y el becerro o el buey junto al león, el sentido de la profecía es la misma armonía de contrarios que yo he querido trasladar del ámbito social, inmediatamente aludido (“Jerusalén redimida, visión de paz”) al psicológico-moral donde es igualmente válido [Nota del autor].
miércoles, 8 de enero de 2025
miércoles, 1 de enero de 2025
Un buen deseo para 2025
Que
la humildad venza a la soberbia
Quela generosidad derrote a la avaricia
Queel entusiasmo venza a la indolencia
Queel compromiso anule la desidia
Quela vocación se convierta en profesión
Quela responsabilidad derrote a la negligencia
Queel amor y la razón se tomen de la mano
para todos nuestros lectores.
Este blog se toma vacaciones hasta el Miércoles de Ceniza.
miércoles, 25 de diciembre de 2024
El odio de la antigua serpiente a los niños
Compartimos hoy una breve nota titulada "Nunca habrá un «niñe» Jesús", de Juan Manuel de Prada, publicada el 1° de enero de 2023 en el diario español ABC.
Nunca habrá un «niñe» Jesús
El odio de la antigua serpiente a los niños no se dirige solo ni principalmente a sus cuerpos, sino también a sus almas.
Una celebración consciente de la Navidad no debe ocultar, sepultados por el almíbar y el ternurismo, sus aspectos más tenebrosos. Chesterton nos advertía que «las campanas que celebran el nacimiento del Niño suenan como cañonazos»; pues, en efecto, aquella noche, en Belén, dio comienzo una guerra sin cuartel que no concluirá hasta que Cristo vuelva. Es una guerra que ya había sido anunciada mucho tiempo antes («Pongo eterna enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya»), pero que no se declara de forma palmaria hasta ese momento vertiginoso en que Dios reafirma su alianza con el hombre asumiendo el cuerpo frágil e inerme de un Niño. Así los niños se convierten en objeto del odio abrasivo de la antigua serpiente, que desde entonces nunca dejará de maquinar el modo de exterminarlos, de profanarlos y degradarlos de las formas más inmundas y aberrantes.
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"Adoración de los pastores" de Luca Giordano (Museo del Louvre) |
Cada vez que un niño es concebido, el palacio de Herodes se tambalea en sus cimientos; cada vez que un niño es alumbrado, Herodes pierde un trozo de su reino; cada vez que un niño se amamanta a los pechos de su madre, Herodes es condenado al destierro. La descendencia de la antigua serpiente no ha parado desde aquella lejana noche de urdir crímenes contra la infancia, crímenes nefandos que maten sus cuerpos pero sobre todo sus almas. Así, la descendencia de la antigua serpiente convirtió el vientre de las mujeres en un campo de exterminio; ideó formas de propaganda y diversión que envilecieran y marchitaran las almas infantiles; liberó los instintos más depravados, para que pudieran hallar en los cuerpos de los niños remedio a su concupiscencia; y en este crepúsculo de la Historia se dispone a profanar las almas infantiles infundiéndoles el anhelo quimérico de cambiar sus cuerpos, para convertirlos en pingajos que durante toda su vida enriquezcan a las farmacéuticas, inflados de hormonas y antidepresivos.
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"Degollación de los inocentes", de Luca Giordano (Museo del Prado) |
Esta guerra sin cuartel de la antigua serpiente a las vidas nuevas no ha cesado nunca desde aquella lejana noche de Belén. Por supuesto, se disfraza con vomitivas coartadas humanitarias; pero basta rascar su cáscara para que relumbre, fosforescente como un cadáver pútrido, el mismo odio antiguo y preternatural que se extendió por el palacio de Herodes, aquella lejana noche de Belén. Una noche, por cierto, en la que nació un varón, tal como lo había anunciado el arcángel Gabriel: nunca el Niño Jesús podrá ser 'niñe', pues. en los planes divinos, el cuerpo nos habla de Dios y revela a Dios. Y aquel Niño debía hacer visible a Dios, según Él mismo nos dirá cuando crezca: «El que me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9). Y la antigua serpiente necesita oscurecer esa verdad, necesita eclipsar la manera que Dios ha elegido para revelarse a los hombres, reformateando los cuerpos de los niños, para llenar de muerte y aflicción sus vidas frágiles e inermes.
Feliz Navidad para nuestros lectores.