miércoles, 13 de diciembre de 2023

“A aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”: la perversa estupidez del autodenominado "lenguaje inclusivo"

“A aquel a quien los dioses quieren destruir, 
primero lo vuelven loco”
(atribuido a Eurípides)


La neolengua totalitaria -autopercibida “lenguaje inclusivo”- debe ser rechazada con todo énfasis, no meramente por razones lingüísticas (que también), sino sobre todo por el enorme potencial deshumanizante de la ideología que le subyace.

Vayamos por partes.


Imaginemos un diálogo con un amigo que es fanático de los cómics. 

Supongamos que le preguntamos:
-¿De qué planeta procede Súperman? 
-¿Cómo se llama el martillo que lleva Thor? 
-¿Dónde vive Hijitus?

Seguramente sus respuestas serán: 
-De Kriptón. 
-Mjolnir. 
-En Trulalá.

—Estás equivocado. Tus tres respuestas son falsas, porque ni Kriptón, ni Mjolnir, ni Trulalá (y desde luego ni Súperman, ni Thor ni Hijitus) existen.

Si nuestro amigo nos mira con fastidio, estamos dando un paso en el buen camino. Porque argumentará (con razón) que sus respuestas son correctas DENTRO  de los respectivos universos ficticios de  la DC, de Marvel  y de García Ferré. En efecto, en el universo imaginario creado por Siegel y Shuster, por ejemplo, sería incorrecto decir “Súperman NO es originario de Kriptón”.  Y también estaría mal decir que el martillo de Thor se llama Trulalá o que Hijitus vive en Asgard.

Pero si además de lector de historietas es inteligente y cuerdo, nuestro amigo obviamente admitirá que, si nos ubicamos en la perspectiva del mundo real, FUERA de ese universo ilusorio, todos esos personajes, lugares y objetos no existen.  En efecto: al margen  de sus correspondientes  universos imaginarios, lo  incorrecto y absurdo sería pretender que un ser ficticio invulnerable proceda de un astro también imaginario, que otro tenga un martillo con poderes  sobrenaturales o que un tercero viva en una ciudad inexistente y use un sombreritus mágico.

Lo importante aquí es señalar que existen dos planos, dos órdenes, dos “universos”, y que es esencial distinguirlos.

La distinción entre fantasía y realidad es un signo de madurez humana, es decir, de plena humanidad. El niño no conoce todavía esa diferencia; en él lo imaginario y lo real se mezclan admirablemente. Eso es buenísimo, cuando se es niño. El adulto es justamente aquel que SÍ sabe distinguir.

El niño se pone el disfraz de Superman que acaban de regalarle, gesticula como el superhéroe, dice sus frases emblemáticas, finge volar y lucha contra villanos imaginarios. Bueno será que sus padres le adviertan que no se arroje desde el balcón del décimo piso para salir volando, porque, pese a las apariencias que le presenta su fantasía, en la realidad él NO ES el Hombre de Acero. No vuela en la realidad.

Llamamos “loco” a quien carece de la penetrante, sutil y profunda intuición de la realidad como tal, que es característica de la inteligencia humana adulta.  El loco cree y afirma que es real su propia fantasía; por ejemplo, su autopercepción: “Yo soy Súperman”. Y saca consecuencias de ello. Al loco no le falla la lógica: al contrario, razona perfectamente (“Si yo soy Súperman, entonces debo salir volando por la ventana”. “Si yo soy Súperman, provengo de Kriptón”). Pero toda construcción lógica, aunque sea válida,  se derrumba como un castillo de naipes si las premisas de las que parte no son verdaderas. El loco no sabe distinguir el mundo real (verdadero) del mundo de sus quiméricas elucubraciones (aunque sean formalmente correctas). El loco, razonando a partir de sus equivocadas premisas, es capaz de arrojarse desde el décimo piso al grito de ”Este es un trabajo para Superman” entendiendo estar cumpliendo un deber ineludible. El cuerdo, en cambio, es justamente aquel que SÍ sabe distinguir.

El niño toma un palo de escoba, y lo transforma en arma, en caballo, en guitarra. La fantasía no tiene límites para él. Pero el adulto sabe que se trata en verdad de un simple palo de escoba: en el mundo real, ese trozo de madera NO tiene proyectiles, NO galopa, NO tiene cuerdas ni emite melodías.  Caería en el ridículo el adulto -por ejemplo si es militar, si es jinete, si es músico- que apareciera en su trabajo con un palo de escoba para desfilar el 9 de julio, para correr el Gran Premio Carlos Pellegrini o para tocar en el Luna Park.


Del mismo modo, en la realidad, hay sólo dos letras en el casillero  “sexo” del “formulario” de la vida humana real: M (Masculino) / F (Femenino). En el mundo de la fantasía, en cambio, las letras pueden ser infinitas: de hecho, a la sigla LGB “original” se le fueron agregando más y más signos, y podrían seguir sumándose todos los alfabetos conocidos, porque no hay límites para la fantasía. 

Sí:  no hay límites para la fantasía, como lo puede asegurar cualquiera que haya visto alguna vez a un niño o a un loco. 

Claro que la fantasía está muy bien y es maravillosa… siempre que sepamos que es fantasía. 

Cuando la corrección política lo permitía y a él le resultaba redituable, un conocido travesti argentino sacaba provecho de su ambigüedad en un exitoso programa humorístico de televisión (hay innumerables videos de YouTube que lo atestiguan). Sabía entonces que el espejismo de su aspecto y su indumentaria no se correspondía con su realidad profunda, con su verdad, y bromeaba con eso. En cambio, ahora que han cambiado los vientos de lo “políticamente correcto”, grita en los medios definiéndose como “mujer y madre” (¡y argentina!, agregaría Jorge Luz). Si en su fuero íntimo sigue advirtiendo la diferencia entre la ficción de su “personaje” y la realidad de su ser, no lo sabemos; quizás no quiera verla; en todo caso, resultaría recomendable que a su edad se hiciera un examen de próstata, por más que en público niegue enfáticamente su condición y desafíe a quien, por decirle la verdad, lo “discrimina”.  Se trata de una forma de voluntarismo, cuyo desenlace es siempre la pérdida de la noción de la realidad.  

El voluntarismo -podemos decir siguiendo más o menos a Belloc- es aquel nivel de entusiasmo que impide distinguir entre la realidad y lo que se quiere ver.

El género de las palabras no pertenece al nivel de la realidad propiamente dicha. Imaginemos un objeto cualquiera. Un triciclo, por ejemplo. Tiene ciertas características en el mundo real que lo convierten en triciclo, lo definen, lo distinguen de otros objetos reales, como por ejemplo,  digamos,  de una bicicleta, un monopatín o un cochecito de supermercado. Además, al nombrarlo en nuestra lengua, decimos “el” triciclo; pero no hay nada en el triciclo mismo que lo haga “masculino”. El género masculino no le pertenece al triciclo en el mundo de la realidad, sino sólo en el mundo del lenguaje, que es una construcción; en cierto modo, una entelequia. De hecho hay palabras que son de género masculino en castellano (“el coche”), pero de género femenino en otros idiomas (“la voiture”) o que sencillamente carecen de género gramatical (“the car”). “El corpiño”: la palabra es de género masculino; nada hay en el corpiño real que lo haga masculino. “La barba”: la palabra es de género femenino; nada hay en la barba real que la haga femenina.

Cuando pasamos al mundo de los seres vivos, la distinción es crucial. La palabra “puercoespín” es de género masculino, pero sabemos que en el mundo real hay puercoespines machos y puercoespines hembras; de lo contrario, no habría puercoespines de ningún modo. En los casos de los animales más cercanos al hombre la distinción real entre los sexos de los animales ha dado lugar a palabras también distintas:  perro/perra, gato/gata, vaca/toro, caballo/yegua; en otros casos,  con un poco de humor, hablamos a veces, por ejemplo, de Manuelita la tortuga y su “tortugo” que la espera en Pehuajó, o de jirafas y “jirafos”, porque sabemos muy bien que, aunque las palabras “tortuga” y “jirafa” sean de género femenino, en el mundo real hay jirafas macho y jirafas hembra, tortugas macho y tortugas hembra. Lo mismo hay que decir de las moscas, los jilgueros, los peces payaso y las musarañas. ¡Incluso hay sapos hembra y ranas macho!


“A aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”, reza el antiguo proverbio griego.  Quien quiera dominar a los hombres, quien quiera destruir en ellos su humanidad, debe hacerlos perder de vista la distinción entre la realidad y la fantasía,  es decir, tiene que volverlos locos. ¿Y qué mejor, para eso, que una neolengua que justamente tiende a borrar las diferencias que se dan en la realidad?

“El bien propio y esencial del hombre —o, lo que es lo mismo, su verdadero ser, el humano— consiste en que «la razón, perfeccionada por el conocimiento de la verdad», informe y plasme internamente el querer y el obrar”, decía Pieper.

La neolengua totalitaria autodenominada “lenguaje inclusivo” promovida por la pandilla de los “socialmente correctos”, alentados a su vez por la ideología nefasta que está por detrás, quiere que dejemos de gozar desde ese bien propio y esencial que nos hace humanos. Quiere evitar que distingamos entre la realidad y la fantasía, entre los hechos y las ilusiones, entre los datos y las quimeras. Quiere extinguir en nosotros la voluntad y la inteligencia. ¿Para qué? Para dominarnos. Quiere que nuestra razón ya no esté “perfeccionada por el conocimiento de la verdad” sino prostituida con la opinión, drogada con la veleidad de la “autopercepción”. Nos quiere niños dóciles, o peor aún: locos que razonen con orgullo pero que no sean capaces de conocer la verdad que nos hace libres.

Y además, no olvidemos que -en frase de Goethe- «Todas las leyes morales y reglas de conducta pueden reducirse a una sola: la verdad». Del recto conocimiento de la verdad procede el auténtico bien del hombre bueno.

Los promotores de la neolengua totalitaria oculta bajo el inocente seudónimo “lenguaje inclusivo” simplemente rechazan la verdad. Son tan contrarios a la verdad científica como los terraplanistas o los antivacunas. Son como los primitivos que ejecutaban sus danzas rituales al comenzar un eclipse de sol y decían, cuando el astro volvía a aparecer, que  habían sido sus bailes los causantes de su "regreso". 



Y desde luego, quienes hacen pasar por verdadero  lo que no es más que fantasía, quienes manipulan la realidad, no tendrán ningún problema en hacer pasar por bueno lo que es malo, en manipular luego la moral. Llamarán “bien” a sus caprichos, como llaman “lenguaje inclusivo”  a su neolengua totalitaria. No tendrán empacho en llamar “bien” al mal y “mal” al bien… que es lo que hicieron y hacen siempre los tiranos.

Tres supersticiones equivalentes


Seamos libres, que lo demás no importa nada. Para ser libres (entre otras cosas), digamos NO a la neolengua totalitaria, por más que sus intenciones destructivas vengan disfrazadas con el ropaje atractivo del lenguaje falsamente “inclusivo”. 

La inclusión no es creer que aprendiendo el idioma kriptoniano se adquieren los poderes de Súperman; no es ponerse debajo de la ropa un traje de malla con una S en el pecho. Es actuar en la vida real, sí, como el superhéroe... pero en tanto que intachable paladín de la verdad y de la justicia. 

Liberémonos de la despótica y deshumanizante neolengua -un lobo disfrazado de oveja-  y que nuestra inteligencia, «perfeccionada por el conocimiento de la verdad», informe y plasme internamente nuestro querer y nuestro obrar hacia el auténtico bien, el bien integral del hombre.

No permitamos que  nos vuelvan locos aquellos que nos quieren destruir.

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