miércoles, 20 de agosto de 2025

Radiomensaje de Su Santidad Pío XII al Primer Congreso Mariano Arquidiocesano de Montevideo (1954)

En el mes del bicentenario de la independencia del Uruguay, nos unimos a la fiesta patria del país hermano reproduciendo el Radiomensaje de Pío XII al Congreso Mariano Arquidiocesano de Montevideo, celebrado en octubre de 1954, Año Mariano Universal decretado con ocasión del centenario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción.


Venerables Hermanos y     amados hijos que, reunidos en la bella y bien emplazada Montevideo, clausuráis vuestro primer Congreso Mariano archidiocesano, organizado para celebrar más dignamente y con mayor fruto este Año Mariano universal, que ya va acercándose a su término, entre imponentes manifestaciones de piedad y de amor a la Madre de Dios.

Es esta la primera vez que, a través de las ondas etéreas, Nos hacemos presentes de nuevo con Nuestra voz, en medio de vosotros, después de aquella inolvidable mañana otoñal —de la que pronto van a cumplirse los cuatro lustros— cuando, a la vuelta de las grandiosas jornadas eucarísticas de Buenos Aires, tuvimos el inmenso placer de vivir unas horas con vosotros, tan breves como preciosas. Entornamos los ojos y aún Nos parece admirar vuestra magnífica ciudad, suavemente recostada en la península graciosa, que parece servirle de escalinata hacia aquel imponente estuario que allí mismo se abre al mar, bajo su intenso cielo azul, con sus espaciosas y elegantes avenidas rebosantes de un gentío entusiasta que aplaude y aclama; ¡la «Muy fiel y reconquistadora Ciudad de Montevideo» que difícilmente podríamos apartar de Nuestra memoria!


Virgen de los Treinta y Tres
(Imagen que se venera en la iglesia
de Nuestra Señora del Rosario de Nueva Pompeya,  Buenos Aires)
(foto propia)


Pero, ¿a quién aplaude, a quién aclama, a quién dirige ella sus himnos y sus lágrimas en estos momentos? Y vemos avanzar sobre todas las cabezas, amable y sonriente, distribuyendo consuelos y gracias, la «Virgen de la Fundación», la que probablemente ha presidido el nacimiento, las horas primeras y los momentos más transcendentales de su azarosa y accidentada vida, la que ahora acaba de recorrer todas vuestras Parroquias, todas vuestras Iglesias, todos vuestros hogares; la que ha oído vuestras promesas de honrarla siempre con el Rosario en familia; y ¡con cuánto consuelo hemos venido a saber, que no se daba abasto a proveer de imágenes suyas para las fachadas de vuestras casas, porque iban mucho más allá vuestros piadosos deseos! Obrando así, os proclamáis hijos legítimos de aquel grande Artigas, tan devoto siempre de la Virgen del Carmen y que tanto se consolaba rezando el Santo Rosario en sus últimos años de vejez y de forzoso retiro; hermanos auténticos de aquellos próceres, que el 14 de junio de 1825 inclinaban sus banderas ante la Virgen del Pintado, o Virgen de los Treinta y Tres, como si quisieran reconocerla capitana de sus futuras empresas. Obrando así, os parecerá que cumplís su glorioso testamento : «Honorem habebis matri tuae omnibus diebus» honra siempre, a tu madre todos los días de tu vida (Tob. 4, 3).

María, Madre de misericordia
(imagen que se venera en la Basílica del Santísimo Sacramento,
Colonia del Sacramento, Uruguay)
(foto propia)

Volved, sí, volved, hijos amadísimos, los ojos y los corazones a esta Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; volvedlos principalmente en este misterio de su Inmaculada Concepción, de cuya proclamación dogmática estamos conmemorando el centenario, y sentiréis que en vuestro pecho se reafirman las verdades fundamentales de nuestra santa fe; de una fe que luego redundará en la intensificación de vuestra vida cristiana, desde lo más recóndito de vuestra actividad familiar hasta las más públicas manifestaciones de vuestro ser en las esferas profesional y social; de una fe, cuyos deseadísimos frutos han de ser la santidad de la vida matrimonial, el aumento de las vocaciones sacerdotales, la pureza de las costumbres y la implantación de una auténtica justicia cristiana y social, a cuya sombra acogedora todos os sintáis realmente hermanos.

Se precia vuestra nación de sus instituciones; pues bien, en toda sabia organización pública, ha de haber siempre un puesto preferente para el sincero espíritu religioso, porque él, como ninguno, es el que ha de enseñar al ciudadano cuáles son sus deberes fundamentales; el que ha de inspirarle aquella única y sincera fraternidad, que surge tan sólo de la común filiación divina.

Es vuestro país una tierra rica y próspera, de campos ondulados y ubérrimos, regados por incontables venas líquidas que llevan por doquier no sólo la fertilidad, sino también el encanto y la poesía; todo ese progreso material quedaría incluso minado por su misma base y representaría hasta un peligro, si no fuese acompañado de un paralelo y armónico progreso espiritual, que aleje los peligros de la codicia, de la molicie y de toda la destrucción, que suele traer consigo el reino absoluto del materialismo.

Sois, finalmente, un pueblo orgulloso de su historia; pues bien en esa historia, donde las letras han florecido a la sombra de las armas, no se pueden olvidar los nombres del párroco Silverio Antonio Martínez, que lanzó el primer grito de independencia; de Dámaso Antonio Larrañaga, de personalidad enciclopédica; y, ya en nuestros días, del gran católico Juan Zorrilla San Martín, cuyos cantos han conseguido la más dulce expresión de vuestra literatura. Y Nos es grato recordar que las primeras raíces de vuestra literatura hay acaso que ir a encontrarlas en los restos perdidos que, procedentes de las lejanas reducciones jesuíticas del interior, bajaban también en las balsas y en los lanchones a lo largo del Uruguay.

La Virgen Santísima ama especialmente a vuestra patria, hijos queridísimos, come también singularmente la amó aquel insigne Predecesor Nuestro, que tuvo la gloria de proclamar su Concepción Inmaculada; y si habéis comenzado la gran Misión preparatoria del Congreso en la Parroquia de la Medalla Milagrosa, ha sido para recordar que el mismo día 18 de julio de 1830, en que se juraba vuestra Constitución, se aparecía Ella benignamente a su predilecta hija, Santa Catalina Labouré.

Y hoy vosotros, como corona de tantas solemnidades, os queréis consagrar para siempre a su Corazón Inmaculado —canal dulcísimo de todos los bienes— para corresponder a tanto maternal amor y para proclamar en voz alta vuestra fe. Pasa por el mundo una hora obscura y las nieblas no acaban nunca de aclararse; por el contrario, acá y allá, resuenan de cuando en cuando los clarinazos con que los enemigos de Dios celebran una victoria nueva, mientras que los buenos parecen no poco desorientados, faltos acaso de la necesaria unión. Precisamente por eso Nuestra esperanza es cada vez más firme y cada vez más fervorosa Nuestra oración a la Reina de los cielos, como si solamente de su mano esperásemos toda la salvación, Ella que nunca ha dejado de ser la «Auxilium Christianorum». Precisamente por eso Nuestro corazón de padre se alegra y se regocija al contemplar espectáculos como el que vosotros en esto momentos ofrecéis.

Que la bendición de lo alto, de la que quiere ser prenda esta Bendición Nuestra, descienda sobre vosotros: sobre el dignísimo Hermano Nuestro, celosísimo Pastor de vuestras almas, con todos Nuestros demás Hermanos en el Episcopado que le acompañan; sobre los sacerdotes, religiosos y religiosas lo mismo que sobre las Autoridades y sobre todo el amado pueblo uruguayo, especialmente sobre esta archidiócesis de Montevideo; sobre cuantos por medio de la radio oigan Nuestra voz, que quiere ser, como siempre, mensajera de gracia, de amor y de paz.

miércoles, 6 de agosto de 2025

El león en la Biblia y en la tradición de la Iglesia (3 de 3)

Obelisco de la Plaza de San Pedro
y detalle (abajo)

En esta tercera y última entrada de la serie dedicada al león en el simbolismo cristiano, nos ocuparemos —siguiendo sobre todo a Charbonneau-Lassay ¹— de tres aspectos (de entre otros también interesantes):  el león como emblema de la resurrección, de las dos naturalezas de Jesucristo, y del Verbo Divino.


Frente de la iglesia del Sagrado Corazón (Capuchinos) de Córdoba
Entre otros animales, puede verse un león
(foto propia)




1) En la Edad Media se creía que la leona paría leones que parecían nacidos muertos. Durante tres días, los cachorros no daban señales de vida, pero al tercer día volvía el león y les daba vida con su aliento. Referencias a ello  se dan en varios autores de la antigüedad, incluyendo varios Padres de la Iglesia. 

Era natural que a partir de esa (falsa) creencia el león, en el arte cristiano, se convirtiera en emblema de Jesucristo en cuanto Señor resucitado, y también en cuanto autor y principio de nuestra futura resurrección. La muerte aparente del pequeño león representaba la estancia de Jesucristo en el sepulcro, y su "renacimiento" era como una imagen de la resurrección.

Atis Bar (Perú 1024)
(foto propia)


2) Por otra parte, el león se tomó como emblema de las dos naturalezas de Jesucristo. Los antiguos estaban de acuerdo en afirmar que todas las cualidades activas del león están localizadas en su parte delantera (cabeza, cuello, pecho y zarpas anteriores), mientras que parte trasera tan sólo tenía función de sostén, de punto de apoyo terrestre. Esto coincide coincide con las concepciones alegóricas que se han atribuido a los centauros y los grifos.

Partiendo de este dato, hicieron de la parte delantera del león el emblema de la naturaleza divina de Cristo, y de la parte posterior del animal, la imagen de su humanidad: Anterioribus partibus coeletia refert, posterioribus terram. 

Representación de San Marcos en la Catedral de La Rioja
(foto propia)


3) Finalmente, algunos escritores místicos han visto en el rugido del león la imagen de la poderosa palabra de Cristo, del Verbo de Dios,  y de su incomparable fuerza de expansión. La formidable voz que resuena en las inmensas extensiones de los desiertos puede servir de imagen para representar la voz de Dios, que ha ido hasta los extremos infinitos de todos los espacios para ordenar el movimiento, el orden y la vida.

Oseas había predicho esa voz sin igual: «Ellos irán detrás del Señor; él rugirá como un león, y cuando se ponga a rugir, sus hijos vendrán temblando del Occidente» (Oseas 11, 10).  Joel, por su parte, afirma: «El Señor ruge desde Sión y desde Jerusalén hace oír su voz: ¡tiemblan el cielo y la tierra!» (Joel 4, 16).

Mas tarde, la liturgia latina de Adviento se servirá de los mismos términos al hablar del Salvador: «De Sion rugiet et de Ierusalem dabit vocem suam».

"Yo soy rey": Cristo con símbolos de realeza, entre ellos el león


Además, el león siempre se ha identificado con la luz. Entre los griegos, la melena del león, en las representaciones del sol con cara de león, era un emblema de la irradiación solar. Los simbolistas cristianos clasificaron el león solar junto con el águila, el cordero,  el propio Sol, el fuego, la lámpara, el cirio, para convertirlo también en imagen alegórica de la bendita palabra, fuente universal de la luz y la verdad.



Centro Cultural Manzana de la Rivera (Asunción)
(foto propia)




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¹ "El Bestairio de Cristo", volumen 1

miércoles, 23 de julio de 2025

El león en la Biblia y en la tradición de la Iglesia (2 de 3)

En la entrada anterior, que fue publicada hace quince días, nos referimos en general a la figura del león en la Biblia y en la tradición de la Iglesia. Fue la primera parte de una serie de tres entradas. Hoy compartimos, como segunda parte de esta serie, el artículo "El león heráldico", de Chesterton, ilustrado con imágenes de tres escudos cardenalicios vinculados con la Argentina, que tienen leones.




EL LEÓN HERÁLDICO 


Sir Thomas Browne fue, como todos saben, un médico. Un tipo de médico algo extraño que en muchos aspectos contrasta singularmente con los doctores de hoy día. Por ejemplo, escribió una obra elocuente y detallada sobre el entierro en urnas, los cementerios y la muerte en general, tema que en la actualidad los médicos procuran eludir. Pero en nada es tan permanentemente interesante como en sus relaciones con la notable zoología de su tiempo. Su magnífica retórica religiosa y toda su dimensión literaria son evidentemente inmortales. Nunca se ha dicho sobre el alma nada mejor que esa frase de Browne que la define como lo que hay en el hombre «que no debe rendir homenaje al sol». Pero es necesaria una defensa más delicada de su ciencia original y, en verdad, de toda la ciencia medie val de la que tomó sus ideas. Sabemos que su teología era cierta. Sabemos que su zoología era incierta, pero no nos apresuremos a dar por supuesto que, en consecuencia, carecía de importancia. Esta vieja y fantástica ciencia ha sido por lo general mal comprendida. Ha hecho de cada criatura un símbolo más que un hecho, pero ha creído que todos los hechos materiales eran valiosos como símbolos de hechos espirituales. En realidad, no le importaba mucho si el león era un animal noble que no hacía daño a las vírgenes. Lo que deseaba dejar en claro era que si el león es un animal noble no puede hacer daño a las vírgenes. 

Escudo del cardenal argentino Jorge Mejía


Permítaseme citar este ejemplo de lo que quiero decir. Toda persona moderna inteligente puede ver fácilmente que el león heráldico es muy distinto del león real. Pero lo que nosotros, los modernos, no comprendemos bien es lo siguiente: el león heráldico es mucho más importante que el león real. No encuentro palabras para expresar la absoluta carencia de importancia del león real. El león real es una especie de gato grande y peludo que da la casualidad que vive (o más bien muere), en desiertos inútiles que nunca hemos visto ni deseamos ver, un animal que jamás nos ha hecho bien alguno y que, dadas nuestras circunstancias, tampoco nos puede hacer ningún mal; algo tan trivial para todos nuestros propósitos como los peces de lo más profundo del mar o los minerales de la luna. No hay razón terrenal alguna para suponer que posee ninguna de las esas cualidades leoninas tal y como nosotros solemos entenderlas. No hay motivo alguno para imaginarse que es generoso o heroico y ni siquiera orgulloso. Algunas personas que han luchado con él dicen que ni siquiera es valiente. No afecta a la vida humana en aspecto alguno. No se puede hacer de él un peón, como se puede hacer con el buey; no se puede hacer de él un deportista y un caballero, como se puede hacer con el perro. No puede compartir nuestras herramientas ni nuestros placeres; no se puede uncir un león a un arado ni cazar un elefante con una jauría de leones. No tiene nada que pueda interesar al hombre, y ni siquiera sirve para comérselo. Desde su melena sarnosa y sobreestimada hasta la punta de su cola (con la que, según tengo entendido, se golpea para sobreponerse a su cobardía natural), de la melena a la cola, iba diciendo, es una mole de nimiedad. Es, simplemente, un gato extraviado que ha crecido en exceso. Y es un gato extraviado que nunca aparece por nuestras calles. Vive su existencia trivial en regiones que ningún hombre blanco puede habitar sin enloquecer a causa del calor y la monotonía. Tenemos que ponerlo en nuestros museos y lugares semejantes como tenemos que poner trocitos minúsculos de piedra gris de modo que parezca que las podríamos recoger en la calle o exhibir escarabajos pardos de aspecto doméstico que no podría mirar dos veces ningún niño que se precie. 

Escudo del cardenal Silvio Oddi, Legado Pontificio al
Congreso Eucarístico Nacional de Salta (1974)


Pero el único león que tiene alguna importancia práctica terrenal es el león legendario. Es realmente útil tenerlo al alcance. Sostiene el escudo de Inglaterra, que de otro modo se caería a pesar de los esfuerzos bien intencionados del unicornio, cuyos cascos son deficientes en cuanto a su capacidad prensil. El león africano no le interesa a nadie, pero el león británico, aunque no exista, importa. Significa algo; es el único verdadero objeto existente que significa algo; y el león africano real nunca ha conseguido significar nada. El león legendario, el león hecho por el hombre y no por la naturaleza, es ciertamente el rey de los animales. Es una gran obra de arte, una gran creación del genio humano como la catedral de Ruán o la Ilíada. Conocemos su carácter a la perfección, como conocemos el carácter del señor Micawber o el de otras muchas personas que no se han tomado la molestia de existir de una manera meramente material. Sus virtudes son las virtudes de un gran caballero europeo; nada hay de africano en su ética. Posee el sentido de la santidad y la dignidad de la muerte que acompañan a tantos de nuestros antiguos ritos. No toca a los muertos. Tiene ese extraño culto de una castidad brillante y orgullosa que es el alma de nuestra Europa y se halla en Diana, en las Vírgenes Mártires o en Britomart, que dejó una blanca estrella solitaria en las tormentas sensuales del drama isabelino y hoy reconquista el mundo bajo su nueva forma: el culto de los niños. El león no hace daño a las vírgenes. En gran número de leyendas y poemas antiguos se encontrará la descripción de la negativa de algún león eminente a tocar a alguna joven dama eminente. Algunos dicen que ese sentido de la delicadeza es mutuo, y que esas mismas damas jóvenes también se niegan a tocar a los leones. Puede ser cierto, pero aun siendo así sólo tendría validez, probablemente, para el león inferior o real, para el simple león del África, animal despreciable al que ya hemos enviado a pasear por sus desiertos, desiertos tan inútiles que constituyen el basurero del universo. Hemos convenido en que el león valioso es una criatura creada enteramente por el hombre, lo mismo que el hipogrifo y la quimera, la sirena y el centauro, el gigante de cien ojos y el gigante de cien manos. El león que aparece a un lado del escudo real es tan fabuloso como el unicornio que aparece al otro lado. En la medida en que no es meramente fantástico e imposible, reúne todas las buenas cualidades de una especie de caballero rural supercelestial. Me temo que el león heráldico esté desapareciendo de nuestros escudos de armas. Sin embargo, todavía ondea valientemente en ciertos lugares de entretenimiento donde se han refugiado tantas de las tradiciones mejores de nuestra vieja civilización. Si veis al león rojo, que debería estar en el escudo de un caballero, pintado solamente en la muestra de una pomada, recordad todas las grandes verdades que habéis leído en este artículo; recordad que ese león heráldico de la muestra es el símbolo de todo lo que nuestra civilización cristiana ha elevado a la categoría de vida, energía y honor: la magnanimidad, el valor, el desdén por las victorias fáciles, el desprecio por todos los que desprecian a los débiles. 

Escudo del Cardenal Juan Bautista Re,
Legado Pontificio al Congreso Eucarístico Nacional de San Miguel de Tucumán (2016)


Quizá en este artículo nos hemos extendido demasiado hablando del león. Podrían citarse otros muchos ejemplos. El leopardo heráldico no deja de tener sus méritos. Los hombres de cabeza de perro del África son enormemente interesantes. Y tampoco debemos olvidar aquella memorable descripción del hipopótamo —«medio hombre y medio caballo»— debida a Jean de Mandeville. Esto es lo que podría llamarse un bosquejo impresionista o simbolista de un animal: evita los detalles enfadosos y ofrece a cambio una sensación de volumen y atmósfera. He visto con frecuencia al hipopótamo en su jaula de los Jardines Zoológicos y me he preguntado qué parte de su aspecto o fisonomía impresionó al incisivo Mandeville como propia de alguna persona humana conocida. ¿Había visto una clase de hipopótamos muy humana o se había mezclado con alguna clase de hombres hipopotámica? Pero las observaciones generales que he hecho acerca del león medieval, del león heráldico, tienen igualmente validez para todas esas otras monstruosidades o combinaciones medievales. Todas eran ficticias. Todas eran enteramente diferentes e independientes del animal vivo que teóricamente les había servido de modelo. Quienes escribieron sobre ellos, hablaron de ellos y discutieron con gravedad sus atributos físicos, mentales y morales, sentían en el fondo de sus corazones y sus mentes una absoluta indiferencia hacia si existían o no en realidad. La Edad Media rebosaba lógica. Y la lógica, en sus ejemplos y símbolos, es por naturaleza enteramente indiferente a la realidad. Es tan fácil ser lógico con respecto a las cosas que no existen como con respecto a las cosas que existen. Si dos veces tres son seis, es cierto que tres hombres con dos piernas cada uno tendrán seis piernas entre todos. Y si dos veces tres son seis, es igual mente cierto que tres hombres con dos cabezas cada uno tendrán seis cabezas entre todos. Que nunca haya habido tres hombres con dos cabezas cada uno no invalida la lógica lo más mínimo. Hace la deducción imposible, pero no la hace ilógica. Dos veces tres siguen siendo seis, ya se lo reconozca en los cerdos o en los dragones llameantes, ya se lo reconozca en las cosas humildes o en los castillos en el aire. Y el objeto de toda esa gran ciencia medieval y renacentista era sencillamente encontrar en todas partes, cualesquiera que fueran, ejemplos de su filosofía. Si el hipopótamo ilustraba la idea de justicia, enhorabuena; si no la ilustraba, tanto peor para el hipopótamo. Esos antiguos trataban de hacer de los animales sólo un símbolo del hombre. Algunos modernos tratan de hacer del hombre sólo un símbolo de los animales. Esos científicos antiguos sólo se interesaban por el lado humano de los animales. Algunos de los científicos modernos sólo se interesan por el lado animal de los hombres. En vez de hacer del mono y del tigre meros accesorios del hombre, hacen del hombre un mero accesorio, una mera idea tardía del mono y el tigre. En vez de emplear al hipopótamo para ilustrar su filosofía, emplean al hipopótamo para hacer su filosofía, y ruego a Dios que ni ustedes ni yo leamos nunca los grandes libros enjundiosos que escriba el hipopótamo.


miércoles, 9 de julio de 2025

El león en la Biblia y en la tradición de la Iglesia (1 de 3)

Hace casi un año, dedicamos tres entradas a las figuras del cuervo y de la paloma en la Biblia y en la tradición de la Iglesia.  Había allí una referencia al papa Francisco I, ya que en la Argentina a los seguidores del club de fútbol San Lorenzo se los llama popularmente "cuervos", y el pontífice porteño era uno de ellos. 

Casa de Isaac Fernández Blanco (Bs. Aires)
(foto propia)

En mayo fue elegido un nuevo papa, que ha elegido llamarse León. Se trata de un nombre muy repetido entre los obispos de Roma: trece pontífices antes que él lo han llevado, entre ellos algunos muy famosos, como San León I Magno (que enfrentó a Atila), León III (que coronó a Carlomagno) y León XIII (autor de la encíclica Rerum Novarum).  

San León Magno en la iglesia Nuestra Señora del Consuelo
(Bs. Aires)
(foto propia)

El nombre del nuevo pontífice nos mueve a dedicar una entrada al animal al que alude, también muy presente en las Escrituras  así como en la literatura profana.

Entre los pueblos paganos de Europa, de África y de Asia, el león fue sido adoptado para representar los distintos atributos de la divinidad, tal como ellos la imaginaban. Así se daba, por ejemplo,  entre los egipcios, los sirios, los tibetanos, como también entre los griegos (Cibeles conduce un carro tirado por leones) y los persas (en los cultos de Mitra).

León persa realizado con cerámicos babilonios en la plaza República de Irán
(Bs. Aires)
(foto propia)


El león no sólo era símbolo de fuerza y de valor: también era emblema de la justicia, ya que se creía que «sólo ataca a su presa cuando se ve impelido por una necesidad acuciante de comida y que, incluso en tal caso, nunca se arroja sobre el adversario caído al suelo antes del combate. Contaban también que el león sabía mostrarse agradecido por los favores recibidos, hasta el punto de que los humanos podían recibir de él útiles lecciones de gratitud justa". Cabe recordar aquí la fábula del león y el ratón, que muestra a la fiera agradecida, o también la menos conocida que vemos en esta imagen de la revista Anteojito (de mi colección personal):



En el mismo sentido de símbolos de la justicia se interpretaba la presencia de leones en el trono de Salomón, descripto en el Primer Libro de los Reyes (10, 18-20) (cfr. 2 Crón 9, 17-19):

El rey hizo, además, un gran trono de marfil, al que recubrió de oro fino. El trono tenía seis gradas, unas cabezas de toros en la parte posterior, y brazos a ambos lados del asiento; junto a los brazos había dos leones de pie, y otros doce leones de pie sobre las seis gradas, a uno y otro lado. En ningún reino se había hecho nada igual.
 

De hecho, como símbolos de justicia, en muchas iglesias medievales románicas aparecen leones en la fachada (ver). Allí, "inter leones et coram populo", tenían lugar los juicios.

En el Antiguo Testamento, el león aparece muchas veces. Es célebre el pasaje en que el profeta Daniel está en el foso en medio de  leones. 

Daniel con un león a sus pies
Vitral en la Basílica de San Nicolás de Bari (Bs. Aires)
(foto propia)


También es muy conocido el episodio protagonizado por el joven Sansón (Jueces 14, 5-9):

Sansón bajó a Timná, y al llegar a las viñas de Timná, un cachorro de león le salió al paso rugiendo. El espíritu del Señor se apoderó de él, y Sansón, sin tener nada en la mano, despedazó al león como se despedaza un cabrito. Pero él no contó ni a su padre ni a su madre lo que había hecho. Luego bajó, conversó con la mujer y ella le gustó.

Al cabo de un tiempo, Sansón volvió para casarse con ella. Se desvió del camino para ver el cadáver del león, y vio que en su cuerpo había un enjambre de abejas y un panal de miel. Lo recogió con su mano, y fue comiendo miel mientras caminaba. Cuando llegó adonde estaban su padre y su madre, les ofreció miel, y ellos comieron; pero no les dijo que la había sacado del cadáver del león.

Luego Sansón propone a los filisteos una adivinanza: «Del que come salió comida, y del fuerte salió dulzura», cuya respuesta ellos obtienen con malas artes: «¿Qué hay más dulce que la miel y más fuerte que el león?».

San Marcos
en la iglesia ortodoxa
San Jorge
(Bs. Aires)
(foto propia)

El león es también uno de los animales mencionados en la descripción de los "cuatro seres vivientes" que presenta el profeta Ezequiel (1, 5.10):  

«En medio del fuego, vi la figura de cuatro seres vivientes, que por su aspecto parecían hombres. En cuanto a la forma de sus rostros, los cuatro tenían un rostro de hombre, un rostro de león a la derecha, un rostro de toro a la izquierda, y un rostro de águila».

Sabemos que esta enumeración de animales se repite en el Apocalipsis (4, 7): «El primer Ser Viviente era semejante a un león; el segundo, a un toro; el tercero tenía rostro humano; y el cuarto era semejante a un águila en pleno vuelo») y que los cuatro seres representan a los cuatro evangelistas; entre ellos el león es el emblema de San Marcos, a quien acompaña o  simplemente sustituye.

Si nos mantenemos en el Antiguo Testamento, podemos leer en el libro de los Proverbios que «el león, el más fuerte entre los animales,  no retrocede ante nada» (30, 30); por eso puede decirse que «el justo está seguro como un cachorro de león» (28,1).

De Saúl y Jonatán se dice en el Segundo Libro de Samuel que eran «más veloces que águilas, más fuertes que leones» (1, 23).

El profeta Isaías (31, 4) hace referencia al rugido del león: «Como gruñe el león o el cachorro de león sobre su presa, cuando se llama contra él a todos los pastores, sin dejarse intimidar por sus gritos ni amedrentarse por el tumulto, así el Señor de los ejércitos bajará a combatir sobre la montaña de Sión y su colina». Amós, que era pastor y en consecuencia sabía muy bien lo que podía significar oír el rugido de un león, también compara la voz de la fiera con la de Dios: «El Señor ruge desde Sión y desde Jerusalén hace oír su voz» (1, 2). Y en Amós 3, 8: «El león ha rugido: ¿quién no temerá? El Señor ha hablado: ¿quién no profetizará?».

La majestad del león es comparable a la dignidad real, como en este fragmento del profeta Ezequiel (19, 1-9):

Entona una lamentación sobre los príncipes de Israel. Tú dirás: ¡Tu madre sí que era una leona en medio de los leones! Recostada entre los cachorros, amamantaba sus crías.  A uno de sus cachorros lo enalteció y él se convirtió en un león: aprendió a desgarrar su presa, devoró a los hombres. Pero las naciones se concertaron contra él y quedó atrapado en su fosa: así lo llevaron con garfios a la tierra de Egipto. Al ver que nada podía esperar, que su esperanza estaba perdida, tomó a otro de sus cachorros e hizo de él un león. Él se paseaba entre los leones, convertido en un león: aprendió a desgarrar su presa, devoró a los hombres. Hizo estragos en sus palacios, devastó sus ciudades; la tierra y sus habitantes se espantaron por el fragor de sus rugidos. Las naciones marcharon contra él, desde las regiones circundantes: tendieron sus redes contra él, y quedó atrapado en su fosa. Lo encerraron con garfios en una jaula, lo llevaron al rey de Babilonia y lo pusieron en una fortaleza, para que no volviera a oírse su voz por las montañas de Israel.

León en la Galería Güemes (Bs. Aires)


Por todo lo que hemos señalado, el león puede ser también vez símbolo de Cristo, que es llamado "León de Judá". La expresión proviene del libro del Génesis (49, 8-9): «A ti, Judá, te alabarán tus hermanos, tomarás a tus enemigos por la nuca y los hijos de tu padre se postrarán ante ti. Judá es un cachorro de león, –¡Has vuelto de la matanza, hijo mío!– Se recuesta, se tiende como un león, como una leona: ¿quién lo hará levantar?».

Pero en el Apocalipsis la referencia es más explícita (5, 1-5): 

Después vi en la mano derecha de aquel que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, y sellado con siete sellos. Y vi a un Ángel poderoso que proclamaba en alta voz: «¿Quién es digno de abrir el libro y de romper sus sellos?». Pero nadie, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de ella, era capaz de abrir el libro ni de leerlo. Y yo me puse a llorar porque nadie era digno de abrir el libro ni de leerlo.

Pero uno de los Ancianos me dijo: «No llores: ha triunfado el León de la tribu de Judá, el Retoño de David, y él abrirá el libro y sus siete sellos».


Pero no nos anticipemos: el simbolismo específicamente cristológico del león ocupará próximas partes de esta nota; la semana entrante publicaremos la segunda parte de esta serie. 

miércoles, 2 de julio de 2025

"Nada es sagrado": una civilización moribunda


El suicidio de una civilización

por Anthony Esolen
(fragmento)



Supongamos que se le hiciera la siguiente pregunta a un antropólogo, apartado del ruido y furia de la política actual: ¿cuáles serían los signos de una cultura moribunda, o de una cultura suicida? (...) 

    Tal cultura se preocuparía más por la muerte que por la vida; y esa preocupación se manifestaría en varios modos. Promovería el derecho a morir según la propia voluntad, pero no el derecho a vivir, sino tan sólo el permiso de vivir, mientras uno posea ciertas cualidades que la gente reconozca como útiles o aceptables en el redil; y cuáles sean esas cualidades y cómo deban ser reconocidas cambiaría con las exigencias políticas y los sentimientos. La vida no es un don, sino meramente una cosa, para ser tirada a voluntad, como la basura. Nada es sagrado: ni el cuerpo, ni el alma, ningún lugar, ningún objeto, ningún nombre, ninguna persona humana, no lo es la historia, ni las canciones, ni Dios.



    Aún así, esta voluntad de morir no es ni valiente ni generosa. El joven audaz que guarda su puesto en el campo de batalla está dispuesto a morir, no porque esté cansado de su vida sino porque está tan lleno de vida, y tan conmovido por sentimientos de camaradería por sus hermanos de armas que puede entregar su vida en la trinchera. Los soldados que quieren morir ya han perdido. Cuando un anciano o un enfermo dice “No va más” da su negativa, como decía Chesterton, a todo el universo. Generalmente, corre hacia la muerte porque tiene miedo al sufrimiento, que en una cultura moribunda, ha perdido su significado. Nada es sagrado. (...).

    En una cultura moribunda, los que no se suicidan, no ven mayor belleza en la vida humana, ni siquiera en lo que el poeta ciego Milton dijo que más extrañaba: “el divino rostro humano”. Un artículo reciente identificaba como una fotografía del siglo pasado, la foto de un pequeño bebe en el útero, de apenas dieciocho semanas, pero la autora se apresuró a asegurar a sus lectores que sería un error usar esa fotografía como un argumento contra los “derechos reproductivos” de las mujeres. Los eufemismos, el sentimentalismo calloso, y las abstracciones saludan a los portones de la muerte: Abtreibung Macht Frei (El aborto os hará libres). Que la fotografía mostrara un ser de sobrepujante y misteriosa belleza, un don, un objeto de asombro, incluso un ser hecho a imagen de Dios, no podía imaginarlo la autora, o le resulta inconfesable. Nada es sagrado.

    Semejante gente, podríamos esperar, olvidaría el alma y estaría obsesionada con el cuerpo, pero no el cuerpo como poseedor algún significado intrínseco. Trabajarán el cuerpo, lo golpearán, lo agujerearán, lo plastificarán, garabatearán grafitis sobre el cuerpo, y en general lo reducirán a una herramienta del hedonismo o a un pobre intento de auto expresión en un mundo en el que no habrá nada importante que expresar. Nada es sagrado. Su arte no habitará amorosamente en el rostro humano o en la natural gracia y expresividad de las posturas humanas. Será carne por la carne misma y rostro por la carne misma. Hablarán del cuerpo como de una máquina y se referirán con escasa sinceridad a su “rendimiento”.

    En materia sexual no habrá asombro, ningún sentido de lo que son los sexos, ninguna gratitud del hombre hacia la mujer ni de la mujer hacia el hombre. La ingratitud, la impaciencia y la renuencia a soportar los defectos del sexo opuesto se manifestará en la esterilidad voluntaria, asumiendo tres formas. Primero, un odio o temor por la propia fertilidad, que llevará a la esterilización voluntaria, porque la esterilidad es, antropológicamente, vecina de la muerte. Segundo, un rechazo al matrimonio, o una completa falta de interés por él, sea el matrimonio ordinario del hombre y la mujer o el matrimonio espiritual que se abraza como religioso; la fiesta de bodas a la que Jesús compara el reino de Dios ya no tiene atractivo. Nada es sagrado. Tercero, una adhesión a un falso matrimonio por medio de una falsa unión sexual; la deliberada y sacrílega perversión de las propias aptitudes sexuales, tal como arrojar la semilla de la vida a una cloaca, el lugar de los residuos y la decadencia.

    Ellos que aplastarían, desmembrarían, o freirían en sal a ese niño asombrosamente bello en el útero de su madre, seguramente no tendrán escrúpulos en invadir el refugio de la bendita inocencia de un niño, durante el tiempo en que sus deseos sexuales están dormidos o latentes, ese largo tiempo en que los chicos necesitan aprender quienes son y qué son, destinados a crecer para ser maridos y padres, esposas y madres confidentes. Jesús tiene palabras duras para referirse a aquellos que escandalicen a los pequeños, pero, puesto que nada es sagrado, la gente de esta cultura moribunda estará ansiosa para unir a los niños a su corrupción y hedonismo sin sentido adornado como siempre con eufemismos, como lápiz labial y pelucas en una calavera. Una horrenda drag queen instruyendo a pequeños niños sobre cómo plegar sus testículos dentro de sus cuerpos y anudarlos allí - la muerte jactándose de la muerte.

    La gente de una cultura moribunda no produce ningún arte digno de ese nombre. El aburrimiento se entroniza pesadamente en el alma. Nada es sagrado. Los poetas románticos del siglo diecinueve, a menudo residualmente cristianos a lo sumo, creían que el impulso para el gran arte, la música y la poesía debía ser divino. ¿Qué los inspira? Aquellos que pierden lo divino pierden también lo humano. Es como dice Jesús, que a aquéllos que buscan el reino de Dios, les serán dados todos los bienes de la tierra. La inversa es también verdad: a aquéllos que tienen poco, a aquéllos que buscan sólo los bienes terrenos, incluso lo poco que tengan les será quitado. El arte de la cultura moribunda no sólo pierde su excelencia. Desaparecen variedades enteras de artes; a nadie le importan ya; a nadie le interesa aprender con gran paciencia y muchos errores, o apreciar, lo que también requiere paciencia, o preservar. Muchas de las habilidades que el verdadero artesano requería, a menudo habilidades sin nombre, conocidas por su mano, su ojo o su oído, se han olvidado. Los artistas y arquitectos se vuelcan a lo horrible, lo brutal e inhumano.

    El pueblo de una cultura moribunda no sólo ahoga su futuro en el vientre. Asesina también a sus ancestros. Mira con envidia a los grandes hombres de su pasado, hombres que, como todos los hombres, fueron imperfectos, pero que construyeron no sólo para sí mismos sino para su posteridad. Se burla de esos grandes hombres y disfruta “desenmascarando” sus leyendas. Nada es sagrado. Caen las estatuas en las plazas públicas, porque ya han caído en los corazones de los hombres. Y no es un hombre en particular el que debe ser pisoteado en el polvo. Todo el pasado del pueblo debe pisotearse; tal vez incluso, todo el pasado de la humanidad, no recibido como un don sino borrado como una carga. Abundan los esquemas utópicos, incluso aunque el decadente arte de la época no ve más que vastas redes de miseria humana por venir. Porque las torres utópicas están cimentadas en el odio por lo que es.

    Todo el humor de la cultura moribunda es gris. La acedia es su pecado dominante, manifestada en la inacción espiritual y en el trabajo incesante por el trabajo mismo, o el trabajo por fines bajos. No hay alegría en su humor. La trivialidad es su nota característica, la risa de los aburridos, lo sobre sofisticado, lo mundano y lo  cansino. Los niños no llenan las calles con sus alegres juegos y risas. Las iglesias están vacías. Las instituciones básicas de la sociedad son débiles, especialmente la familia. La confianza social ha desaparecido. La tradición, que es una forma de confianza social, la unión entre generaciones, es vituperada u olvidada. Nada es sagrado.

    Dante con perspicacia identifica el carácter del infierno como la pérdida de la esperanza, esa virtud teologal que confía en las promesas de Dios. La cultura moribunda podrá usar la palabra “esperanza”, pero nadie cree ya en ella, como lo demuestra espantosamente su fracaso en reemplazarse a sí mismo con los hijos. Nada es sagrado. El optimismo, sonriente y con dentadura de oro, hace su entrada para ocupar el lugar de la esperanza, no apoyando el perdón, la redención y el renacer, sino un juicio inmisericorde contra el pasado, y disertando sobre el cambio, vago y sin dirección definida; sobre algún cambio, cualquier cambio, como el cambio que busca una persona enferma en su cama sacudiéndose y girando tratando de encontrar un alivio que no llega. Los impacientes y enfermos están secretamente asustados de la esperanza, como lo están de la fe y del amor.  Así están preparados para comprar cualquier confianza que se les quiera vender: seremos salvados por la tecnología o por cualquier novedosa maquinaria política. Dennos libertad para alimentarnos y aburrirnos y llenar nuestras horas vacías como queramos, pero quítennos toda libertad que nos requiera exigencias, la verdadera libertad de un alma humana luchando en gracia para acercarse a Dios. 



¿Quién puede insuflar  la vida en semejante estado a fin de que pueda volverse un alma viviente? Sólo Dios puede, pero el pueblo prefiere creer en mentiras, que no hay nada sagrado, en vez de asumir los abundantes deberes y dones de la vida. Quiera Dios insuflar vida en nosotros, lo queramos o no.

(Traducción: Beltrán María Fos)

Leído originalmente en Wanderer

miércoles, 25 de junio de 2025

Vademécum del realista principante

VADEMÉCUM DEL REALISTA PRINCIPIANTE

(De Étienne Gilson, "El Realismo Metódico", Ed. Encuentro, Madrid, 1997, pp. 171 - 191, traducción de Valentín García Yebra. La edición original de la obra es de 1935.)



1. El primer paso en el camino del realismo es darse cuenta de que siempre se ha sido realista; el segundo, comprender que, por más que se haga para pensar de otro modo, jamás se conseguirá; el tercero,  comprobar que los que pretenden pensar de otra manera piensan como realistas tan pronto como se olvidan de que están desempeñando un papel. Si entonces se preguntan por qué, la conversión está casi terminada.

Etienne Gilson

2. La mayoría de los que se dicen y se creen idealistas preferirían dejar de serlo, pero no se reconocen este derecho. Se les hace observar que nunca saldrán de su pensamiento y que un más allá del pensamiento ni siquiera puede pensarse. Si acceden a buscar una respuesta a esta objeción, están perdidos de antemano, porque todas las objeciones del idealista al realista están formuladas en términos idealistas. ¿Qué tiene, pues, de extraño que el idealista quede siempre victorioso? La solución idealista de los problemas va siempre implícita en su planteamiento. Por consiguiente, lo primero que ha de hacer el realista es acostumbrarse a rehusar la discusión en un terreno que no es el suyo, y a no considerarse fracasado porque no sepa responder a cuestiones verdaderamente insolubles, pero que a él no se le plantean.


3. Es preciso comenzar por desconfiar de este término: el pensamiento; porque la diferencia mayor entre el realista y el idealista está en que éste piensa, mientras que el realista conoce. Para el realista, pensar es sólo ordenar conocimientos o reflexionar sobre su contenido, jamás se le ocurriría tomar el pensamiento como punto de partida de su reflexión, porque para él no es posible el pensamiento si no hay antes conocimientos. El idealista, por el hecho mismo de proceder del pensamiento a las cosas, no puede saber si lo que toma como punto de partida corresponde o no a un objeto; cuando pregunta al realista cómo llegar al objeto partiendo del pensamiento, el realista debe contestar inmediatamente que eso es imposible, y que precisamente aquí está la razón principal para no ser idealista, porque el realismo parte del conocimiento, es decir, de un acto del entendimiento que consiste esencialmente en captar un objeto. Así, para el realista, semejante pregunta no plantea un problema insoluble, sino un seudoproblema, que es muy diferente.


4. Siempre que un idealista nos exija responder a cuestiones que plantea el pensamiento, podemos estar seguros de que habla en nombre del Espíritu. Para él, el Espíritu es lo que piensa, como para nosotros el entendimiento es lo que conoce. Debemos, pues evitar en lo posible comprometernos con este término. Esto no siempre es fácil, porque dicho término tiene un sentido legítimo; pero vivimos tiempos en que se impone la necesidad de volver, antes de nada, a traducir al lenguaje realista todos los términos que el idealismo nos ha robado y corrompido. Un término idealista es generalmente un término realista que designa una de las condiciones espirituales del conocimiento, considerada en adelante como generatriz de su contenido.


5. El conocimiento, en lenguaje realista, es la unidad vivida y experimentada de un entendimiento y de algo real aprehendido. Por eso, el filósofo realista atiende siempre a esto mismo que es aprehendido y sin lo cual no habría conocimiento. Los filósofos idealistas, al contrario, por el hecho de partir del pensamiento, llegan muy pronto a elegir como objeto la ciencia o la filosofía. El idealista, cuando piensa verdaderamente como idealista, realiza en su forma perfecta la esencia del "profesor de filosofía", mientras que el realista, cuando piensa verdaderamente como realista, se ajusta a la esencia auténtica del filósofo; porque el filósofo habla de las cosas, mientras que el profesor de filosofía habla de filosofía.


6. Así como no debemos tratar de ir del pensamiento a las cosas (sabiendo que es imposible esta empresa), tampoco debemos preguntarnos si puede pensarse un más allá del pensamiento. En efecto, quizás no pueda pensarse un más allá del pensamiento; pero es seguro que todo conocimiento implica un más allá del pensamiento. El hecho de que este más allá del pensamiento sólo sea dado por el conocimiento en el pensamiento, no le impide ser un más allá; pero el idealista confunde siempre el "ser dado en el pensamiento" y el "ser dado por el pensamiento". Para quien parte del conocimiento no sólo puede pensarse un más allá del pensamiento, sino que este género de pensamiento es el único para el cual puede haber un más allá.

Santo Tomás
de Aquino

(Basílica del 
Santísimo Sacramento,
Buenos Aires)
(foto propia)


7. Es un error del mismo género lo que mueve al realista a preguntarse cómo, partiendo del yo, puede probarse la existencia de un no-yo. Para el idealista, que parte del yo, es éste el planteamiento normal, e incluso el único planteamiento posible de la cuestión. El realista debe desconfiar aquí por dos motivos: primero, porque él no parte del yo, y segundo, porque el mundo no es para él un no-yo (lo cual no es nada), sino un en-sí. Un en-sí puede ser dado en un conocimiento; un no-yo es a lo que se reduce lo real para el idealista, y esto no puede ser ni captado por un conocimiento ni probado por un pensamiento.


8. Tampoco hay que inquietarse ante la clásica objeción del idealista contra la posibilidad de llegar a un en-sí y, sobre todo, de tener de él un conocimiento verdadero. Vosotros, dice el idealista, definís el conocimiento verdadero como una copia adecuada de la realidad; pero, ¿cómo podéis saber que la copia reproduce la cosa tal cual es, siendo así que la cosa no os es dada más que en el pensamiento? La objeción no tiene sentido más que para el idealismo, que pone el pensamiento antes que el ser, y. no pudiendo establecer comparación entre ellos, se pregunta cómo puede hacerlo otro. El realista, por el contrario, no necesita preguntarse si las cosas corresponden o no al conocimiento que de ellas tiene, puesto que el conocimiento consiste para él en asimilarse a las cosas. En un orden en que la adecuación del entendimiento a la cosa, que el juicio formula, supone la adecuación concreta y vivida del entendimiento a sus objetos, sería absurdo exigir al conocimiento que garantizase una conformidad sin la cual el mismo conocimiento no podría existir siquiera.


9. Es preciso tener siempre presente que las dificultades con que el idealismo quiere cerrar el paso al realismo son obra exclusivamente del idealismo. Cuando nos desafía a que comparemos la cosa conocida con la cosa en sí misma no hace más que descubrir el mal interno que lo roe. Para el realista no existe el "noúmeno" en el sentido en que lo entiende el idealista. Toda vez que el conocimiento presupone la presencia de la cosa misma en el entendimiento, no hay por qué suponer, detrás de la cosa que está en el pensamiento, un doble misterioso e incognoscible, que sería la cosa de la cosa que está en el pensamiento. Conocer no es aprehender una cosa tal como ésta es en el pensamiento, sino, en el pensamiento, aprehender la cosa tal como ella es.


10. Por consiguiente, no basta comprobar que todo nos es dado en el pensamiento para tener derecho a establecer la conclusión de que necesariamente hemos de ir del pensamiento a las cosas y que es imposible proceder de otro modo. De hecho, procedemos de otro modo. El despertar de la inteligencia coincide con la aprehensión de cosas que, tan pronto como las percibimos, son clasificadas según sus analogías más patentes. De este hecho, que nada tiene que ver con ninguna teoría, debe tomar nota la teoría. Así lo hace el realismo, siguiendo en esto al sentido común. Por eso todo realismo es una filosofia del sentido común.


11. De aquí no se sigue que el sentido común sea una filosofía, pero toda filosofía sana lo presupone y se apoya en él, reservándose el derecho de apelar, siempre que sea preciso, del sentido común mal informado al sentido común mejor informado. Así procede la ciencia, que no es una crítica del sentido común, sino de sus aproximaciones sucesivas a lo real. La ciencia y la filosofía atestiguan por su historia que el sentido común es capaz de invención gracias al uso metódico que hace de sus recursos; por consiguiente, se le debe invitar a criticar incesantemente las conclusiones que ha obtenido, lo cual equivale a invitarlo a seguir siendo él, no a renunciar a sí mismo.


12. La palabra "invención" se ha dejado contaminar por el idealismo, como otras muchas. Inventar quiere decir encontrar, no crear. El inventor no se asemeja al creador más que en el orden de la práctica, y especialmente en el de la fabricación, tanto utilitaria como artística. Como el sabio, el filósofo no inventa más que encontrando, descubriendo lo que hasta entonces había permanecido oculto. Toda la actividad de la inteligencia consiste, pues, en su función especulativa de lo real: si la inteligencia crea, lo creado por ella nunca es un objeto, sino un modo de explicación del objeto en el interior de este objeto.


13. Por eso el realista no pide jamás a su conocimiento que engendre un objeto sin el cual no existiría el conocimiento mismo. El realista, como el idealista, usa de su reflexión, pero manteniéndola dentro de los límites de lo real dado. Por consiguiente. el punto de partida de su reflexión debe ser lo que efectivamente es para nosotros el comienzo del conocimiento: res sunt. Si profundizamos en la naturaleza del objeto que nos es dado, nos orientamos hacia una ciencia. coronada por una metafísica de la naturaleza; si ahondamos en las condiciones en que nos es dado el objeto, nos orientaremos hacia una psicología, que sería coronada por una metafísica del conocimiento. Estos dos métodos no sólo son compatibles, sino complementarios, porque reposan sobre la unidad primitiva del sujeto y del objeto en el acto del conocimiento, y toda filosofía completa implica la conciencia de esta unidad.


14. Por consiguiente, nada impide al realista proceder, por vía de análisis reflexivo del objeto dado en el conocimiento al intelecto y al sujeto que conoce. Muy al contrario, no dispone de otro método para asegurarse de la existencia y de la naturaleza del sujeto cognoscente. Res sunt, ergo cognosco, ergo sum res cognoscens. Lo que distingue al realista del idealista no es que uno se niegue a entregarse a este análisis mientras que el otro lo acepta, sino el hecho de que el realista rehúye considerar el término último de su análisis como un principio generador de lo analizado. De que el análisis del conocimiento nos lleve a un cogito no se deduce que el cogito sea el primer principio del conocimiento. De que toda representación sea, en efecto, un pensamiento no se deduce ni que dicha representación no sea más que un pensamiento, ni siquiera que el cogito condicione todas mis representaciones.


15. Toda la fuerza del idealismo nace de la coherencia con que desarrolla las consecuencias de su error inicial. Se equivocan, pues, los que para refutarlo le reprochan su falta de lógica; es, por el contrario, una doctrina que sólo puede vivir de la lógica, puesto que, en ella, el orden y la conexión de las ideas reemplazan al orden y a la conexión de las cosas. El saltus mortalis que precipita a la doctrina en el abismo de sus consecuencias es anterior a la doctrina misma, y el idealismo puede justificarlo todo con su método, excepto a sí mismo, porque la causa del idealismo no es idealista, ni está siquiera en la teoría del conocimiento: está en la moral.


16. Antes que toda explicación filosófica del conocimiento se encuentra el hecho no sólo del conocimiento mismo, sino también del ardiente deseo de comprender que tienen los hombres. Si la razón se contenta demasiadas veces con explicaciones someras e incompletas; si en ocasiones hace violencia a los hechos, deformándolos o pasándolos por alto cuando le molestan, es precisamente porque la pasión de comprender domina en ella sobre el deseo de conocer, o porque los medios cognoscitivos de que dispone son incapaces de satisfacerla. El realista no está menos expuesto que el idealista a estas tentaciones, ni cede ante ellas con menor frecuencia. La diferencia está en que el realista cede en contra de sus principios., mientras que el idealista sienta como principio que es legítimo ceder a ellas. En el origen del realismo se encuentra la resignación del entendimiento a depender de lo real que causa su conocimiento; en el origen del idealismo se encuentra la impaciencia de la razón que quiere reducir lo real al conocimiento, para estar segura de que su conocimiento no dejará escapar nada.


17. Si el idealismo se ha aliado muchas veces con las matemáticas, se debe precisamente a que esta ciencia, cuyo objeto es la cantidad, extiende su jurisdicción sobre toda la naturaleza material en cuanto que esta depende de la cantidad. Pero si el idealismo ha creído encontrar su justificación en los triunfos de la matemática, estos no deben nada al idealismo. No son, en modo alguno, solidarios suyos, y lo justifican tanto menos cuanto que la física más completamente matematizada mantiene todas sus construcciones en el interior de hechos experimentales que ellas interpretan. Un hecho nuevo, y, después de vanos esfuerzos para asimilárselo, toda la física matemática tendrá que reformarse para conseguirlo. El idealista rara vez es un sabio, y menos aun un hombre de laboratorio, y, sin embargo, el laboratorio es el que proporciona a la física matemática de mañana la materia de sus explicaciones.


18. Así, pues, el realista no tiene por qué temer que el idealista lo ponga en contradicción con el pensamiento científico, porque todo sabio, en cuanto sabio, piensa como realista. Un sabio no comienza nunca por definir el método de la ciencia que va a fundar; incluso éste es el rasgo por el que con más seguridad se reconocen las falsas ciencias: que se hacen preceder por sus métodos; porque el método se deduce de la ciencia, no la ciencia del método. Por eso ningún realista jamás ha escrito ningún Discours de la Méthode ; el realista no puede saber de qué manera se conocen las cosas antes de haberlas conocido, ni cómo se conoce cada orden de cosas sino después de conocerlo.


19. Entre todos los métodos, el más peligroso es e1 "método reflexivo"; el realista se contenta con la reflexión. Cuando la reflexión se convierte en método, ya no se limita a ser una reflexión inteligentemente dirigida, que es lo que debe ser, sino que pasa a ser una reflexión que sustituye a lo real, en cuanto que su orden se convierte en el orden de lo real. Cuando es fiel a su esencia, el "método reflexivo" supone siempre que el último término de la reflexión es también el primer principio de nuestro conocimiento: de donde resulta naturalmente que el último término del análisis debe contener virtualmente la totalidad de lo analizado, y en fin, que lo que no se puede volver a encontrar partiendo del último término de la reflexión, o no existe o puede ser legítimamente tratado como no existente. Así es como el idealista se ve obligado a excluir del conocimiento, e incluso de la realidad, aquello sin lo cual el conocimiento no existiría.


20. La segunda nota por la cual pueden reconocerse las falsas ciencias engendradas por el idealismo es que, partiendo de lo que ellas denominan el pensamiento se obligan a definir la verdad como un caso particular del error. Taine prestó un gran servicio al buen sentido definiendo la sensación como una alucinación verdadera, porque así mostró a dónde es conducido necesariamente el idealismo por la lógica. La sensación se convierte aquí en lo que es una alucinación cuando ésta no es tal alucinación. Por consiguiente, no hay que dejarse impresionar por los famosos "errores de los sentidos", ni asombrarse del enorme consumo que de ellos hacen los idealistas. Estos son gente para quien lo normal no puede ser más que un caso particular de lo patológico. Cuando Descartes afirma triunfalmente que ni siquiera un insensato puede negar este primer principio, "Pienso, luego existo", nos ayuda mucho a ver en qué se convierte la razón cuando queda reducida a este primer principio.


21. Por consiguiente, hay que considerar como errores del mismo orden los argumentos que los idealistas toman prestados de los escépticos sobre los sueños, las ilusiones de los sentidos y la locura. Hay, efectivamente, ilusiones visuales; pero esto prueba, ante todo, que no todas nuestras percepciones visuales son ilusiones. Cuando uno sueña no se siente diferente de cuando vela, pero cuando vela se sabe totalmente diferente de cuando sueña; sabe, incluso, que no se puede tener eso que llaman alucinaciones sin haber tenido antes sensaciones, como sabe que jamás soñaría nada sin haber estado antes despierto. Que algunos insensatos nieguen la existencia del mundo exterior, e incluso, pese a Descartes, la suya propia, no es razón para considerar la certeza de nuestra existencia como un caso particular de "delirio verdadero". El motivo de que estas ilusiones sean tan inquietantes para el idealista es que no sabe cómo probar que son ilusiones, pero no tienen porqué inquietar al realista, que es el único para quien son verdaderamente ilusiones.


22. No debemos tomar en serio el reproche que nos dirigen ciertos idealistas, según los cuales estaríamos condenados a la infalibilidad por nuestra teoría del conocimiento. Somos, sencillamente, filósofos para quienes la verdad es normal y el error anormal, lo cual no quiere decir que la verdad no sea para nosotros tan difícil de conseguir y conservar como una salud perfecta. El realista no difiere del idealista en que no pueda equivocarse, sino, primeramente, en que, cuando se equivoca, no un pensamiento infiel a sí mismo el que yerra, sino un conocimiento infiel a su objeto. Pero, sobre todo, el realista no se equivoca más que cuando es infiel a sus principios, mientras que el idealista sólo tiene razón en la medida en que es infiel a los suyos.


23. Decir que todo conocimiento es la captación de la cosa tal como ésta es, no significa, en absoluto, que el entendimiento capte infaliblemente la cosa tal como ésta es, sino que únicamente cuando así lo hace existe el conocimiento . Esto significa todavía menos que el entendimiento agote en un solo acto el contenido de su objeto. Lo que el conocimiento capta en el objeto es real, pero lo real es inagotable y, aun cuando el entendimiento llegara a discernir todos sus detalles, todavía chocaría con el misterio de la existencia misma. El que cree captar infaliblemente y de una sola vez todo lo real es el idealista Descartes; el realista Pascal sabe muy bien cuán ingenua es esta pretensión de los filósofos: "comprender los principios de las cosas y, partiendo de ellos, llegar a conocerlo todo con una presunción tan infinita como el objeto que se proponen". La virtud propia del realista es la modestia en el conocimiento, y. si no siempre la practica, por lo menos está obligado a practicarla por la doctrina que profesa.


24. La tercera señal por la cual se reconocen las falsas ciencias engendradas por el idealismo es la necesidad que éstas experimentan de "fundamentar" sus objetos. Es que, en efecto, no tienen la seguridad de que sus objetos existan. Para el realista, cuyo pensamiento se ordena al ser, el Bien, lo Verdadero y lo Bello son, con todo derecho, reales, puesto que no son más que el ser mismo querido, conocido y admirado. Pero tan pronto como el pensamiento pasa a ocupar el lugar del conocimiento, estos trascendentales comienzan a flotar en el vacío sin saber sobre qué posarse. Por eso el idealismo emplea su tiempo en "fundamentar" la moral, el conocimiento y el arte, como si lo que el hombre debe hacer no estuviese inscrito en la naturaleza humana, la manera de conocer, en la estructura misma de nuestro entendimiento, y el arte, en la actividad práctica del artista. El realista nunca tiene que fundamentar nada; lo que tiene que hacer siempre es descubrir los fundamentos de sus operaciones, y éstos los encuentra en la naturaleza de las cosas: operatio sequitur esse.


25. Por consiguiente, también hay que apartarse cuidadosamente de toda especulación sobre los "valores", porque los valores no son otra cosa sino trascendentales que se han separado del ser e intentan sustituirlo. "Fundamentar valores": la obsesión del idealista; para el realista, una expresión vacía.


26. Lo más duro para un hombre de nuestro tiempo es admitir que no es un "espíritu crítico"; sin embargo, el realista debe resignarse a ello, porque el Espíritu crítico es el lado fuerte del idealismo, y es aquí donde se lo encuentra a cada paso, no como principio o doctrina, sino como voluntad de servicio a una causa. El espíritu crítico expresa, en efecto, la resolución de someter los hechos al tratamiento conveniente para que nada en ellos pueda resistir ya al espíritu. La política que ha de seguirse para llegar a esto es sustituir siempre el punto de vista de lo observado por el del observador. La descalificación de lo real será proseguida, si es preciso, hasta sus últimas consecuencias, y, cuanto más viva sea la resistencia que ofrezca más se esforzará el idealista en desacreditarlo. El realista, por el contrario, debe reconocer siempre que es el objeto el que causa el conocimiento, y tratarlo con el mayor respeto.


27. Respetar el objeto del conocimiento es, ante todo, no querer reducirlo a lo que debería ser para ajustarse a las reglas de un tipo de conocimiento arbitrariamente elegido por nosotros. La introspección no permite reducir la psicología a la condición de ciencia exacta; esto no es razón para condenar la introspección, porque muy bien puede ser que el objeto de la psicología sea de tal naturaleza que no deba convertirse en una ciencia exacta, si es que quiere permanecer fiel a su objeto La psicología humana, tal como la conoce el perro, debe ser por lo menos tan segura como nuestra ciencia de la naturaleza; y nuestra ciencia de la naturaleza es aproximadamente tan penetrante como la psicología humana tal como la conoce el perro. Así, pues, la "psicología de la conducta" obra muy sabiamente adoptando el punto de vista del perro sobre el hombre, porque, tan pronto como la conciencia entra en escena, son tantas las cosas que nos revela, que la distancia infinita entre una ciencia de la conciencia y la conciencia misma salta a la vista. Si nuestro organismo tuviera conciencia de si, ¿ quién sabe si la biología y la física seguirían siéndonos posibles?


28. Por consiguiente, el realista deberá mantener siempre, contra el idealista, que a todo orden de lo real debe corresponder determinada manera de abordar y explicar lo real incluido en dicho orden. De este modo, habiendo rehusado entregarse a una critica previa del conocimiento, se encontrará libre, mucho más libre que el idealista, para entregarse a la crítica de los conocimientos, midiéndolos por el objeto de éstos; porque el "Espíritu critico" lo critica todo excepto a sí mismo, mientras que el realista, porque no es un espíritu crítico, no cesa de criticarse. El realista jamás creerá que una psicología que desde el primer momento se sitúa fuera de la conciencia para conocerla mejor pueda darle lo equivalente a la conciencia: ni, con Durkheim, que los verdaderos salvajes están en los libros; ni que lo social se reduzca a un constreñimiento acompañado de sanciones, como si la única sociedad que hubiéramos de explicar fuera la del Levítico. Tampoco creerá que la crítica histórica esté en mejores condiciones que los testigos invocados por ella para saber lo que les ha sucedido y discernir el sentido exacto de lo que ellos mismos han dicho. Por eso el realismo, al subordinar el conocimiento a sus objetos, pone a la inteligencia en las condiciones más favorables para el descubrimiento, porque , si es cierto que las cosas no siempre han pasado exactamente como sus testigos han creído, los errores relativos que éstos han podido cometer son poca cosa al lado de aquellos en que nos precipitaría nuestra fantasía, si reconstruyéramos, según mejor nos parezca, hechos, sentimientos o ideas que no hemos experimentado.


29. Tal es la libertad del realista, porque no tenemos más que dos caminos: o sujetarnos a los hechos y ser libres de nuestro pensamiento, o, libertándonos de los hechos, caer en la esclavitud de nuestro pensamiento. Volvámonos, pues, a las cosas mismas que aprehende el conocimiento, y a la relación de nuestros conocimientos con las cosas por ellos aprehendidas, a fin de que la filosofía, guiándose cada vez mejor por ellas, pueda progresar de nuevo.


30. Este es, también, el espíritu con que conviene leer a los grandes filósofos que siguieron antes que nosotros el camino del realismo. No es en Montaigne —escribe Pascal—, sino en mí, donde encuentro todo lo que aquí veo. Digamos también nosotros: "No es en Santo Tomás ni en Aristóteles, sino en las cosas, donde el verdadero realista ve todo lo que en ellos ve". Por eso no dudará en apelar a estos maestros, porque no son para él más que guías hacia la realidad misma. Y si el idealista le reprocha, como uno de ellos acaba de hacerlo amablemente, el vestirse ricamente con retales, por cuenta de la verdad, tenga siempre a punto esta respuesta: más vale vestirse ricamente con retales, por cuenta de la verdad de los otros, como hace el realista en caso de necesidad, que negarse a hacerlo, como el idealista, y andar desnudo.